El robo de la Mona Lisa en 1911 transformó la historia del arte y catapultó el cuadro hacia una fama sin precedentes. Detrás de la aparente sencillez con la que el ladrón pudo sustraer la obra del Louvre se esconde una compleja trama de motivaciones personales, oportunidades inesperadas y engranajes ocultos del crimen. Para comprenderlo en su totalidad —su logística, los actores implicados, las consecuencias—, hay que comenzar con el móvil del robo, que ha sido debatido por más de un siglo.

Vincenzo Peruggia afirmó en el juicio que actuó por puro patriotismo, sin ningún interés monetario. Tal vez sus motivaciones iniciales fueran sinceras, pero si fuera así, habría donado el cuadro a un museo italiano. Sin embargo, con el tiempo se revelaron otros detalles que pusieron en duda sus verdaderas intenciones, envueltas luego en una narrativa nacionalista que le resultó conveniente.    Por ejemplo, a pocos meses después del robo, en una carta a su padre escribió: “Hago votos por ti para que vivas mucho tiempo y disfrutes del premio que tu hijo está a punto de obtener para ti y para toda nuestra familia.”

Vincenzo Perrugia, el ladrón de La Mona Lisa. (Fuente: Archivos de la autora).

También se supo que hizo una lista de importantes coleccionistas de arte y había intentado contactarlos. Algunos investigadores afirman que Peruggia había viajado a Londres para encontrarse con el marchante de arte más importante de aquel momento, Joseph Duveen, quien simplemente no lo tomó en serio.

Si valoramos la imagen, su impacto, la cantidad de personas involucradas en su historia, entonces la copia adquiere relevancia y la hace “auténtica”

Con el tiempo, la historia del robo fue olvidada, hasta que el 25 de junio de 1932 la revista The Saturday Evening Post publicó un artículo del periodista norteamericano Karl Decker titulado “Por qué y cómo fue robada la Mona Lisa”, que le dio un giro inesperado a toda la historia.

El artículo de K. Decker, 1932. (Fuente: Archivos de la autora).

Decker afirmó que en 1913 había conocido en Marruecos al autor intelectual del robo y que este le contó la verdadera historia de la desaparición del cuadro, con la promesa de que fuera divulgada solo después de su muerte. Se trataba de Eduardo Valfierno, un estafador argentino fallecido en 1931. Todavía sin saber de qué se trataba, Decker ya se había quedado impresionado por el porte del entrevistado: “Su fachada valía un millón de dólares. Un bigote blanco e imperial y una leonina masa de cabello blanco y ondulado le daban a Eduardo una distinción que lo habría llevado a atravesar el portón de cualquier palacio real de Europa sin la problemática necesidad de dar su nombre”. Este le contó a Decker los pormenores de su plan, con todo lujo de detalle y con el orgullo que puede tener un artista por su obra, que considera genial.

Según él, la idea se le ocurrió cuando, al vender la colección familiar de arte, se dio cuenta de que los compradores no averiguaban mucho sobre el origen de las obras adquiridas y lo hacían más por vanidad que por admiración al arte.   Le tomó un poco más de un año planear el golpe maestro. Se asoció con el pintor francés Yves Chaudron para que este realizara seis copias de la Mona Lisa. El copista era extremadamente perfeccionista: consiguió tablas de madera antigua, empleó los mismos pigmentos y pinceladas que Leonardo da Vinci, usó técnica de envejecimiento acelerado.   El siguiente paso era hacer desaparecer la auténtica Gioconda para vender las copias como el original robado.   Aquí es cuando Vincenzo Peruggia aparece en escena, ofreciéndole Valfierno una recompensa, por cierto, nunca otorgada. Con mucha arrogancia, el argentino le quitó todos los méritos a sus cómplices, refiriéndose a Peruggia como “aquel simplón que nos ayudó a hacernos de la Mona Lisa” y limitando el papel de Chaudron a un mero copista.

Terminadas las copias, el siguiente paso era ubicar los posibles compradores, dejándoles claro que la adquisición de la Mona Lisa los convertiría automáticamente en cómplices de un robo y que, por lo tanto, debían mantener la compra en absoluto secreto. Esto último requirió “una enorme cantidad de negociación, pero cuando los multimillonarios que habíamos elegido estaban adecuadamente incriminados, nos dimos cuenta de que nunca habíamos acometido nada tan fácil”, contaba Valfierno a Decker. “El coleccionista sabe mucho más de arte y mucho menos de los hombres, lo que me era útil. En lugar de palidecer ante la sugerencia de que robáramos la verdadera Mona Lisa y se la vendiéramos, nuestra primera víctima dijo con frescura: "¿Por qué no? Nunca se ha hecho, pero eso no es razón para pensar que no puede hacerse, y conociendo París como ustedes, deberían poder arreglarse”. Después de eso, era meramente una cuestión de cuánto y cuándo”.

La primera parte del plan se había cumplido; ahora Valfierno podía darle el visto bueno a Peruggia para que realizara el robo.   Una vez desaparecida la Mona Lisa, las copias podían ser vendidas como originales. Así fue como cinco coleccionistas norteamericanos y uno brasileño pagaron 300,000 dólares cada uno por la joya del Louvre, popularizada hasta la saciedad gracias al “robo del siglo”.

