A Julio Sánchez Mariñez
in memoriam
La única razón de ser del sistema educativo formal es que el estudiante aprenda. Si no aprende –por la razón que esto sea— ese sistema aborta.
Malogrado el andamiaje de la educación, quienes lo sufragan pierden su dinero. Quienes lo sustentan contribuyen –independientemente de intereses e intenciones particulares— al advenimiento de un futuro descarriado, incivilizado y en detrimento de todos. Y, quienes aún esperan algo de él, seguirán esperando en Babia.
Por demás, ni hablar del educando. Con dicho aborto, él queda prisionero de su propia ignorancia, expuesto a una frustración personal de por vida en cuanto resienta lo superfluo de la educación recibida y la pérdida de tiempo que esa inversión le ocasiona.
Conviene subrayarlo. Incluso en la era del antiguo Twitter, ahora X, así como de la inteligencia artificial (IA) al alcance de cualquier lego, y de las más diversas informaciones, comunicaciones, data, opiniones e instrumentos comunicacionales y pedagógicos, el acto de aprendizaje depende del maestro. El docente es quien rescata el valor insuperable de la enseñanza, gracias a su intervención en tanto que pedagogo.
En esa condición, presenta cuestiones y formula preguntas, como antaño hiciera Sócrates. Por igual, despierta la curiosidad y la imaginación de pupilos de las más diversas edades y condiciones, previo a que estos imaginen por sí mismos soluciones y logren respuestas debidamente intuidas, documentadas, discurridas, evaluadas, concebidas, dominadas, confirmadas y compartidas.
Cónsono con ese proceder del pedagogo, –oriundo de las escuelas griegas y émulo de frugales monasterios y prístinas universidades medievales en occidente; o bien, salido de las austeras tradiciones profética o asceta, respectivamente del mediano o del lejano Oriente; todos ellos antecesores de nuestros modernos sistemas formativos e informativos–, cada sujeto en y para sí mismo deviene una persona socializada, cívica e in/dependiente de profesiones u oficios laborales.
Dada su importancia, reitero lo esencial. La única finalidad de la enseñanza es que aprendamos: los unos, las respuestas a las cuestiones más simples o las más intrincadas o novedosas; y, los otros, en lo que encausan recursos concurrente al cómo se aprende, a acompañar, guiar y formar al sujeto humano de cada uno de los seres humanos presente ante sí.
He ahí la razón por lo cual avizoro para el resto de este siglo XXI –y, también, ‘por los siglos de los siglos’– que la IA es programada y que podrá llegar a programarse a sí misma, –pero nosotros no. Solo los seres humanos discurrimos y soñamos en un presente más digno y en un futuro más humano. Y, todo, gracias al proceso de enseñanza-aprendizaje al que un día, alguien, gracias a su arte didáctico –más pedagógico que científico o tecnocrático–, nos supo adentrar y enseñar a disfrutar como sujetos y, como miembros de una civilización, a hacer memoria del pasado, incidir en el avenir presente y sacrificarnos por un futuro siempre incierto.
En definitiva, para cursar aquel sinfín de siglos conviene ponderar y evaluar las variables del acto de aprendizaje. Así como cierto tipo de tecnicismo instrumental y de escolasticismo contemporáneo son necesarios e incluso beneficiosos a dicho acto, solo el arte pedagógico le es intrínsecamente suficiente e indispensable.
Y, justo por eso, para que un estudiante aprenda, no hay ninguna otra constante que iguale ni que supere el inefable valor del arte pedagógico que esgrime un docente, inserto hic et nunc, en pleno siglo XXI, en esa aula en la que está en juego el porvenir de todos.
Noticias relacionadas
Compartir esta nota