“Cuando las reformas no se conectan con la realidad cotidiana de las escuelas, cuando las políticas cambian sin coherencia ni explicación, y cuando se pide a los actores ejecutar sin dialogar, lo que se genera es una cultura del escepticismo, la simulación y el formalismo. Los docentes, directores, técnicos y estudiantes aprenden a cumplir, pero no a transformar. El cambio deja de ser una causa compartida y se convierte en una consigna vacía”. RMejia.

  1. Introducción

Durante las últimas dos décadas, la República Dominicana ha contado con condiciones excepcionales para impulsar una transformación educativa profunda: un financiamiento sin precedentes con la asignación del 4 % del PIB a la educación preuniversitaria, el consenso social expresado en el Pacto Nacional para la Reforma Educativa (2014–2030), y el acceso creciente a conocimiento internacional sobre políticas eficaces de cambio educativo. Sin embargo, a pesar de estas oportunidades históricas, los avances han sido parciales, discontinuos y, en muchos casos, más simbólicos que sustantivos.

En este artículo partimos de la hipótesis de que una de las causas estructurales de este estancamiento es la persistencia de una visión mágica del cambio social, anclada en una cultura política voluntarista que tiende a confundir el anuncio con la transformación, y que sobrestima la capacidad de las decisiones centrales para producir efectos duraderos en sistemas complejos. A ello se suma un desfase epistemológico entre las concepciones dominantes de reforma educativa en el país y los enfoques contemporáneos que han demostrado ser efectivos en contextos similares internacionales.

Uno de los síntomas más visibles de este enfoque es la tendencia a responsabilizar al maestro de todos los males del sistema educativo, sin considerar las condiciones estructurales, institucionales y culturales que inciden sobre su práctica. Esta mirada reduccionista no solo es injusta, sino también contraproducente: desmotiva al docente, debilita su autoestima profesional y erosiona la confianza necesaria para construir comunidades educativas sólidas. Por el contrario, se necesita revalorizar el rol del maestro como protagonista del cambio, reconociendo su importancia como profesional del conocimiento, mediador cultural, formador de ciudadanía y agente clave del aprendizaje. Esto no implica eximirlo de responsabilidades, sino exigirle con justicia el cumplimiento de su deber y el ejercicio pleno de su responsabilidad ética, pedagógica y profesional, en un marco de apoyo, formación continua, condiciones adecuadas y reconocimiento social.

Vamos a analizar la expresión en nuestro medio educativo de este voluntarismo mágico, los límites de una gestión fragmentaria y tecnocrática, y las consecuencias de ignorar el carácter sistémico, contextual y relacional del cambio educativo. Proponemos, finalmente, avanzar hacia una nueva racionalidad del cambio, centrada en la construcción de capacidades institucionales, en el protagonismo del magisterio, en la gobernanza participativa y en el uso riguroso de la evidencia. Transformar la educación dominicana exige ir más allá del impulso reformista episódico, y construir una visión sostenida, ética y estructural del cambio.

II. El voluntarismo mágico como obstáculo estructural

Ilustración sobre la educación creada con IA.

En el análisis de las reformas educativas en América Latina, múltiples autores han señalado la persistencia de una cultura política marcada por el voluntarismo, es decir, la creencia de que el solo deseo de cambio —expresado en discursos, decretos o decisiones políticas— basta para transformar realidades profundamente arraigadas (Tenti Fanfani, 2005; Grindle, 2004). En el caso dominicano, este voluntarismo se combina con lo que puede denominarse una visión mágica del cambio social: una expectativa casi ritual de que los problemas estructurales de la educación podrán resolverse mediante actos simbólicos, decisiones unilaterales o promesas públicas, sin un trabajo sostenido de transformación institucional, cultural y pedagógica.

Esta visión se expresa de diversas maneras:

  1. La sobrevaloración de los anuncios oficiales, como si la promulgación de una nueva ley, la firma de un pacto o el aumento del presupuesto fuera garantía de transformación sustantiva, independientemente de la capacidad del sistema para implementar y sostener dichos compromisos.
  2. La fragmentación de las políticas públicas, que muchas veces responden más a ciclos políticos o a la presión de actores específicos (cooperantes, sindicatos, organismos multilaterales, grupos locales de intereses) que a una lógica de continuidad, coherencia y articulación sistémica.
  3. La desconexión entre los niveles de toma de decisión y los contextos reales de las escuelas, distritos y comunidades, donde el cambio requiere más que directrices: necesita liderazgo pedagógico, redes de apoyo, formación situada, cultura colaborativa y condiciones institucionales adecuadas.

