Cuando Saint Domingue entró en barrena, entre 1791 y 1804, se produjo la desarticulación violenta de uno de los más complejos organismos coloniales que haya realizado la empresa francesa en América: un mundo que, si bien edificado sobre las realidades económicas de la esclavitud, contenía los gérmenes de una alta cultura criolla, una economía pujante y una arquitectura institucional que comenzaba a articularse con las luces del siglo XVIII.
Tras el incendio de la colonia más rica de todo el sistema atlántico, quedó una república sin brújula, desprovista de los elementos orgánicos indispensables para la vida civilizada. Quedó, igualmente, el vacío en la producción de azúcar y café y añil dejada por Saint Domingue. El éxodo forzoso de las élites blancas, mulatas ilustradas, técnicos, músicos, impresores y empresarios no significó la mera huida de un grupo social privilegiado, sino el desmembramiento del cuerpo civilizacional que daba sentido a la sociedad colonial de Saint-Domingue. Con ellos partieron las bibliotecas, los grabados, las imprentas, los tratados de ingeniería agrícola, los secretos de la caficultura y del azúcar, las partituras, las academias, los gremios y los capitales. Allí donde antes brillaban las luces del refinamiento europeo adaptado al trópico, se instaló el reino de la desorganización, el hambre y el caudillismo.
Esa diáspora fecunda, que habría de diseminarse por todo el Caribe y por la cuenca del Misisipi, transformó profundamente el destino de regiones como Cuba, Luisiana, Jamaica e incluso Puerto Rico, donde pese a su modesta proporción fueron muy influyentes en la cultura y en la producción. En Cuba, sobre todo en la región oriental y en Matanzas, los emigrados fundaron cafetales, introdujeron nuevas técnicas en el cultivo de la caña, erigieron centros editoriales y academias científicas, y transformaron radicalmente la fisonomía intelectual y económica de la isla.
En Luisiana, especialmente en Nueva Orleans, la llegada de los refugiados domingueses reorganizó la economía local, elevó los niveles del arte musical, la gastronomía, la arquitectura doméstica y, sobre todo, consolidó una elite criolla de formación francesa que aún hoy constituye un sello distintivo del sur profundo de los Estados Unidos. Aquello que se considera parte del folklore y la identidad de Nueva Orleans —el jazz temprano, el vudú sincrético, los carnavales, la cocina creole, la arquitectura de balcones de hierro forjado— es, en gran medida, legado directo de esa emigración forzada que vino a sembrar civilización donde antes sólo había pantanos y comercio menor.
Esta diáspora había llevado en sus hombros a la colonia más rica del continente: primer productor mundial de azúcar y de café; pero, además el territorio que llevaba el liderazgo empresarial, técnico del Atlantico. Haití, se quedó sin sus técnicos, sus músicos, sus tipógrafos, sus ingenieros y sus comerciantes. Esa acefalía la hizo naufragar en un proceso de regresión que no ha sido superado en más de dos siglos. La República negra, lejos de consolidarse como faro de libertad, devino en experimento fallido de autogobierno y símbolo trágico de lo que ocurre cuando se destruye sin tener la capacidad de conservar, y la incapacidad para construir algo mejor. Todo eso echó por tierra la superstición de que un grupo de ex esclavos, analfabetos y espoleados por el resentimiento se volverían sabios por el solo hecho de encarnar una revolución.
Así, el destino de Saint-Domingue nos enseña, con la elocuencia de los hechos consumados, que no basta con invocar libertad y justicia para edificar una nación. Se requiere orden, instituciones, cultura, trabajo sostenido y un aparato civil que preserve y mejore lo heredado. La destrucción del pasado no engendra futuro, sino ruina. Y allí donde se expulsó a los portadores de la civilización, floreció sólo la miseria, la anarquía y la muerte. Lo que quiero sugerir aquí es que la diáspora de Saint-Domingue no fue una migración de cuerpos, sino una migración de estructuras. Se transplantaron instituciones informales, modelos de plantación, cánones estéticos, maneras de pensar la ciudad y la propiedad. Aquello que parecía la ruina de un sistema colonial fue, a la larga, el principio de una reorganización subterránea del Caribe.
