La Bienal Nacional de Artes Visuales ha sido, desde su origen, el evento más importante del arte dominicano. Es el punto de encuentro donde los creadores del país se miran, se miden, se confrontan y se celebran. Es también, o debería ser, el espacio donde el Estado y la comunidad artística dialogan sobre la identidad visual del país, sobre su presente y su destino. Pero la Bienal, que debería ser un acontecimiento de júbilo y legitimación, se ha ido convirtiendo en un territorio de dudas, de desencuentros, de conflictos repetidos. Y eso nos obliga a detenernos y pensar. Pensar en serio qué tipo de Bienal queremos, qué función cumple hoy, qué debe cambiar para volver a ser lo que alguna vez soñamos: una verdadera fiesta del arte, abierta, justa y moderna.
La Bienal no puede seguir siendo un trámite institucional que se activa cada dos años, una estructura que repite mecánicamente sus fórmulas, ni una exposición donde los artistas participan con recelo y los jurados deciden bajo sospecha. Tiene que ser repensada desde su raíz. Porque transformar la Bienal no es modificar un reglamento o cambiar un jurado: es replantear el sentido de la institución cultural misma, revisar sus bases éticas, su estructura de funcionamiento, su relación con los artistas y con la sociedad.
Lo primero que debe revisarse es el papel del Ministerio de Cultura. La Bienal no puede ser vista como un evento aislado, ni como un concurso rutinario, ni como una obligación administrativa que hay que cumplir. El Ministerio tiene que asumirla como un proyecto nacional de arte contemporáneo, con continuidad, con visión, con estructura. Eso implica crear una instancia permanente de coordinación, una especie de consejo o comité de artes visuales que vele por la coherencia entre ediciones, que evalúe los procesos, que proponga lineamientos, que asegure la transparencia. La Bienal necesita una base institucional estable, no dependiente de los vaivenes de cada gestión o de los caprichos personales de funcionarios de turno.
También es urgente revisar los estatutos, los procedimientos, las bases de participación. En cada edición, los artistas se enfrentan a la incertidumbre: nuevas reglas, criterios que cambian, límites que no se explican, decisiones que se modifican sobre la marcha. Esa falta de coherencia erosiona la confianza. Y cuando los artistas desconfían de la institución, la Bienal pierde su legitimidad. Las bases deben redactarse con claridad y debatirse públicamente. No se trata de imponer, sino de construir colectivamente un marco justo, razonable, transparente. Un reglamento que defienda los derechos de los artistas, que precise los criterios de selección y que establezca mecanismos claros de apelación o revisión en caso de controversia.
El jurado, por su parte, debe ser un ejemplo de equilibrio y de independencia. No puede ser una elección cerrada ni una selección de amigos. Debe incluir miradas diversas, generaciones distintas, sensibilidades amplias y conocimiento actualizado. El arte contemporáneo es múltiple, híbrido, complejo; requiere jurados que comprendan esa diversidad, que no se queden en el gusto tradicional ni se dejen arrastrar por modas pasajeras. Los jurados deben tener autoridad intelectual, pero también humildad; conocimiento, pero también sensibilidad social. Y sus decisiones deben ser explicadas, no solo anunciadas. Los artistas merecen saber por qué una obra fue premiada o no. La transparencia es la mejor garantía de respeto.
La Bienal puede volver a ser lo que debe ser: el espejo de la creación, la voz del presente, el puente entre generaciones. Pero para eso hay que atreverse a transformarla con honestidad, con coraje y con amor al arte.
Una Bienal moderna no se define solo por las obras que exhibe, sino por el pensamiento que provoca. Debe ser un espacio de debate, de reflexión, de formación. No una simple exposición masiva donde se acumulan piezas, sino un proyecto curatorial que proponga una lectura del arte dominicano en su momento histórico. Por eso se necesita una curaduría sólida, con un concepto rector, con un guion que dé sentido a la diversidad. Cada Bienal debería responder a una pregunta, a un tema, a una inquietud que convoque al país a pensar su arte desde su tiempo.
La Bienal debe, además, abrirse a las nuevas prácticas artísticas. No puede seguir atrapada en las categorías de pintura, escultura o dibujo como si el arte no hubiera evolucionado. El arte contemporáneo dialoga con el video, la instalación, el performance, el sonido, la fotografía, el arte digital, el arte ecológico. Negar esas expresiones es negar el presente. Pero integrarlas no significa abandonar lo tradicional: significa ampliar el horizonte. La Bienal tiene que ser un espejo donde se vean reflejadas todas las formas de creación, desde el oficio pictórico hasta la experimentación tecnológica.