En este marco, las reformas suelen presentarse como soluciones cerradas, concebidas desde arriba, sin asumir que el cambio educativo es esencialmente un proceso relacional, contextual y no lineal (Fullan, 2007). El sistema educativo es complejo, está compuesto por múltiples actores con intereses, saberes y trayectorias distintas, y responde de manera diversa a las iniciativas de transformación. Ignorar esta complejidad lleva a errores frecuentes: subestimar los tiempos requeridos para cambiar culturas institucionales; imponer modelos sin adaptación local; y prescindir del monitoreo, la evaluación y el aprendizaje organizacional.

En la República Dominicana, este enfoque mágico se ha manifestado incluso en momentos de aparente gran impulso reformista. El Pacto Nacional para la Reforma Educativa (2014–2030), por ejemplo, fue recibido con entusiasmo y se presentó como una plataforma consensuada para el cambio. Sin embargo, a una década de su firma, los avances han sido limitados, entre otras razones, porque no se consolidaron los mecanismos de seguimiento, rendición de cuentas y movilización social necesarios para sostener su implementación. El pacto fue concebido como un acto fundacional, pero no se lo acompañó con la arquitectura institucional que exigía su cumplimiento. Lo mismo puede decirse de muchas otras iniciativas —como la expansión de la jornada extendida, la revisión curricular o los programas de formación docente— que fueron anunciadas con gran expectativa, pero enfrentaron enormes dificultades al momento de traducirse en prácticas escolares significativas.

El voluntarismo mágico también se refleja en la manera en que se concibe el rol del maestro: se espera que mejore su desempeño simplemente a partir de una formación breve, de un llamado ético o de una evaluación externa, sin considerar las condiciones reales en que trabaja, la cultura organizacional de las escuelas, las limitaciones del liderazgo directivo o el escaso apoyo profesional disponible. Como resultado, muchas políticas de mejora terminan reforzando la frustración o el escepticismo de los actores del sistema, minando la confianza necesaria para sostener el cambio.

Superar este obstáculo estructural implica más que criticar el voluntarismo: exige reconocer la complejidad del cambio educativo, fortalecer la capacidad institucional del Estado, construir consensos duraderos, promover la participación efectiva de los actores clave —en particular de los docentes y las comunidades escolares— y sostener los procesos de mejora más allá del corto plazo político. Como ha señalado Reimers (2020), “las reformas educativas no fracasan por falta de ideas, sino por falta de compromiso, continuidad y capacidades para implementar dichas ideas en contextos reales”.

III. El desfase epistemológico en la gestión del cambio educativo

Uno de los elementos menos discutidos, pero más determinantes en el rezago de la reforma educativa en la República Dominicana, es el desfase entre los enfoques epistemológicos contemporáneos sobre el cambio educativo y las formas en que este ha sido conceptualizado e implementado a nivel nacional. Mientras la investigación internacional ha avanzado hacia una comprensión compleja, situada y multidimensional de la transformación educativa, las políticas públicas en el país han tendido a mantener enfoques tecnocráticos, lineales y centralizados, poco sensibles a las condiciones reales del sistema y a las dinámicas del aprendizaje institucional.

Desde finales del siglo XX, teóricos como Michael Fullan, Andy Hargreaves, Alma Harris, y Fernando Reimers han desarrollado un cuerpo sustantivo de investigaciones que muestran que el cambio educativo no es un producto mecánico, sino un proceso profundamente humano, relacional y contextualizado (Fullan, 2007; Hargreaves & Fullan, 2012; Harris, 2010; Reimers, 2020). Estos autores coinciden en que el cambio efectivo requiere tres condiciones fundamentales:

  1. Capacidad colectiva de liderazgo distribuido, que rompa con la lógica vertical del mando y control y fortalezca las escuelas como comunidades de aprendizaje.
  2. Ecosistemas de aprendizaje profesional, que reconozcan a los docentes no solo como ejecutores de políticas, sino como co-creadores del conocimiento pedagógico.
  3. Sistemas de gobernanza reflexivos, donde las decisiones se retroalimenten de la evidencia, del diálogo entre actores y de la evaluación continua.

