Hay épocas en las que el bien y el mal se distinguen con la claridad de un trueno en el cielo; y otras —como la nuestra— en las que ambos se confunden y se disfrazan de virtud, progreso, eficiencia o libertad.

Fiódor Dostoievski (1821–1881) advirtió ese peligro antes que nadie. En una modernidad que teme mirarse a sí misma, afirmó que “el secreto de la existencia humana no está solo en vivir, sino en saber para qué se vive”. Cuando esa pregunta se evade, el terreno moral se vuelve inflamable. Y eso es, precisamente, lo que caracteriza al siglo XXI.

No exagero.

Nunca la humanidad había tenido tanto poder sobre sí misma, tanto acceso a la información ni tanta capacidad de decidir su futuro; y, sin embargo, nunca había sido tan fácil actuar con irresponsabilidad, indiferencia o autoengaño. El mal ya no necesita demonios: le bastan algoritmos que confirman prejuicios, narrativas que fabrican enemigos y tecnologías que prometen redención sin ética.

Quien lo dude, que escuche el estruendo moral de lo ocurrido en el Senasa o la absurda muerte relampagueante de la niña Stephora Anne-Mircie Joseph.

Ante ese cielo encapotado, parto de un hecho: estamos viviendo —quizá por primera vez en décadas dominicanas y en siglos de humanidad— un momento en el que la pregunta por el bien y el mal vuelve a ser decisiva para nuestra supervivencia moral.

Para formularla con rigor, conviene volver a tres fuentes que conocen mejor la condición humana que muchos hechiceros del lawfare o influencers contemporáneos:  Los hermanos Karamázov, la tradición judeocristiana y algunos pensadores modernos que han descifrado la fragilidad moral de nuestro tiempo.

Dostoievski: laboratorio del alma humana

Pocas novelas han explorado con tanta hondura el drama moral del hombre moderno como Los hermanos Karamázov (1880). En ella, Dostoievski formula una intuición decisiva: el conflicto entre el bien y el mal no se libra en sistemas abstractos, sino en la intimidad desgarrada de cada individuo.

Cada hermano encarna una dimensión humana: Iván, la razón que duda; Aliosha, la fe que acoge; Dmitri, la pasión que cae y se levanta. Juntos componen, como diría Paul Ricoeur, “un mapa de la fragilidad moral del ser humano”, capaz del bien y del mal al mismo tiempo. Esa ambigüedad lo define.

La célebre frase de Iván —“Si Dios no existe, todo está permitido”— no es una defensa del relativismo, sino una advertencia. Anticipando a Nietzsche, Dostoievski sostiene que “sin Dios y sin la inmortalidad no hay virtud y todo está permitido”.

La modernidad, al erosionar sus fundamentos trascendentes, parece haber convertido la libertad en un abismo. No se trata de negar la autonomía, sino de reconocer que una moral sin raíces corre el riesgo de disolverse en opinión, capricho o egoísmo desnudo.

En ese contexto, Hannah Arendt llegó a una constatación inquietante: el mal más devastador no proviene del demonio consciente, sino del burócrata incapaz de pensar. Su idea de la "banalidad del mal” dialoga con Dostoievski: donde la responsabilidad moral se delega, el mal encuentra terreno fértil.

La tradición judeocristiana añade una clave esencial: la libertad como don y como riesgo. Desde el Génesis hasta Isaías y su llamado a “escoger la vida”, la moral bíblica se funda en la responsabilidad ante un Otro, no solo ante lo otro.

San Agustín formuló una tesis aún iluminadora: el mal no es una sustancia, sino una privación del bien (“privatio boni”). Surge cuando la voluntad se conforma con bienes menores. Esa lógica describe con precisión figuras como Smerdiakov, en quienes el resentimiento crece allí donde falta la luz.

