Nuestra civilización enfrenta un conjunto de materias críticas. Uno de ellos es la colisión del legado racional de la Ilustración occidental, contrapuesto hoy día a la inteligencia artificial (IA) que se yergue ante el sujeto humano con su presunción de sabelotodo.

De ahí que la pregunta difícil sea si la IA provocará o no una revolución intelectual tan profunda como la Ilustración que tuvo lugar en la Europa del siglo XVIII. E, independientemente de la respuesta, ¿qué implicará su evolución?

La Ilustración. La Ilustración —nombre que los historiadores dieron a la conmoción intelectual que azotó el mundo europeo en el Siglo de las Luces no solo ilusionó a sus seguidores, pues sembraba la esperanza de que se avecinaba toda una Era de la Razón per se, sino que también los llevó a ver su momento histórico como parte de una evolución hacia un futuro radicalmente diferente y mejor.

Al igual que los defensores de la IA, con su incesante discurso sobre una revolución inminente (“la mayor reorganización del poder de la historia”, según Mustafa Suleyman, director ejecutivo de Microsoft IA), el matemático y filósofo francés del siglo XVIII Jean le Rond d’Alembert habló de un “punto de inflexión en la historia de la mente humana” en marcha y de una “revolución” en las ideas y la historia. Al mismo tiempo, Denis Diderot se jactó de poder “cambiar la forma común de pensar”.

En ese contexto, los autores de la Ilustración esperaban poder proporcionar nuevas formas de organizar el conocimiento humano y, por añadidura, comunicarlo al público.

La “Encyclopédie”, la obra de referencia más creativa y original de aquel entonces, ejemplificó esa ambición. Sus 28 volúmenes, publicados entre 1751 y 1772, no solo contenían unos 74,000 artículos sobre temas diversos, desde "Aabam" (término alquímico para el plomo) hasta "Zzuéné" (una ciudad del sur de Egipto), sino que también delineaban un sistema del conocimiento humano que desafiaba profundamente los intentos religiosos anteriores. Al mismo tiempo, relegaba el conocimiento de Dios a una pequeña rama de su árbol genealógico y situaba la teología en la misma categoría que la adivinación y la magia negra.

Así, pues, el conocimiento que delineaba la Ilustración no era simplemente abstracto. Así como hoy los entusiastas de la IA anticipan que, con las indicaciones adecuadas, ChatGPT o tantas otras pueden enseñar cualquier cosa, desde un idioma extranjero hasta mecánica automotriz y contabilidad, así mismo los 11 volúmenes de láminas de la Enciclopedia, según David A. Bell,  ofrecían instrucciones detalladas sobre prácticamente todo lo habido y por haber, incluyendo cómo construir un espejo, amueblar una panadería o fundir una estatua ecuestre”.

Los autores de la Ilustración, al igual que los comentaristas de la IA, llegaron incluso a especular acerca de la posibilidad de difuminar la frontera entre humanos y máquinas. Algunos inventores de la Ilustración diseñaron autómatas increíblemente complejos: máquinas capaces de escribir, dibujar y tocar música. No es casualidad que la novela de Mary Shelley de 1818, "Frankenstein", se lea a menudo como una crítica a la arrogancia de la Ilustración y sus supuestos intentos de imitar la creación divina.

Claro está, no todo es color de rosas. La universalidad del ilustrado Siglo de las Luces, fue sentida ‘a según’, es decir, dependiendo de dónde se viva.

Alejo Carpentier, a mediados del siglo pasado, nos lo recuerda con su novela 'El siglo de las luces'. En esa obra, recrea el ingreso de los ideales ilustrados al Caribe a través del personaje de Víctor Hugues, quien lleva consigo la guillotina y el discurso republicano a las islas francesas. Lo que debía ser una promesa de libertad e igualdad se convirtió, en menos de lo que canta un gallo, en un régimen de terror.

Para el autor de referencia, el problema no radicaba únicamente en la hipocresía de los colonizadores, sino en la radical desconexión entre el pensamiento ilustrado europeo y la complejidad histórica, racial y cultural de la población caribeña. La Ilustración no se adaptaba al mundo caribeño, más bien lo violentaba.

En ese contexto turbio y rarificado, la crítica de Carpentier se adentra en la noción misma de progreso. Desmonta el eurocentrismo ilustrado, al demostrar que la historia americana no es una réplica menor de Europa, sino una realidad distinta –“real-maravillosa”—en la que lo político, lo artístico, lo religioso y lo corporal conviven sin contrariedades ni contradicciones entre sí.

Así las cosas, la modernidad deviene, en vez de factor liberador, un nuevo aparato de dominación incapaz de reconocer ante sí  la diferencia de su propia alteridad. En un ambiente colonial, la racionalidad objetiva, la emancipación y la modernidad no llegan como promesas puras e idílicas de emancipación, sino como procesos cargados de violencia, imposición y ambigüedad histórica.

Lo decisivo de tal particularidad radica en comprender que existió y existen la Ilustración y la Ilustración, según el lugar donde ellas transcurran. Esa comprensión culturalmente dicotómica del mundo en los tiempos de la Ilustración, da pie en la actualidad, como ha de verse, a cernir la complejidad de uno de los fenómenos culturales más radicalmente revolucionarios de nuestra actualidad histórica: a saber, la IA.