Estas condiciones, sin embargo, están ausentes o escasamente desarrolladas en la cultura institucional dominicana. La gestión del cambio suele enfocarse en modelos de implementación centrados en la ejecución técnica, medidos en función del cumplimiento de metas operativas (por ejemplo, cantidad de escuelas construidas, número de docentes capacitados o aumento de la cobertura) sin prestar suficiente atención a los procesos que generan apropiación, transformación pedagógica o mejora sostenible de los aprendizajes.

Este desfase epistemológico se expresa también en la débil articulación entre las políticas de formación docente, el currículo, la evaluación y la cultura escolar. Por ejemplo, mientras el currículo por competencias plantea el desarrollo del pensamiento crítico, creativo y colaborativo, las políticas de formación siguen centradas en la transmisión de contenidos teóricos y en modelos homogéneos de capacitación descontextualizada, desconectados de las prácticas reales del aula.

La evaluación del desempeño docente es otro ejemplo ilustrativo. En lugar de concebirla como una herramienta para el desarrollo profesional, orientada al acompañamiento, la mejora continua y el fortalecimiento de la práctica reflexiva, ha sido utilizada con fines administrativos o de control, lo que genera resistencia y desconfianza en el magisterio. Como señalan Hargreaves y Fullan (2012), la clave del desarrollo docente no es la evaluación aislada, sino la construcción de capital profesional, es decir, un entramado de capacidades individuales, colaborativas y morales que sostienen la calidad del sistema.

Pacto por una educación de calidad

Esta tendencia a reducir el problema educativo a las deficiencias del docente ha alimentado una narrativa culpabilizadora que resulta tan injusta como estéril. Lejos de promover el compromiso, esta narrativa debilita la autoestima profesional, genera desconfianza institucional y bloquea la posibilidad de construir culturas de mejora compartida. Necesitamos desplazar el discurso de la culpa por uno de corresponsabilidad profesional, que reconozca al docente como actor clave del cambio, capaz de aprender, innovar y liderar, pero también sujeto a exigencias legítimas. Se trata de exigir sin estigmatizar, acompañar sin tutelar, y sostener una visión del magisterio como profesión basada en la ética, el saber pedagógico y el compromiso público.

Otro ámbito donde este desfase es evidente es el de la innovación tecnológica. A pesar de la expansión de dispositivos y plataformas digitales impulsada por el Estado, la integración pedagógica de la tecnología ha sido limitada por la falta de una estrategia formativa adecuada, por la visión instrumental que aún prevalece en muchas políticas, y por la escasa participación docente en los procesos de diseño e implementación. Las TIC se han concebido más como recursos logísticos que como palancas para transformar las prácticas y los ecosistemas de aprendizaje.

A esto se suma la tendencia a ignorar las condiciones socioculturales de las escuelas, como si todas fueran unidades homogéneas susceptibles de recibir instrucciones centralizadas y de responder con el mismo nivel de efectividad. La literatura sobre cambio educativo ha insistido en que los contextos importan (Datnow, 2020); que el cambio efectivo es gradual, acumulativo y dependiente de la construcción de sentido compartido entre los actores.

Finalmente, el escaso uso de evidencia científica en el diseño e implementación de políticas educativas en el país contribuye a este desfase. Aunque existen estudios nacionales valiosos (como los informes IDEC, las evaluaciones del PNUD, el trabajo de universidades y centros de investigación), sus hallazgos rara vez se traducen en acciones de política. Esto refleja una débil cultura de uso de evidencia, y un modelo de gobernanza que sigue confiando más en decisiones discrecionales que en procesos deliberativos y fundamentados.

En resumen, la gestión del cambio educativo en la República Dominicana no ha logrado actualizarse epistemológicamente. Continúa anclada en modelos de planificación normativa, control jerárquico y ejecución programática, mientras el mundo avanza hacia una gobernanza basada en capacidades profesionales, colaboración, flexibilidad contextual y evaluación dialógica. Este desfase constituye uno de los obstáculos más serios para avanzar hacia una reforma educativa sostenible, inclusiva y transformadora.

