La insatisfacción con la democracia lleva ya varios años haciéndose más poderosa y preocupante, porque termina haciéndose realidad en los procesos políticos y en la toma de decisiones importantes para la convivencia y el bienestar de los ciudadanos en los países en los que el sistema democrático ha sido una garantía de desarrollo y equidad.
Hay quienes lo llaman el malestar con la democracia. Otros lo atribuyen a la poca o nula capacidad de los pensadores y partidarios de la democracia, que avalan y sostienen con alternancia un régimen que día tras día se resquebraja al no responder a las demandas más profundas y sentidas de una sociedad que agota su capacidad de resistencia.
Frente a cualquier modelo de dictadura, la democracia ha sido siempre la mejor respuesta. Sea como se apellide, la democracia es una alternativa a cualquier modelo de imposición, de abuso, de fuerza demoledora o de arrebato ante la voluntad de los demás. El modelo democrático se sustenta en el consenso, en la expresión mayoritaria por cualquier vía, sea elección presidencial, gobiernos parlamentarios o combinación de monarquía con régimenes electos democráticamente, como ha sido la norma en países como Reino Unido, Bélgica, España, Holanda y tantos otros que han logrado estabilidad y desarrollo con una combinación parecida.
Los modelos socialdemócratas nórdicos son los más exitosos, con eficiencia plena, empleo asegurado, altas tasas impositivas, y gran satisfacción con los servicios públicos ofrecidos, incluyendo salud y educación gratuitas, transporte seguro, empleos asegurados, eliminación de la pobreza y adopción de modelos de servicios tecnológicos de altísima satisfacción. Los ciudadanos de esos países mantienen firme su apoyo a sus gobiernos, y son los que aparecen como los más felices cuando se les mide ese grado de satisfacción.
Estados Unidos, el país de mayor tradición democrática y de gran influencia en la divulgación de su modelo en todo el mundo, está en franca reversa y encabeza una corriente seriamente preocupante del modelo democrático y de garantías de derechos humanos, tanto de primera, segundo y tercera generaciones, como los derechos humanos de cuarta y quinta generación, incluyendo los derechos de las minorías étnicas, sexuales, religiosas, y el derecho al aborto y a la satisfacción de necesidades antes no consideradas para menores, adolescentes, mujeres, trans e intersexuales.
Esa reversa representa un altísimo riesgo para muchos países que sustentaron su desarrollo y crecimiento en el potencial de sus relaciones con los Estados Unidos. La cuestión migratoria es una de las consignas más potentes de la ultraderecha para cuestionar las decisiones en democracia, y la garantía de derechos para los migrantes. Donald Trump, el presidente de los Estados Unidos, encabeza la lista de gobernantes más intolerantes e irracionalmente negadores de los derechos migratorios.
Estados Unidos podría estar influyendo en una reversa política y en una deserción democrática en muchos lugares del mundo, y en particular en Europa, donde ha tenido puesta la mirada, en particular para estimular a los grupos alemanes de la ultraderecha, que reivindican el fascismo y que levantan figuras detestables de la historia contemporánea, como si se quisiera potenciar la segregación étnica, política, religiosa, racial, de género, planteando las virtudes de los postulados de los ultraconservadores.
Los países y el liderazgo democrático contemporáneos están obligados a repensar la democracia, desde un punto de vista crítico pero no negacionista de sus valores y virtudes. Alcanzar acuerdos sobre nuevas formas de gobernar en estos tiempos en que se consolidan las nuevas tecnologías, la inteligencia artificial, en que aparecen nuevos medios y cuando todos los ciudadanos tienen libertad y derecho de expresión, más allá del viejo modelo de emisor y receptor que primó por muchos años en los medios tradicionales.
Hemos llegado a una sociedad del siglo XXI bien conectada, con capacidad crítica, pero sujeta a las manipulaciones, tergiversaciones y a los liderazgos enfermizos y sin sustento. Ahora, en este tiempo, resulta difícil distinguir la verdad de las mentiras, y no hay que aplicar mucha ciencia ni planificación para que un irresponsable alcance en poder en cualquier país de gran relevancia en la política y en la economía regional o mundial.
Alexis de Tocqueville fue quien dijo que “una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá más poder en el mundo que una idea verdadera y compleja”, y es lo que estamos viviendo en la actualidad.
Para entender la insatisfacción de la sociedad con la democracia hay que ser honesto y sincero, y razonar políticamente, en el sentido de lo que deben hacer los demócratas cuando acceden al poder. Asumir ideas prestadas a la ultraderecha no es buen camino, asumir la presión y la extorsión sobre los dominados tampoco es correcto ni atrae razones para un buen gobierno. Lo que Estados Unidos está haciendo ahora le deparará la más larga lista de enemigos en toda su historia. Agredir a aliados, descalificarlos, denostar a Europa, y pretender anexar a Canadá como el Estado número 51, o tomar por la fuerza el Canal de Panamá, o disponer aranceles a más de 170 países, no parece una idea amigable ni negociable en un mundo convulso. Tampoco atrae cambiar de nombre al golfo de México, que siempre fue de México, por el golfo de América.
El malestar con la democracia tiene que ser un punto de partida para una reflexión honesta y profunda, sobre la calidad del régimen que la República Dominicana asumió al salir de la dictadura de Trujillo en 1961. No hacer esa revisión implicará cerrar los ojos ante lo que parece muy evidente. La ultraderecha quiere dictaduras y quiere negar derechos y revertir conquistas que jamás debemos cederles.
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