Era el crimen perfecto; la vergüenza y el miedo de ser detenidos por complicidad y tráfico de arte robado hicieron que ninguno se atreviera a reclamar un reembolso y que hasta el día de hoy se desconozcan las identidades de los estafados.

Los motivos para que Valfierno revelara el fraude aún no están claros. Posiblemente fue para satisfacer su ego y recibir los lauros que merecía, aunque fueran póstumos, por su “obra maestra del crimen”. El artículo de Decker fue puesto en duda por muchos; el periodista tenía fama de tomarse ciertas libertades en sus investigaciones. Varios detalles incorrectos, como el tamaño del cuadro o la madera sobre la que está pintado, despertaron sospechas sobre la veracidad de la historia y hasta de la misma existencia de su protagonista. Tampoco el relato mismo causó mucho revuelo. Con la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de los 1930 de por medio, la peculiar estafa ocurrida hace dos décadas quedó olvidada dentro de pocos años.

Volvió a relucir de nuevo en 1963 cuando la Gioconda viajó a los Estados Unidos para ser exhibida en Washington y Nueva York.  Entonces el anticuario francés Raymond Hekking afirmó que el cuadro del Louvre no era original y que él poseía la verdadera Mona Lisa.

R. Hekking (1886-1977). (Archivos de la autora).

Contó que había comprado su versión a finales de los 1950 a un marchante de arte en Niza (Francia) por tan solo cinco dólares y afirmó que la pintura devuelta al Louvre en 1913 era una de las copias encargadas por Valfierno.

Hekking planificó una campaña mediática para que su cuadro fuera reconocido como auténtico, invitó a expertos a examinar la pintura e incluso produjo un documental para respaldar sus declaraciones que, a pesar de todo, fueron desmentidas. Su versión resultó ser pintada a principios del siglo XVII por un anónimo "seguidor italiano de Leonardo".

A pesar de esto, la copia fue subastada en 2021 por la casa Christie’s en París. El precio inicial fue fijado entre 200 000 y 300 000 euros y luego de una larga pujanza alcanzó 2,9 millones de euros.

Toda esta historia nos hace reflexionar sobre el valor de una obra de arte copiada frente a la original, uno de los temas centrales de la estética moderna. El filósofo alemán Walter Benjamin fue el primero en plantear el problema en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936). Para él, una obra original posee un “aura” de singularidad inimitable e irreproducible que le confiere un tipo de autoridad y reverencia que no están presentes en una copia.

Para comprenderlo en su totalidad —su logística, los actores implicados, las consecuencias—, hay que comenzar con el móvil del robo, que ha sido debatido por más de un siglo.

Sin embargo, con el desarrollo de las técnicas de reproducción, cualquier obra de arte se multiplica y “el aura” se desvanece. Las copias permiten que el arte pierda su exclusividad, lo democratizan y esto les otorga el valor. La copia no sustituye al original, pero puede generar otras emociones, otros significados y hasta otros lenguajes de creación.

Es decir, la Mona Lisa de Hekking es mucho más que una simple copia de Leonardo. Si valoramos la imagen, su impacto, la cantidad de personas involucradas en su historia, entonces la copia adquiere relevancia y la hace “auténtica” como testimonio de la difusión de una obra icónica.

En el fondo, puede ser que tanto el original como la copia tengan un valor que depende de cómo los miremos. El original nos conecta con el pasado; la copia, con el presente. Uno nos invita a contemplar; el otro, a compartir. Y quizá el arte necesita de ambos para seguir vivo.

La Mona Lisa de Hekking. (Archivos de la autora).

El hecho de que la Mona Lisa original sea tan célebre crea una especie de halo que se extiende sobre sus múltiples copias, que funcionan como un “eco” de la obra maestra, preservando su prestigio y alimentando su mito. En el caso de la versión Hekking, la insistencia de su propietario en que era “la verdadera” resalta aún más ese efecto de mito. Por cierto, hablando de mitos, todavía hay personas que alegan que la obra expuesta en el Louvre, en realidad, es una de las copias realizadas en 1910 para el estafador argentino y, si es cierto, Valfierno tendría toda la razón cuando le dijo a Decker en aquel pequeño café en Casablanca donde tuvo lugar su encuentro: “Siempre sostendré que una copia bien ejecutada es tan valiosa como el original”.

Elena Litvinenko de Vásquez

Historiadora del arte

Elena Litvinenko es licenciada en Historia y Teoría del Arte, con grado de maestría en Bellas Artes y especialización en Pedagogía y Psicología de Educación Superior. Es egresada del Instituto Estatal de Artes de Kiev (Ucrania). Ha llegado al país en 1986 y se ha dedicado a la carrera docente, impartiendo diferentes asignaturas relacionadas con la Historia del Arte, Arquitectura, Artes Aplicadas, Diseño gráfico, Moda, Museología y Museografía en las principales universidades del país: UASD, APEC, INTEC, Universidad Católica Santo Domingo entre otras. Es autora de varios libros, artículos, folletos, cursos didácticos y programas. Ha impartido cursos especializados y diplomados en varias instituciones culturales del país y ha participado como ponente en conferencias científicas y simposios realizados en el país y el extranjero. Es miembro fundadora de la Asociación Dominicana de Historiadores del Arte ADHA y forma parte de su junta directiva.

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