Pero esa tradición no solo diagnostica el mal; propone una ética del bien como relación. Emmanuel Levinas lo expresa con claridad: el bien nace cuando el rostro del otro me interpela. Aliosha encarna esa actitud: su fe no es ingenua ni dogmática, sino hospitalaria. En él se cumple que “la responsabilidad hacia el otro es anterior a toda elección”.

Aquí, el bien no es una abstracción, sino una forma concreta de estar en el mundo. El mal, como advirtió Søren Kierkegaard, aparece como “la enfermedad mortal”: la desesperación.

El problema radical del mal y del bien como proyecto

Toda reflexión ética debe evitar el moralismo fácil. El mal no procede solo de los otros ni únicamente de estructuras injustas. Como anticipó Dostoievski —y reformuló Solzhenitsyn—, la línea entre el bien y el mal atraviesa el corazón de cada ser humano, pues “cada uno de nosotros tiene en su interior al diablo y al ángel”.

El mal es, ante todo, una experiencia interior.

Iván no comete un crimen, pero su pensamiento abre la puerta a la acción de Smerdiakov. El mal puede ser indirecto: nace de ideas, omisiones, silencios. Arendt lo confirma: no siempre es la maldad, sino la incapacidad de pensar, lo que hace posible el mal.

Ricoeur distingue entre el mal sufrido y el mal cometido. El primero remite al misterio del dolor; el segundo, a la responsabilidad moral. Ambos convergen en la pregunta decisiva: ¿por qué actuamos mal incluso cuando sabemos lo que es bueno?

La mejor respuesta la aporta la tradición cristiana cuando responde: por el desorden del deseo. No se trata de negar el placer, sino de orientarlo. Como enseña santo Tomás de Aquino, el deseo es bueno cuando ama el bien verdadero.

Dmitri Karamázov, por sí solo, encarna esa lucha. Busca el bien, pero su pasión lo arrastra. Sin embargo, su caída no es definitiva: en el arrepentimiento se abre la posibilidad de redención.

Si el mal avanza con rapidez, el bien se construye lentamente. No es un estado, sino una tarea cotidiana. Arendt recuerda que el bien se manifiesta en la capacidad de comenzar algo nuevo. Aliosha lo dice con sencillez: “Un buen recuerdo puede ser la mejor herramienta para toda la vida”.

A eso, Charles Taylor precisa que vivimos orientados por “horizontes de sentido”. Sin ellos, no podemos decidir qué es importante. En ese punto, la tradición judeocristiana es clara: el bien es inseparable del amor. No uno sentimental, sino exigente. Como recuerda san Juan: “El amor perfecto expulsa el temor”.

A modo de conclusión

No basta con lamentar el mal ni con invocar el bien como reliquia moral. La pregunta decisiva es otra: ¿qué estamos dispuestos a asumir para que el bien no se vuelva una palabra inofensiva, incapaz de incidir en la historia.

El bien no es cómodo ni rentable. A menudo exige ir a contracorriente: cuestionar idolatrías tecnológicas, resistir la banalización informativa y desafiar el cinismo del “todo es igual”, “todo da igual”.

El mal, en cambio, avanza con facilidad. No exige esfuerzo. Se apoya en la inercia y la distracción. En sociedades saturadas de estímulos, suele llevar ventaja.

Por eso, la ética del siglo XXI no puede reducirse a la buena intención. Se juega en decisiones concretas, en hábitos perseverantes y en la valentía de no delegar la conciencia.

La tradición judeocristiana lo afirma sin rodeos: el bien no es ingenuidad; es coraje. Y Dostoievski, desde lo más hondo de la condición humana, lo confirma: “El alma se fortalece en la lucha y en el sufrimiento”.

El desafío está planteado.

Y tú, lector, en este tiempo de crepúsculos agitados por tantos truenos y relámpagos: ¿serás espectador del avance del mal, entretenido en opiniones e indiferencias, o asumirás la incómoda —pero fecunda— responsabilidad de actuar a favor del bien y en contra del interés de los malvados?

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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