La inteligencia artificial, al igual que la Ilustración en el pasado, se presenta hoy como el nuevo paradigma de racionalización, eficiencia y progreso. Desde la automatización de tareas hasta la predicción algorítmica, la IA promete transformar radicalmente la vida humana, individual, social e institucionalmente. Con sobrada razón, sus defensores la presentan como una herramienta neutral capaz de resolver problemas históricos como la desigualdad, la burocracia y el subdesarrollo.

Uno de los aspectos más emocionantes de la IA es su capacidad para ofrecer instrucción personalizada e interactiva sobre prácticamente cualquier tema. Como escribe Graham Burnett: “Puedo construir el 'libro' que quiero en tiempo real: respondiendo a mis preguntas, adaptado a mi enfoque, en sintonía con el espíritu de mi investigación”.

En cierto sentido, esos libros son concebidos de una manera curiosamente similar a la de los escritores ilustrados. No como tratados didácticos, escolásticos, aunque sí como espacios para involucrar a los lectores en un diálogo virtual. Recuérdese que Montesquieu escribió: “Nunca se debe agotar un tema hasta el punto de que no quede nada que hacer para los lectores. La cuestión no es hacerles leer, sino hacerles pensar.” Y, el insondable Voltaire, sostenía que “los libros más útiles son aquellos que los lectores escriben a medias”.

Ahora bien, más allá de ese punto de coincidencia, la intelectualidad humana de los siglos XVIII y los del XXI encuentra ahí su indeleble raya de Pizarro. Una cosa era antes, cuando los lectores interactuaban imaginativamente con un libro, siguiendo su ejemplo, intentando responder a sus preguntas, respondiendo personalmente a sus desafíos y, por lo tanto, poniendo en riesgo sus propias convicciones, opiniones y creencias; y otra radicalmente divergente es interactuar con la IA y uno limitarse a transcribir y repetir sus respuestas.

En esa última instancia, no hay aprendizaje porque no hay lectura como tal, sino simple recorte de respuestas predeterminadas. No leemos en busca de respuestas sesudas, solo seguimos la dirección de una conversación aparente. Tal y como nos advierte en nuestro lar criollo Gerardo Roa Ogando a propósito de la IA, “aunque esta puede producir textos gramaticalmente correctos y lógicamente estructurados, no participa del proceso reflexivo. No experimenta el pensamiento, solo lo simula mediante correlaciones estadísticas y combinaciones de reglas finitas”.

Por todo lo cual, ambos procesos culturales —la Ilustración del siglo XVIII y la revolución algorítmica del siglo XXI— se presentan como avances civilizatorios universales, pero enfrentan realidades culturales, éticas y políticas que, de conformidad con el color del cristal con el que sea realizado el análisis, cuestiona de diversas formas su neutralidad y su aplicabilidad global.

¿Por qué? Porque en el dominio de la Ilustración, hay reflexión consciente y generación de pensamiento individual y grupal; en el de la IA, solo asociaciones algorítmicas por razones desconocidas al usuario y subsecuente reproducción y utilización de textos copiados.

Es justamente esa realidad lo que nos devela nuestro mar mediterráneo.

El Caribe enseñador. La IA brinda insospechable información ágil, útil, instructiva y hasta entretenida e imprescindible a los humanos. Lo que con ella no se alcanza ni iguala es la chispa lúcida del raciocinio, de la reflexión y del aprendizaje. Ni en los centros de poder que la dominan y permiten su autogeneración, ni fuera de ellos.

Quizás por eso no son pocos los especialistas que presagian que su artificialidad puede alejarnos más que nunca de la inteligencia humana, pues la excluye del acto de enseñanza-aprendizaje. Y, no solo de ese acto, sino también de su principio y fundamento: el ejercicio de un pensamiento no predeterminado por uno o más algoritmos, ni privado de la subsecuente libertad de asumir una elección consciente, ilustrada.

De ahí que el dilema que entraña la IA no nos sea ajeno.

La tecnología —como la razón y los intereses— puede liberar, pero también oprimir. Nos libera cuando da pie a actos de conciencia libre e ilustrada. Y, nos oprime, cuantas veces da rienda suelta, en un marco de referencia político generador de atrocidades éticas y políticas, al poder descontrolado de unos pocos en menoscabo de inmensas mayorías de otros habitantes sometidos por doquier.

Eso fue lo que nos enseñó Carpentier, a la luz de la brutalidad y la sumisión que le asignaron en “el reino de este mundo”, a toda una población abusada, cuantas veces le han impuesto como ley, batuta y constitución la fuerza bruta y el mercado avasallador de ilustrados y hasta de muy adversos señores. Todos ellos, dicho sea de paso y sin excepción, tan ensimismados en sus diversas etnias, como engalanados y encopetados a la medida por sus diversos ajuares y jaurías.

Vista la cosa así, la cuestión de la IA, a la luz de la lección del mundo caribeño, merece que reciba la mejor atención del lugar, pues en ocasiones a todos nos emboba y avasalla.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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