Sembrar un árbol demanda amar la vida. Luego, hay que hacer un hoyo con las manos para sentir el calor de nuestra fundamental esencia; que podemos imponernos al ser irracional que traemos dentro. Hacer que ese árbol crezca es cosa de abonarlo con nuestra bondad; creer en un futuro de bonanza; mantener viva la esperanza de que siempre habrá agua; soñar con que el viento nunca dejará de entonar su sinfonía de ramas. Amar el árbol es identificarnos como lo que somos: Humanos. Por todo eso, arrancar un árbol es un acto de barbarie que merece la más radical de las condenas. (Se lo digo con amargura a los depredadores de nuestros parques y jardines).
Soy periodista con licenciatura, maestría y doctorado en unos 17 periódicos de México y Santo Domingo, buen sonero e hijo adoptivo de Toña la Negra. He sido delivery de panadería y farmacia, panadero, vendedor de friquitaquis en el Quisqueya, peón de Obras Públicas, torturador especializado en recitar a Buesa, fabricante clandestino de crema envejeciente y vendedor de libros que nadie compró. Amo a las mujeres de Goya y Cezanne. Cuento granitos de arena sin acelerarme con los espejismos y guardo las vías de un ferrocarril imaginario que siempre está por partir. Soy un soñador incurable.