Pero esta reorganización no fue simétrica. En Haití quedó el vacío. La cultura que se había edificado en tres generaciones fue arrasada por las llamas del igualitarismo abstracto. En cambio, en Cuba o en Nueva Orleans, las semillas que los exiliados llevaron florecieron.
Su contenido se desbordó hacia otros territorios.
Destino | Período | Número estimado de emigrados | Notas demográficas |
Nueva Orleans | 1791-1810 | 9,000-20,000+ | Incluye blancos, mulatos libres y esclavos |
Luisiana | 1791-1810 | 20,000+ | Duplicó la población local |
Jamaica | 1790-1804 | Cuatro olas, miles | Composición social variada |
La resurrección de Jamaica
La emigración dominguesa a Jamaica, entre 1791 y 1804, introdujo en aquella isla un fermento civilizatorio cuya huella es visible aún en las raíces culturales y económicas del país. La llegada masiva de refugiados —en su mayoría blancos, mulatos libres, técnicos, comerciantes y religiosos— duplicó la población blanca de la isla, y con ella se implantó una visión distinta del mundo, ajena a la mentalidad anglosajona dominante. Si bien los inicios fueron marcados por el conflicto entre los usos franceses y la tradición inglesa, el proceso de “criollización” terminó por absorber a buena parte de esa élite forastera, que se integró, aunque no sin resistencias, en la estructura de la plantocracia local.
La impronta católica de los exiliados marcó con profundidad una isla mayoritariamente protestante. Hacia 1860, casi la totalidad de los católicos de Jamaica descendía de los refugiados de Saint-Domingue. Ellos mismos conservaron un marcado espíritu de clan, una endogamia social que consolidó redes familiares perdurables, testimoniadas aún en los apellidos franceses que circulan en ciertas zonas rurales. Su ideal de vida reproducía el modelo domingues, donde la propiedad de una plantación era símbolo de rango y dignidad, y donde el idioma, el rito y la cortesía del Antiguo Régimen francés sobrevivían como signos de identidad.
En el orden económico, el aporte fue decisivo. Los refugiados revitalizaron el comercio de Kingston y transformaron la producción agrícola en parroquias montañosas como Saint Andrew y Saint Thomas. La técnica del cultivo del café, prácticamente desconocida antes de 1789 en suelo jamaicano, conoció una revolución gracias a sus conocimientos. En apenas dos décadas, Jamaica se convirtió en la principal colonia inglesa en la producción de café, y para 1812 ya generaba más de la mitad del total exportado por el Imperio. También la industria azucarera experimentó un auge notable tras la caída de Saint-Domingue, incrementando su producción en un 50%, lo que convirtió a la isla en el primer productor mundial de azúcar.
La obra civilizadora de Jean-François Pouyat, al introducir variedades como el plátano “tigre” —la banane pouyac del criollo haitiano— y el “Gros Michel”, simboliza esta simbiosis entre conocimiento agronómico y adaptación al suelo nuevo. Fue esta una verdadera transferencia tecnológica, realizada sin aparato de Estado, sin universidades ni tratados, sino por la simple persistencia de una cultura agrícola sabia y laboriosa.
Jamaica, sin embargo, no ofrecía a los exiliados el terreno institucional que hallaron en Cuba. Era un país sometido a la rigidez del aparato británico, dominado por una aristocracia criolla celosa de su supremacía. Pero como suele ocurrir en los márgenes de los imperios, allí donde no hay poder absoluto hay espacio para la hibridez. La cultura dominguesa se infiltró en las rendijas del sistema inglés, no como imposición, sino como insinuación. Se mezcló con lo africano, con lo criollo, con lo metodista y hasta con los balbuceos del naciente rastafarismo. En el rito, en la música, en la medicina popular, aquella tradición francesa halló su expresión más impura, pero también más vital.
Y así, en las entrañas de una isla anglosajona, floreció un injerto domingués que no fue colonia ni república, sino recuerdo transfigurado: una cultura sin territorio, una patria sin Estado, pero con alma indestructible.
Los refugiados de Luisiana (Nueva Orleans)
Cerca de quince mil refugiados —blancos, mulatos libres y esclavos— encontraron asilo en tierras luisianas, trayendo consigo no solo su dolorosa condición de exiliados, sino también un valiosísimo bagaje civilizatorio y técnico que fertilizaría las bases de una nueva sociedad criolla en el sur norteamericano. Viajaron, además, con sus dotaciones de miles de esclavos que prefirieron permanecer dentro de la pesebrera de la plantación.
