Uno de los éxitos de Santiago Matías es que ha puesto a más de uno a hablar de Alofoke y su casa. Claro está, a la hora de opinar, cada uno emite su opinión con el color de su prisma.
Entre cientos de ejemplos, aludo a algunos a mi alcance.
Jorge E. Ferreyra lo lee como una grieta en el sistema de partidos. Orión Mejía, como un desconcierto generacional que busca escape en una habitación digital. Carlos Salcedo lo contempla desde Bauman y Debord, como una postal de nuestra modernidad líquida y espectacular. El admirado Danilo Ginebra lo denuncia como síntoma de un derrumbe moral y advierte que callar no es una opción. Aníbal de Castro, con la elegancia y agudeza de siempre, ve entre tanto alboroto y ruido un país que no se agota en él. Marino Berigüete duda del “dedo” que quiere señalar presidentes. Y Ramón Leonardo recuerda que el talento, si no se cuida, termina en morbo barato.
Cada uno de ellos toca una parte del mismo fenómeno. Pero el fenómeno es tan complejo como la agonía por la que hubo de pasar.
Alofoke no es un héroe ni un culpable: es la forma en que un país huérfano busca una voz.
No es la encarnación de la vulgaridad ni de la cultura popular, pues ni siquiera se agotan en él: es un destello de ellas, un reflejo quebrado en el espejo roto de nuestras instituciones.
Así es, debido a tantos ultrajados que se entretienen mirando hacia atrás y no hacia el frente en lo más alto.
Su popularidad impactante viene de escuchar lo que otros dejaron de oír: la respiración del barrio, la impaciencia del joven talentoso, la avidez de fortuna que no encuentra su nombre en ningún hogar propio, en ninguna aula, en ningún partido y tampoco en alguna asociación de padrinos generosos.
Se trata de alguien que no gesticula desde el pedestal. No habla desde arriba, desde lejos, desde una solemnidad insoportable. Conversa desde la calle. Su voz no teme la aspereza del barrio, la velocidad de la calle, la indiferencia de los transeúntes ni el recelo de los curiosos.
Pero nadie —ni siquiera él, por más premios, halagos, llamadas y recompensas reciba— debería confundir la potencia del eco con la profundidad del mensaje veraz.
Porque la cultura popular dominicana —la sempiterna, la vasta y la diversa en su pluralidad, la que sobrevive a ministros, fama, modas y tiempo— nunca ha necesitado exhibirse para existir.
Es canto antes que industria. Cuento antes que contenido. Resistencia antes que rating.
El ruido actual no equivale a una coronación cultural; es una señal.
Un aviso.
Un síntoma, como diría Ginebra, pero no el diagnóstico final.
Que un millón de dispositivos se unan para ver una habitación no nos convierte en una nación hueca. Nos convierte en una nación hambrienta.
Hambrienta de autenticidad, de pertenencia, de conversación, de solidaridad, de justicia, de valores por encima de los que solo cuestan dinero.
Hambrienta de un lenguaje que la nombre.
Cuando la política, la escuela, las iglesias y los medios fallan en ofrecerlo, la audiencia acude a lo que halla, aunque lo que encuentre sea un espectáculo que se mira a sí mismo en loop.
No se trata de despreciar ese fenómeno; sería un acto de arrogancia inútil.
Pero tampoco de celebrarlo como si fuese el nuevo canon. Porque confundir el like con el criterio es una forma suave de rendirse.
Y este país, con todos sus ruidos y quiebres, no está hecho para rendirse, para agotarse.
Lo que el fenómeno Alofoke revela —y en esto coinciden, aunque no lo digan igual, Salcedo, Mejía, Ginebra y de Castro— es que estamos viviendo una era en la que lo inmediato amenaza con devorar lo importante.
Una era donde la política entra a los sets como aquel sujeto que entra a una arena polideportiva, temeroso de no ser aplaudido y reconocido.
Un tiempo donde la cultura corre el riesgo de acostumbrarse a vivir sin altura.
Pero no todo lo que brilla en YouTube ilumina.
Ni todo lo que provoca atención merece quedarse.
Por eso conviene recordar una verdad que no caduca: lo popular no está condenado a lo vulgar.
Lo popular puede ser también belleza, memoria, horizonte.
Puede ser calle, sí, pero también vuelo.
Jorge E. Ferreyra lo lee como una grieta en el sistema de partidos. Orión Mejía, como un desconcierto generacional que busca escape en una habitación digital. Carlos Salcedo lo contempla desde Bauman y Debord, como una postal de nuestra modernidad líquida y espectacular.
Y así, entre las luces del estudio y las sombras del país, queda planteado el desafío: ¿seguiremos midiendo nuestro destino en visitas o en visión?
Porque al final —y esta es la línea que sostiene el futuro de cualquier nación que aspire a más— la vulgaridad no agota lo popular. Alofoke ni siquiera en el esplendor de su inmensa casa explica al país. Además, lo popular puede y debe apuntar —no más hacia abajo, sino— hacia arriba.
Así es, debido a tantos ultrajados que se entretienen mirando hacia atrás y no hacia el frente en lo más alto.
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