Todos recordamos aquel enero de 2021, cuando una multitud enfurecida y convencida de salvar a su país, irrumpió en el Capitolio de Estados Unidos para intentar anular unas elecciones avaladas por las instituciones oficiales. Lo que inició como publicaciones y llamados en redes sociales terminó en caos y violencia, dejando cinco muertos y una nación dividida.

Pero no fue un caso aislado. En la última década, las redes han intensificado conflictos como el Brexit en 2016, el procés catalán en 2017, la violencia contra musulmanes en la India en 2020 y el asalto a las sedes del poder en Brasil en 2023.

En nuestro país han profundizado tensiones en temas sensibles, como el de la migración haitiana, difundiendo mensajes hostiles que han amplificado miedos, desinformación y discursos de odio. También han servido para el ataque personal, el chantaje y la propagación de rumores y contenidos malintencionados contra figuras públicas, cuya velocidad de circulación ha superado cualquier intento de verificación, multiplicando el daño, erosionando la convivencia y minando la confianza en la comunicación pública.

Los hechos mencionados son parte de una ola global de polarización, amplificada por las redes. Aunque tienen raíces políticas, sociales y culturales, no surgieron de forma espontánea, fueron incubados y alimentados durante semanas por contenidos incendiarios en plataformas digitales.

Las redes sociales surgieron a finales de los noventa como un ágora digital: una plaza pública global donde las ideas circularan libremente, las voces pudieran ser escuchadas y el diálogo entre ciudadanos y políticos fuera posible. Con el tiempo, ese ideal se desvaneció. Las plataformas se convirtieron en trincheras ideológicas, donde los monólogos sustituyen al diálogo y las piedras digitales reemplazan a los puentes de entendimiento. Lo que nació para conectar personas y favorecer el intercambio ha derivado en entornos que estimulan la fragmentación social.

El titiritero invisible

El modelo de negocio de las plataformas digitales consiste en captar y retener nuestra atención el mayor tiempo posible, para luego venderla a anunciantes y compradores de datos. No ganan tanto por la cantidad de seguidores como por el tiempo que pasamos en ellas. Para lograrlo, nos alimentan continuamente con contenidos definidos a partir de nuestro historial de búsquedas e interacciones: visitas, cuentas seguidas, comentarios y tiempo invertido en cada tema. Con esos datos, el algoritmo se retroalimenta y afina su puntería, seleccionando con precisión creciente lo más propenso a captar y retener nuestra atención.

Cada usuario recibe un flujo único de información, filtrado según sus intereses, preferencias y comportamiento previo. Esta entrega personalizada refuerza nuestras ideas y crea una especie de "pseudorealidad" a la medida.

El diseño de muchas plataformas fomenta la interacción emocional, alimentada por contenidos llamativos o alarmistas que no siempre son veraces ni plurales. Así, se refuerza la afinidad con lo similar, se reduce la exposición a perspectivas distintas y terminamos confinados en tribus particulares y burbujas de información.

Cuanto más intensa es la conexión emocional con lo que vemos, mayor es el impulso para compartirlo, incluso si es falso. Esto genera una espiral de mensajes extremos, desinformación, ciberacoso y discursos de odio que se propagan a velocidad alarmante. Como señalamos en un artículo anterior: los mensajes cargados de emoción, incluso si son falsos, se comparten hasta seis veces más rápido que los verdaderos, especialmente en asuntos políticos”[1].

Un comentario furioso llega más lejos que un análisis reflexivo; un meme ofensivo se viraliza más que una propuesta sensata. Cuando estamos en persona rara vez gritamos a la cara, pero en las redes es moneda corriente. El anonimato, la separación espacial y la ausencia de consecuencias concretas convierte a cualquiera en un “troll” digital. A esto se suman los “bots” o cuentas falsas que amplifican discursos de odio y desinformación, sembrando desconfianza y división. La guerra cultural se libra en las redes a golpe de contenidos, clics y retuits.

Ex empleados de Google y Meta han revelado que las empresas son conscientes de que su modelo de negocio se beneficia de la división, aunque lo nieguen en público y afirmen que están tomando medidas para frenarla.

La biología al servicio de la polarización

Arrastramos predisposiciones ancestrales que las redes sociales explotan con precisión. El sesgo de confirmación nos lleva a aceptar lo que respalda nuestras ideas; la homofilia, a vincularnos con quienes piensan de forma similar; y el tribalismo, a reforzar la identidad del grupo frente a los “otros”. En el pasado, estos rasgos favorecieron la supervivencia y la cooperación. Hoy, los algoritmos los potencian, amplificando lo análogo y filtrando lo distinto como amenaza. Premian las reacciones emocionales intensas, haciendo que la indignación se viralice más que el diálogo constructivo.

