A raíz de mi participación en el reciente VI Congreso Internacional “Pensar en español: una apuesta por la identidad dominicana”, quise detenerme en una idea que surgió de manera espontánea durante mi exposición: todo conocimiento es ideológico. No lo digo en un sentido peyorativo, como si ideología significara manipulación o falsedad, sino en el sentido filosófico más hondo: todo pensamiento está situado.

Pensar no es flotar por encima del mundo, sino habitarlo críticamente. Todo acto de conocer nace en una historia, en una lengua, en una cultura y en una red de valores. Ningún conocimiento es neutral: todos revelan una mirada del ser humano, del poder y del bien. Por eso, reconocer que todo conocimiento es ideológico no implica negar la verdad, sino asumir que toda verdad es situada.

Marx, Althusser y Ricoeur: tres formas de pensar la ideología que nos permiten demostrarlo.

Karl Marx lo planteó con lucidez en La ideología alemana (1845):

“Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes.”

Para Marx, la ideología no es simple engaño, sino una forma de conciencia social: la manera en que las personas se representan su mundo desde las condiciones materiales en que viven. Es una mediación entre la vida real y la interpretación que hacemos de ella.

Louis Althusser, en Ideología y aparatos ideológicos del Estado (1970), profundizó esa idea:

“La ideología interpela a los individuos como sujetos.”

La ideología —dice— no actúa desde afuera, sino desde adentro: nos forma, nos nombra, nos da identidad. En ella aprendemos a reconocernos como “hombres”, “mujeres”, “trabajadores”, “creyentes”, “ciudadanos”. Pero ese reconocimiento puede ser también alienante si no advertimos cómo opera el poder en él.

Paul Ricoeur, en Ideología y utopía (1986), ofrece una visión más equilibrada:

“La ideología no es solo distorsión o dominación; también es lo que mantiene unido el tejido de lo social.”

Ricoeur recuerda que toda comunidad necesita un conjunto de símbolos e interpretaciones que den sentido a su convivencia. La ideología solo se vuelve opresiva cuando impide reinterpretar, cuando clausura el diálogo o se absolutiza a sí misma.

Estos tres autores, no completamente afines en su manera de ver al mundo, los dos primeros deslegitimados por la postmodernidad, sin embargo, junto a Ricoeur, en diálogo sincero con la modernidad, permiten en el presente líquido orientarnos en medio de la confusión del relativismo epistemológico.

Ideología, identidad y libertad en Sartre

Estas perspectivas ayudan a comprender la noción de identidad racial y cultural en Jean-Paul Sartre. En Reflexiones sobre la cuestión judía (1946) y en el prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon (1961), Sartre muestra que la identidad nunca es una esencia fija, sino una posición existencial dentro de un contexto histórico e ideológico.

Toda identidad —incluida la racial— se forma en el entrecruce entre el ser y la mirada del otro. Por eso, también la identidad es ideológica: una forma de asumir o resistir las categorías que la sociedad impone. Sin embargo, no todas las ideologías son iguales. Sartre elige las que se ponen del lado de la libertad, la igualdad y los derechos humanos. En su horizonte, pensar es elegir; y elegir es asumir una ideología humanista, abierta, solidaria.

Como él mismo escribió en El ser y la nada (1943):

“El hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo.”

Esta afirmación vale también para los pueblos: cada comunidad tiene la posibilidad de reinventar su identidad, de elegir entre ideologías que oprimen o ideologías que liberan.

Mala fe y manipulación: el caso Agustín Laje

Desde esta perspectiva, el discurso de Agustín Laje, representante de la Iglesia Católica dominicana, sobre la llamada “ideología de género” constituye un caso claro de mala fe sartreana. En El ser y la nada, Sartre define la mala fe como la actitud por la cual una conciencia rehúye su libertad y se refugia en papeles prefabricados para no asumir su responsabilidad.

Eso ocurre cuando Laje —guiado por esa mala fe— mete en un mismo saco a todos los feminismos, sin reconocer su diversidad ni sus diferencias teóricas, políticas o históricas. Al convertir el feminismo en una supuesta “ideología de género”, lo reduce a caricatura y lo usa como enemigo simbólico para reforzar una ideología conservadora que presenta sus valores como naturales y eternos. Recuerden sus argumentos para deslegitimar la contundencia de la defensa de las tres causales a favor del aborto.

En realidad, lo que hace Laje no es desideologizar, sino ocultar su propia ideología bajo el manto de la moral y de la defensa de la “familia tradicional”. Su discurso no busca comprender, sino desacreditar. Se trata de una operación retórica, no filosófica, que se alimenta de la desinformación y el miedo.

Una nueva generación crítica

Frente a esa manipulación del pensamiento, celebro que surja una nueva generación de filósofas que devuelven profundidad al debate. Entre ellas, la joven Sylvana Marte, quien recientemente en su muro ha reflexionado de forma breve sobre la responsabilidad del pensamiento en tiempos de confusión moral y mediática, insistiendo en que la tarea del filósofo/a no es custodiar dogmas, sino abrir espacios de discernimiento crítico. Su reflexión contribuye a reconstruir la confianza en la filosofía como una práctica de libertad y no de adoctrinamiento.

El rol del filósofo en tiempos de desorientación

Estas reflexiones cobran especial importancia en sociedades donde amplios sectores de la población carecen de acceso a una educación crítica. En tales contextos, los discursos simplistas —sean religiosos, mediáticos o políticos— encuentran terreno fértil.

De ahí que el/la filósofo/a, hoy más que nunca, deba ejercer el papel del/la intelectual no orgánico: aquel que no se subordina ni al poder estatal ni al poder civil, y que no confunde independencia con indiferencia. El/la filósofo/a no debe legitimar a los poderosos, sino orientar a los desorientados, ayudar a pensar, distinguir, problematizar.

La ideología no desaparecerá —ni debe hacerlo—, pero puede volverse consciente de sí misma. Y ahí radica la tarea ética del pensamiento: recordar que la verdad no se impone desde arriba, sino que se construye en diálogo, desde la libertad y la responsabilidad compartida.