IV. Consecuencias de esta visión mágica del cambio

Las implicaciones del enfoque voluntarista y epistemológicamente desactualizado en la gestión del cambio educativo no son solo conceptuales: se manifiestan con claridad en los resultados, en la cultura institucional y en la manera en que se conciben las políticas públicas. Esta visión mágica del cambio —que confía en el poder de los anuncios, de las declaraciones de buenas intenciones y de las decisiones centralizadas para transformar la educación— ha tenido efectos profundos y persistentes, que ayudan a explicar el limitado impacto de las reformas emprendidas en las últimas décadas en la República Dominicana.

Una de las consecuencias más evidentes ha sido la falta de continuidad de las políticas educativas. En un contexto donde el cambio es entendido como un acto de voluntad política, más que como un proceso institucional acumulativo, cada nuevo equipo de gestión tiende a desmarcarse de los esfuerzos previos. Las políticas se personalizan, los programas cambian de nombre sin cambios estructurales reales, y se privilegian las iniciativas de alto impacto simbólico, aunque de bajo impacto sistémico. Esto genera una gran fragilidad institucional, donde el aprendizaje organizacional es escaso, los equipos técnicos carecen de estabilidad, y los ciclos de mejora son interrumpidos de manera recurrente.

Otro efecto importante es la desconexión entre las políticas educativas y las prácticas escolares. Cuando las reformas se diseñan desde una lógica vertical y sin considerar la diversidad de contextos, se implementan con una baja apropiación por parte de los actores escolares. Como resultado, muchas intervenciones pedagógicas —por ejemplo, la introducción de nuevos currículos, programas de formación o herramientas tecnológicas— no se traducen en mejoras reales de los procesos de enseñanza y aprendizaje. La escuela permanece como una estructura rígida, fuertemente presionada por la cobertura y los indicadores, pero poco transformada en su cultura institucional y en su capacidad de innovación pedagógica.

Esto explica en parte por qué, pese a las inversiones significativas de la última década (incluyendo el 4 % del PIB para la educación preuniversitaria), los aprendizajes de los estudiantes dominicanos siguen siendo alarmantemente bajos, como lo muestran los resultados de las pruebas nacionales e internacionales (PISA, ERCE, TERCE, PRUEBAS DIAGNÓSTICAS). El voluntarismo sin una estrategia sistémica no produce cambio sostenible, y mucho menos mejora educativa.

Una reforma educativa guiada por una lógica mágica del cambio tiende a tratar al docente como un problema que debe ser corregido desde afuera, no como un agente clave de la transformación. Esta mirada se traduce en una narrativa culpabilizadora persistente, que reduce la complejidad del sistema a las deficiencias individuales del maestro, y descarga sobre él una responsabilidad desproporcionada, sin considerar los múltiples factores institucionales, sociales y culturales que condicionan su práctica.

En lugar de promover una cultura profesional basada en la confianza, la autonomía y el desarrollo continuo, se recurre a esquemas de capacitación estandarizada, evaluación punitiva y vigilancia administrativa, que refuerzan el sentimiento de control externo y reducen la motivación intrínseca del magisterio. Esta situación genera desempoderamiento profesional y desconfianza institucional, bloqueando la posibilidad de construir comunidades docentes colaborativas y comprometidas. Superar esta cultura de la culpa no significa dejar de exigir, sino exigir con justicia: acompañar al docente, reconocer su rol como sujeto ético y profesional, y devolverle el lugar que le corresponde como pilar del derecho a la educación.INABIE-alimentacion-escolar-Victor-Castro-raciones-alimenticias-educacion-728x485

Este enfoque ha generado un profundo desempoderamiento docente, que se traduce en apatía, resistencia o simulación. Se debilita el sentido de agencia del profesorado, y con él, la posibilidad de construir comunidades profesionales de aprendizaje. Como ha señalado Andy Hargreaves (2003), “cuando se pierde la confianza profesional, se pierde también la capacidad de cambio genuino”.