Así surgen las llamadas “cámaras de ecos”, que refuerzan creencias propias, aíslan visiones contrarias, reducen el análisis crítico y alimentan la “posverdad”, haciendo que las emociones pesen más que la razón. El resultado es una visión cada vez más pobre y estrecha de la realidad que obstaculiza el diálogo y profundiza las divisiones. Lo que prometía ser un foro de encuentro se convierte en un escenario de confrontación, donde importa más la validación emocional que el entendimiento común.

Habermas advierte que la lógica algorítmica fragmenta el espacio público en microaudiencias, expuestas a mensajes filtrados que priorizan la reacción emocional y el refuerzo identitario. Con ello, se empobrece la opinión pública y se desnaturaliza la “acción comunicativa”, que debería orientarse al entendimiento mutuo y a la construcción de una voluntad colectiva, a partir de discursos sin coacciones ni manipulaciones entre ciudadanos libres e iguales.

De la diferencia al enfrentamiento

La polarización ideológica es la separación profunda entre grupos o personas con posiciones opuestas en temas como política, economía, conflictos bélicos o medio ambiente. Se basa en lo que se cree y se piensa. Aunque puede generar debates intensos y dividir, no implica necesariamente animadversión personal, siendo posible discrepar dentro de un marco de respeto y tolerancia.

La polarización emocional o afectiva, en cambio, va más allá del desacuerdo intelectual o ideológico, al introducir sentimientos intensos de desconfianza, desprecio y hasta odio hacia quienes piensan distinto, y de lealtad, admiración y solidaridad hacia los de ideas afines. Esta dinámica, demoniza al "otro" e idealiza al "nosotros", reforzando la identidad grupal y convirtiendo el desacuerdo en amenaza.

Las emociones negativas pesan más que las positivas. Los algoritmos lo aprovechan activando nuestro "cerebro reptiliano", lo que provoca impulsos y reacciones viscerales que aumentan la desconfianza y la división, beneficiando las dinámicas de las plataformas.

Entonces, el impacto es tangible. Hay testimonios de personas que se radicalizaron sin darse cuenta, afectando vínculos con amistades y familiares. Además, registran aumento del estrés, la ansiedad, los problemas atencionales y los trastornos del sueño.

Los mensajes “polarizantes” apelan más a las vísceras que a la razón, activando el modo defensivo propio de la supervivencia. Así dejamos de razonar y empezamos a reaccionar, pasando del debate a la confrontación, de la política al fanatismo y de la moderación al extremismo.

Un estudio de 2024 de la Universidad Internacional de La Rioja, España, que analizó cerca de 10 millones de publicaciones, reveló que el 70% contiene odio político, xenofóbico, misógino o homofóbico[2].

¿Es posible despolarizar las redes?

No hay una respuesta simple. El cambio exige transformaciones estructurales, culturales e individuales. Se requieren leyes que regulen las fake news, obliguen a transparentar y reformar los algoritmos, y promuevan la diversidad y el diálogo entre distintos y contrarios. También es clave fortalecer a los verificadores independientes que identifican publicaciones falsas o engañosas.

En el plano cultural, la alfabetización digital es imprescindible para mejorar el discernimiento sobre informaciones que circulan. También, se necesita promover un periodismo ético, que anteponga la verdad y la precisión frente al clic fácil que alimenta el sensacionalismo y la división.

A nivel personal, los usuarios pueden diversificar sus fuentes, seguir voces distintas, practicar la escucha activa, integrar grupos con contrarios y priorizar el contacto cara a cara. Ya existen iniciativas que conectan a personas de distintas ideologías, como "Braver Angels"[3] que propicia el diálogo entre demócratas y republicanos en Estados Unidos.

La tecnología no es enemiga, refleja lo que somos y elegimos ser. Las redes no inventaron nuestras divisiones, pero las convirtieron en negocio. Lo que antes eran diferencias de criterios hoy son fronteras emocionales difíciles de cruzar. Para rescatar el espíritu de la plaza pública, necesitamos recuperar el diálogo y reconstruir los puentes que la polarización se ha llevado.

[1] https://acento.com.do/opinion/sobre-el-ordenamiento-migratorio-9530071.html#_ftn1

[2] https://laboratoriodeperiodismo.org/un-estudio-espanol-revela-que-el-50-de-los-mensajes-en-redes-sociales-son-hostiles-hacia-politicos-y-colectivos-vulnerables/

[3] https://braverangels.org/

Alejandro Moliné

Ingeniero civil

Formación en ingeniería, economía y administración de empresas. Experiencia en proyectos sociales e instituciones públicas del área de salud y seguridad social

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