La ministra de Interior y Policía, Faride Raful, anunció su decisión de iniciar acciones penales contra los auspiciadores de una campaña de descrédito en su contra, que se inició desde hace meses, y que en la última parte del trayecto ha llegado a niveles extremos, intolerables, para una profesional, una funcionaria, una ejecutiva política y una madre, como es su caso.
De acuerdo con la exsenadora y ahora ministra, ha entregado la responsabilidad del caso penal a sus abogados, a quienes ha instruido para "iniciar acciones legales contra todos los que participen en esta infamia”.
Su razonamiento es atendible y cuenta con toda la razón. El hecho de ocupar una función pública no da derecho a los adversarios, de cualquier naturaleza, a despotricar contra la decencia, la integridad, la solvencia ética y el talante profesional de una mujer que está ofreciendo un servicio al país.
Mentir contra ciudadanos por las decisiones que toman no está permitido. La mentira, la difamación, la injuria, es un delito castigado por la ley penal y la legislación 6132, sobre expresión y difusión del pensamiento.
Incluso, aún fuera verdad lo que se dice sobre cualquier funcionario, cuando se trata de la vida íntima de una persona, que carece de absoluto interés público, es condenable la exposición o difusión que se haga.
La decisión de Faride Raful es correcta. El país debe apoyar su valentía
En el derecho existe lo que se conoce como la excepción de la verdad, o la excepcio veritatis, que consiste en que el difamador alega la existencia de este recurso último, para no ser juzgado por la difamación, debido a que está dispuesto a probar que es verdad lo que ha dicho, y se ve obligado a presentar las pruebas del caso ante un tribunal.
No es este el caso, porque las personas responsables de la campaña han admitido que todo es mentira, que todo es un invento, y que no existen tales pruebas ni la denuncia tiene razones válidas.
Este tipo de bajeza suele estar motivado por la extorsión, la difamación, el odio o el rechazo de las decisiones políticas o públicas de la persona difamada.
Este caso resulta aún peor. Se valida con ello la facultad de la denuncia, y se justifica más el castigo que corresponde, que deberá ser ponderado por un tribunal. Contra Faride Raful se han dicho muchas mentiras, se le ha acusado de infinidad de actos promiscuos, se le ha dañado en su intimidad familiar, y de paso en el desempeño de su función pública.
Al mismo tiempo se ha dañado a terceros, también involucrados con las mentiras contra Faride Raful. Esos terceros, personas públicas, personas con familias, hijos, hijas, hermanos y hermanas, relaciones comerciales, presencia pública, y que resultan seriamente lesionadas tienen iguales derechos que Faride a actuar legalmente.
Como existe la ley 6132 de expresión y difusión del pensamiento, y como existe también la prisión como parte de las penas que se derivan de esta legislación, las personas incluidas en el proceso podrían pasar meses o años en una cárcel.
Con la modificación de la legislación existente, la prisión por delitos de opinión no conllevaría prisión, sino condenas de carácter civil, que bien pudieran implicar a las personas propiamente participantes en la campaña difamatoria como a las empresas que han brindado sus medios para que la misma se convierta en realidad.
La decisión de Faride Raful es correcta. El país debe apoyar su valentía de someterse al escrutinio de un tribunal y a que las personas responsables de los delitos que se les imputan no solamente pidan perdón, como ya lo hacen, sino que reparen civilmente los daños morales causados.
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