La visión mágica del cambio suele generar inversiones desproporcionadas en aspectos visibles —infraestructura, tecnología, materiales— sin una estrategia clara de sostenibilidad y uso pedagógico. Esto conduce a ineficiencias significativas en el uso de los recursos públicos: computadoras sin conexión ni mantenimiento, escuelas construidas sin planificación de personal, programas de formación sin impacto comprobado. La lógica simbólica desplaza la lógica de la evidencia y de la mejora continua. Esto no solo mina la eficacia de las intervenciones, sino que erosiona la legitimidad del Estado como garante del derecho a una educación de calidad.

Otro efecto de esta visión es la homogeneización de las políticas educativas, sin considerar adecuadamente las desigualdades territoriales, sociales, económicas y culturales del país. Se diseñan políticas universales sin adaptaciones locales, lo cual tiende a reproducir las desigualdades en lugar de corregirlas. En regiones rurales, zonas fronterizas o comunidades con alta exclusión social, la brecha entre lo que se declara y lo que se implementa es aún mayor. La promesa de equidad se diluye ante la ausencia de una gestión diferenciada, sensible al territorio y participativa.

Finalmente, una de las consecuencias más profundas —aunque menos visibles— es la pérdida de sentido entre los actores del sistema educativo. Cuando las reformas no se conectan con la realidad cotidiana de las escuelas, cuando las políticas cambian sin coherencia ni explicación, y cuando se pide a los actores ejecutar sin dialogar, lo que se genera es una cultura del escepticismo, la simulación y el formalismo. Los docentes, directores, técnicos y estudiantes aprenden a cumplir, pero no a transformar. El cambio deja de ser una causa compartida y se convierte en una consigna vacía.

Estas consecuencias evidencian que no hay reforma verdadera sin un cambio de paradigma en la manera de pensar y gestionar la educación. La transformación no puede basarse en la fe ciega en el poder de los anuncios, ni en una comprensión superficial de los problemas. Se necesita una reforma orientada por una racionalidad compleja, basada en la evidencia, sostenida por la institucionalidad, y apropiada por los actores sociales. Lo contrario es repetir el ciclo de promesas incumplidas y mantener a la educación atrapada en una retórica sin transformación.

V. Hacia una nueva racionalidad del cambio educativo

Superar el voluntarismo mágico y el desfase epistemológico que han limitado el avance de la reforma educativa en la República Dominicana requiere un cambio profundo en la manera de concebir, diseñar, implementar y sostener los procesos de transformación educativa. Este cambio no es simplemente técnico, sino también político, institucional, cultural y pedagógico. En otras palabras, se necesita una nueva racionalidad del cambio educativo, capaz de integrar el conocimiento acumulado en la investigación internacional con las lecciones aprendidas en la experiencia nacional.

El primer paso hacia esta nueva racionalidad es superar la mirada fragmentada y lineal del cambio. Transformar la educación no significa solo intervenir en un componente (el currículo, los docentes, la infraestructura), sino comprender las interacciones complejas entre todos los elementos del sistema: políticas, prácticas, actores, culturas institucionales, condiciones materiales, formas de gobernanza, dinámicas territoriales y sentidos subjetivos.

Una política curricular, por ejemplo, solo puede ser efectiva si va acompañada de una política de desarrollo profesional coherente, de un sistema de evaluación formativa, de materiales pertinentes y de condiciones escolares favorables. La reforma no ocurre por decreto, sino cuando las condiciones para el cambio están dadas en múltiples niveles y los actores encuentran sentido, apoyo y oportunidad para modificar sus prácticas.

Una reforma sostenible exige un Estado con capacidad para liderar y acompañar el cambio, y no solo para anunciarlo. Esto implica fortalecer las capacidades técnicas, administrativas y pedagógicas del sistema en sus distintos niveles: central, regional, distrital y escolar. Significa también consolidar equipos técnicos estables, desarrollar sistemas de monitoreo y evaluación robustos, fomentar la innovación desde las bases y garantizar la disponibilidad de información y evidencia para la toma de decisiones.

La construcción de capacidades también debe alcanzar a las escuelas, que deben dejar de ser vistas como unidades ejecutoras y convertirse en unidades de gestión pedagógica, con autonomía relativa, liderazgo educativo y capacidad para leer su contexto y planificar mejoras.

Uno de los pilares de la nueva racionalidad debe ser la revalorización del capital profesional docente (Hargreaves & Fullan, 2012). Esto implica pasar de una visión del maestro como ejecutor pasivo de políticas, a una concepción del docente como sujeto profesional activo, reflexivo, colaborativo y comprometido con el aprendizaje de sus estudiantes.