El año de 1809 constituyó un punto de inflexión singular. Tras ser expulsados de Cuba, cerca de diez mil refugiados —provenientes en su mayoría de Saint Domingue— desembarcaron en Nueva Orleans, alterando en pocos meses la composición poblacional de la ciudad, que vio duplicar su número de habitantes y adquirir un relieve demográfico más complejo, en el que los hombres y mujeres libres de color comenzarían a desempeñar un papel cultural y social ineludible . Muchos de ellos, educados y con medios, fundaron familias prominentes, establecieron imprentas, promovieron la educación de su clase y dieron a la literatura negra su primera expresión elevada en las letras americanas con la publicación de Les Cénelles, obra que testimonia la precoz vitalidad del espíritu francohaitiano en tierra ajena.
Pero esta migración no fue solamente un trasiego humano: fue, en su esencia, una transferencia de civilización. Los fugitivos de la antigua colonia francesa llevaron consigo el saber técnico acumulado en las plantaciones de azúcar y café, que había hecho de Saint Domingue la más opulenta posesión europea del Caribe a finales del siglo XVIII. Replicaron sus métodos, erigieron ingenios, introdujeron técnicas de cultivo intensivo, fertilización natural, organización laboral y procesamiento agrícola. En breve tiempo, las llanuras de Luisiana fueron testigo del renacimiento del orden productivo colonial, esta vez bajo nuevos amos, pero con idéntica eficacia y codicia. La caña de azúcar y el café prosperaron con ímpetu insospechado, mientras que incluso el algodón —aunque no prioritario— se benefició del conocimiento experto de los recién llegados, quienes sabían clasificarlo, recolectarlo y explotarlo con precisión casi industrial.
La expansión de las plantaciones supuso, inevitablemente, un incremento alarmante de la demanda de mano de obra esclava. Se aceleró la importación de africanos, y se consolidó un orden social que reproducía el sistema jerárquico del Caribe francés, trasladando a Luisiana la rígida estratificación racial y económica que había caracterizado a Saint Domingue antes de su caída. Al mismo tiempo, los vínculos comerciales con el resto del Caribe, con Europa y con América Latina se intensificaron gracias a la pericia mercantil de los emigrados, integrando a Luisiana en el circuito económico internacional del siglo XIX.
Los efectos de esta migración se manifestaron también en las esferas del espíritu. La arquitectura criolla adquirió nuevos matices; la lengua francesa consolidó su preeminencia; la gastronomía se enriqueció con platos complejos, picantes y mestizos; la música —prefigurando lo que sería luego el jazz— absorbió cadencias y ritmos del Caribe insular; y la religiosidad popular experimentó sincretismos que aún hoy laten en las tradiciones más hondas de Nueva Orleans.
Así, Luisiana no solo recibió un aluvión de pobladores, sino que fue regenerada por una elite refugiada que —como las olas que arrastran los restos de un imperio naufragado— depositó en sus costas los elementos fundadores de una nueva cultura, de una economía transformada y de una sociedad más rica, más diversa y más desafiante. El influjo de Saint Domingue se proyectó, pues, como una segunda fundación: no ya militar ni política, sino civilizadora . Y es de justicia reconocer que, sin aquel éxodo trágico y fecundo, el sur de los Estados Unidos habría carecido de una de las fuentes esenciales de su identidad criolla, de su dinamismo agrícola y de su proyección histórica. A Santo Domingo llegaron entre 1.500 y 2.000 refugiados, sobrevivientes de la carnicería organizada por Dessalines en 1804, se asentaron en Santiago, Samaná, en la capital y en algunas zonas al este de la colonia. Una porcion salió de resultas de las persecuciones de los haitianos; otros se incorporaron al comercio, a la vida profesional como acaeció con Francois Espaillat, médico notabilisimo. De ese mismo entronque descienden Antonio Duverge Duval, prócer de la independencia, José María Imbert, el héroe del 30 de marzo, y Pedro Eugenio Pelletier, Achille Pelletier comandantes de la gesta libertadora.
Compartir esta nota