El escritor, como tal, cobra importancia en la medida en que goza de ingenio creativo y es dueño de un estilo único, original e inconfundible y, sobre todo, de una imaginación prodigiosa , que habría de permitirle, en todo caso, crear obra calidad estética duradera.
El escritor auténtico, se pudiese decir, es adicto a la lectura. Sin pensarlo siquiera una vez, lee, con reposada calma y espíritu crítico, a los maestros de la escritura. Si no lo hiciese, de seguro, escribiría mal y nunca produciría obras bien cualificadas.
Su estilo escritural, por consiguiente, en vez de preciso, conciso e impecable, sería, toda vez, embrollado, confuso y, por demás, oscuro. De ahí que resulte ininteligible e inentendible.
Quizás no les interesaría para nada la claridad expresiva y preferiría, en cambio, la oscuridad discursiva. Pudiera ser así, porque, probablemente, perdería de vista que la buena comunicación es fruto del lenguaje diáfano, directo legible y natural.
Nietzsche cuestionó duramente a esos escritores; lo rechazó por su absurda pretensión de aparentar profundidad apelando a la oscuridad en desmedro de la claridad.
De su lado, Arthur Schopenhauer, partidario de la escritura clara y sencilla, expresaría, alguna vez, en tono suave y comprensible que:
“La auténtica concisión de la expresión consiste en saber decir, en todo caso, solamente lo que es digno de ser dicho, evitando todas las explicaciones prolijas de aquello que cada uno puede pensar por sí mismo y distinguiendo exactamente lo necesario de lo superarlo. Por otra parte, nunca hay que sacrificar la claridad, y con mayor razón la gramática, a la concisión”.
Con sobrados motivos, el filósofo continua argumentando:
“(…) Debilitar la expresión de un pensamiento, o bien, oscurecer el sentido de una frase para horrarse unas palabras, es una deplorable falta de buen sentido. Es precisamente esta falta de concisión lo que hoy está de moda, y que consiste en omitir aquello que sirve al objetivo, en incluso lo que es necesario desde el punto de vista de la gramática y de la lógica”.
Octavio Paz no faltó a la verdad cuando consideró que el escritor vive en la palabra y que ella no es sino la tumba del escrito.
Los escritores, de más en más, usan las palabras no para embaucar, ni engañar a los lectores, sino para darles goce, con deslumbrantes creaciones, a sus sentidos.
El escritor saborea las palabras y articula sus sentidos de la mejor manera posible. De ahí que sea la esencia expresiva de sus ideas, conceptos, sentimientos, interpretaciones, creaciones y recordaciones.
Nadine Gordimer, escritora sudafricana y ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1991, conceptualiza las palabras con explícita racionalidad:
“La palabra vuela por el espacio, rebota en los satélites, ahora más cerca que nunca del cielo de donde se creía que provino. Pero su transformación mas importante ocurrió, para mí y para los que son como yo, hace mucho tiempo, cuando fue gravada por primera vez sobre una tablilla de piedra o trazada sobre el papiro (…)”.
Filósofos como Kant, Fichte, Hegel y Heidegger, entre otros, son, por decirlo de algún modo, pensadores de difícil lecturas, no porque (de manera intencional) asumieran la absurda tarea de escribir para no ser entendido, sino, más bien, por enorme capacidad de abstracción y profundidad conceptual para concebir y pensar la realidad.
Al igual que otros tantos escritores, vivieron para orientar y dejar su impronta en las entrañas de la cultura universal.
Consciente de eso, o tal vez seducido por la vocación pasional de escribir, Ricardo habría dicho, con palabras sinceras y convincentes:
“Se vive para escribir. La escritura es una de las experiencias más intensas que conozco. La más intensa, pienso a veces”.
Dichas palabras muestran, con mucha claridad, que la escritura sería para Piglia la razón vital de vivir. Sin ella, posiblemente, no habría tenido sentido su existencia.
A pesar de los tormentos, angustias y duros sacrificios que implica el oficio de escribir, Clarice Lispector afirmaría, sin el menor ápice de duda:
“(…) Nací para escribir. La palabra es mi dominio sobre el mundo.7 Tuve desde la infancia varias vocaciones que me llamaban ardientemente. Una de las vocaciones era escribir. Y no sé por qué, fue ésta la que seguí”.
Escribir, diría Cioran, es un vicio, que el escritor, consciente de sí, asume, por decirlo de algún modo, con responsabilidad y obsesiva emoción placentera.
Tal vez por eso su práctica escritural habría de reflejar no solamente su manera de imaginar y pensar, sino la esencia de su personalidad.
Como si se tratase de un mandato divino, el escritor recordaría siempre que para escribir bien necesitaría leer mucho y buenos libros. Convencido de ello, Carlos Fuentes diría que “El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje”.
Justamente por eso, los escritores dominan el lenguaje y crean obras que trasciendan los esquemas decadentes y tradicionales de la cultura universal. Solamente así burlaría los vértigos zahirientes de la envidia, el silencio y el olvido.
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