Este cambio exige, además, dejar atrás la cultura de la culpa que ha marcado históricamente el discurso educativo dominicano. No se puede seguir responsabilizando al maestro de todos los males del sistema sin ofrecerle condiciones dignas, oportunidades de formación, y el reconocimiento social que merece. Se necesita construir un nuevo contrato ético-profesional entre el Estado y el magisterio, basado en la confianza mutua, la justicia profesional y la corresponsabilidad.

Esto requiere transformar los sistemas de formación inicial y continua, mejorar las condiciones laborales, desarrollar una carrera docente motivadora, y crear entornos escolares donde los docentes puedan aprender unos de otros, innovar, investigar y sentirse parte de una comunidad profesional. Significa también repensar la evaluación docente como un instrumento de mejora, no de castigo, y como una práctica orientada a fortalecer el compromiso ético, pedagógico y ciudadano del maestro.

El cambio educativo necesita una gobernanza basada en el diálogo, la corresponsabilidad y la legitimidad social. La experiencia del Pacto Educativo mostró que los acuerdos amplios son posibles, pero también que requieren mecanismos de seguimiento, transparencia, rendición de cuentas y participación activa de los distintos actores: docentes, directivos, estudiantes, familias, comunidades, organizaciones sociales y académicas.

Una nueva racionalidad exige construir espacios institucionalizados de concertación y deliberación, donde las políticas no se impongan desde arriba, sino que se co-construyan desde abajo y se sostengan en redes de confianza. También se requiere descentralizar de manera efectiva, entendiendo que las soluciones educativas no pueden ser homogéneas en un país con grandes disparidades territoriales y culturales.

Una de las claves para romper el ciclo de reformas fallidas es avanzar hacia políticas de largo plazo, más allá del horizonte electoral. Esto implica fortalecer los marcos legales, blindar los acuerdos fundamentales, profesionalizar la administración educativa y desarrollar una cultura institucional que privilegie la continuidad, la acumulación y la evaluación rigurosa de los procesos.

Como ha señalado Fernando Reimers (2020), los países que han logrado transformar su educación no lo han hecho mediante grandes anuncios, sino mediante procesos sostenidos, adaptativos y consistentes, que combinan visión, liderazgo, capacidades, participación y aprendizaje continuo.

En síntesis, avanzar hacia una nueva racionalidad del cambio educativo en la República Dominicana requiere abandonar la lógica del voluntarismo simbólico y la simplificación culpabilizadora del magisterio, para construir una estrategia sistémica, sostenida y centrada en el protagonismo ético-profesional de los actores educativos. Esta nueva racionalidad se sustenta en el fortalecimiento de las capacidades institucionales, en el reconocimiento del docente como sujeto de derechos y deberes profesionales, en la democratización de la gobernanza y en el compromiso con políticas públicas basadas en la evidencia y la equidad territorial.Minerd-invertira-mas-de-RD-24-mil-millones-en-educacion-tecnico-profesional-728x486

No se trata solo de cambiar instrumentos o procedimientos, sino de reconfigurar el contrato social en torno a la educación, asumiendo que el cambio real exige tiempo, coherencia, participación y voluntad política sostenida. Solo así será posible superar la inercia de las reformas inconclusas y construir un sistema educativo digno, justo y transformador

VI. Conclusión

La historia reciente de la educación en la República Dominicana refleja una tensión persistente entre las grandes aspiraciones de transformación educativa y las limitaciones estructurales que impiden que esas aspiraciones se concreten. A pesar de haber contado con condiciones históricas excepcionales —como el respaldo financiero del 4 % del PIB, el consenso social expresado en el Pacto Nacional para la Reforma Educativa, y el acceso a un corpus creciente de conocimiento pedagógico y evidencia internacional— los avances han sido parciales, inestables y, en muchos casos, más simbólicos que sustantivos.

En este arículo he sostenido que una de las causas profundas de este estancamiento es la persistencia de una visión mágica del cambio educativo, basada en el voluntarismo político y en la ilusión de que decretos, pactos o programas aislados bastan para transformar un sistema complejo, históricamente desigual y culturalmente fragmentado. A ello se suma un desfase epistemológico entre los enfoques actuales de cambio educativo —que enfatizan la complejidad, el aprendizaje institucional, el liderazgo distribuido y la profesionalización docente— y las concepciones dominantes en la gestión de las políticas públicas educativas del país.

Las consecuencias de esta doble limitación han sido múltiples: discontinuidad de las reformas, políticas fragmentarias, desconfianza profesional, uso ineficiente de los recursos, y una profunda pérdida de sentido entre los actores educativos. En particular, se ha perpetuado una narrativa injusta y simplista que responsabiliza al docente de todos los fracasos del sistema, sin reconocer las condiciones institucionales, sociales y pedagógicas en las que ejerce su labor.

Superar esta visión requiere avanzar hacia una nueva racionalidad del cambio, centrada en el fortalecimiento de las capacidades institucionales, en la gobernanza participativa, en el uso sistemático de la evidencia, y, sobre todo, en la revalorización del magisterio como columna vertebral del sistema educativo. Se trata de sustituir la cultura del control y la culpabilización por una cultura de la confianza, el respeto profesional y la exigencia ética compartida.

Esto exige un nuevo contrato profesional entre el Estado y los maestros y maestras de la República Dominicana, que combine el reconocimiento de su protagonismo con la exigencia del cumplimiento riguroso de sus responsabilidades. Un contrato que descanse en la justicia profesional: exigir sin castigar, acompañar sin tutelar, confiar sin abdicar del deber público de garantizar el derecho a una educación de calidad.

La transformación educativa no será el resultado de un acto voluntarista ni de un nuevo ciclo de promesas. Será el fruto de un proceso colectivo, sostenido, éticamente orientado y profundamente humano, que convoque a todos los actores del sistema a construir, desde la diversidad y la corresponsabilidad, una educación pública más justa, pertinente y transformadora.

Referencias adicionales:

  • Datnow, A. (2020). Data-driven leadership. Jossey-Bass.
  • Fullan, M. (2007). The new meaning of educational change (4th ed.). Teachers College Press.
  • Grindle, M. (2004). Despite the Odds: The Contentious Politics of Education Reform. Princeton University Press.
  • Hargreaves, A. (2003). Teaching in the knowledge society: Education in the age of insecurity. Teachers College Press.
  • Hargreaves, A., & Fullan, M. (2012). Professional capital: Transforming teaching in every school. Teachers College Press.
  • Harris, A. (2010). Leading system-wide improvement: The challenge for leadership development. School Leadership & Management, 30(2), 175–188.
  • (2019, 2021, 2023). Informes de seguimiento al Pacto Educativo. Iniciativa Dominicana por una Educación de Calidad.
  • (2023). Resultados de las Pruebas Nacionales y Evaluaciones Diagnósticas.
  • Murillo, F. J., & Hernández-Castilla, R. (2011). Políticas para mejorar la educación en América Latina. Revista Iberoamericana de Educación, 55(4), 1–16.
  • (2023). Education in Latin America: Challenges and Policy Responses. https://www.oecd.org
  • (2023). Education policy outlook: Latin America and the Caribbean.
  • (2023). Governing Education in a Complex World. OECD Publishing.
  • Pacto Nacional para la Reforma Educativa en la República Dominicana 2014–2030. (2014). Consejo Económico y Social.
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  • Reimers, F. (2020). Audacious education purposes: How governments transform the goals of education systems.
  • Tenti Fanfani, E. (2005). La escuela y la cuestión social. Fondo de Cultura Económica.
  • UNESCO IESALC. (2022). Reimagining our futures together: A new social contract for education. https://www.unesco.org/reports/futures-of-education
  • UNESCO-IESALC. (2021). Los futuros de la educación superior. https://www.iesalc.unesco.org
  • Zhao, Y. (2020). Catching up or leading the way: American education in the age of globalization.

Radhamés Mejía

Académico

Educador. Profesor Emérito de la PUCMM ExVicerrector de la PUCMM por más de 35 años y exrector de UNAPEC. Actualmente es Coodinador de la Comisión de Educación de la Academia de Ciencias de la República Dominicana (ACRD). En la actualidad es Director del Centro de Investigación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO)-PUCMM.

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