Bienal Nacional de Artes Visuales. 1998." title=" "La casa de las miradas".
Premio único de Ceramica.
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Premio único de Ceramica.
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Premio único de Ceramica.
Bienal Nacional de Artes Visuales. 1998.
La transformación que necesitamos también es ética. No puede seguir habiendo sospechas de favoritismos, de manipulaciones, de decisiones tomadas fuera del reglamento. Cada vez que eso ocurre, la institución se debilita y el artista se aleja. Cuando las reglas se rompen, aunque sea con buenas intenciones, se rompe algo más profundo: la confianza. Por eso, la Bienal tiene que blindarse contra la arbitrariedad. Si hay conflictos, deben resolverse con mecanismos claros, con comisiones imparciales, con razonamientos públicos. El arte no necesita silencio; necesita claridad.
La Bienal es, además, un reflejo del país. Si el país cambia, la Bienal debe cambiar con él. No se puede seguir organizando con la lógica de hace veinte o treinta años. El arte de hoy vive conectado, globalizado, interdependiente. La Bienal debería ser un espacio de intercambio internacional, donde artistas de otras latitudes dialoguen con los nuestros, donde se establezcan residencias, talleres, simposios, publicaciones, encuentros entre generaciones. Una Bienal que no solo muestre obras, sino que las piense. Que no solo premie, sino que eduque. Que no solo seleccione, sino que construya comunidad.
Premio 23 Bienal Nacional de Artes Visuales. 2006.
La Bienal también debe pensar en su público. Porque no hay arte sin mirada. Y no hay legitimidad sin comprensión. Debemos preguntarnos cuántos dominicanos visitan la Bienal, qué experiencia tienen, qué entienden, qué les deja. Un evento de tal magnitud no puede reducirse a los círculos especializados. Tiene que convertirse en una celebración cultural de alcance nacional. Hay que llevar la Bienal a las escuelas, a las universidades, a los barrios, a las provincias. Hay que formar mediadores culturales, guías, programas de visitas, materiales didácticos. La Bienal no puede ser solo para artistas: debe ser para la sociedad entera.
Y ese esfuerzo educativo debe ser constante, no ocasional. No basta con inaugurar la exposición; hay que acompañarla con pensamiento. La Bienal podría publicar catálogos críticos, organizar conferencias, mesas redondas, debates sobre arte y sociedad, sobre estética y política, sobre identidad y contemporaneidad. Podría generar conocimiento, no solo mostrar talento.
Premio Bienal Nacional de Artes Visuales. 1996. Ceramica.
Otro aspecto fundamental es la gestión. Una Bienal moderna no puede organizarse con improvisación ni con estructuras obsoletas. Necesita planificación, presupuesto, logística profesional, transparencia en el uso de los fondos. Debe rendir cuentas al público y a los artistas. Debe tener un equipo técnico preparado, con continuidad, que no empiece de cero cada dos años. Y debe contar con alianzas: con museos, embajadas, universidades, fundaciones, empresas privadas. El Estado no puede hacerlo todo solo, pero sí puede coordinar, inspirar, garantizar la ética del proceso.
También es necesario construir la memoria de la Bienal. Crear un archivo digital, accesible a todos, con las obras, los catálogos, los jurados, los discursos, los documentos históricos. Un país que no archiva su arte, lo pierde. Ese archivo serviría para la investigación, para la educación, para la crítica, para que las nuevas generaciones comprendan cómo ha evolucionado el arte nacional.
La Bienal debe volver a ser un sueño compartido. Los artistas deben sentir el deseo de participar, no la obligación ni el escepticismo. Los jóvenes deben verla como una oportunidad, y los maestros como un reconocimiento. Nadie debería quedarse fuera por desconfianza. Y eso solo se logra si la Bienal se gana el respeto moral y la admiración estética de todos.
La Bienal que queremos es una que no divida, sino que una. Una Bienal donde el diálogo sea más fuerte que la sospecha, donde las diferencias no se conviertan en enemistades, donde el jurado y los artistas puedan conversar sin barreras. Una Bienal que invite a pensar el país a través del arte, a mirar el mundo desde nuestra mirada. Una Bienal que sea contemporánea sin dejar de ser dominicana.
Y sobre todo, una Bienal que se sostenga en la honestidad. Porque el arte puede resistir cualquier cosa —la pobreza, la falta de apoyo, la indiferencia—, pero no resiste la injusticia. Si el artista siente que su trabajo será juzgado con equidad, participará con entusiasmo. Si siente que el proceso es limpio, creerá en la institución. Si la Bienal cumple sus reglas y respeta su palabra, recuperará su prestigio.
Por eso, esta transformación no puede ser solo estética o técnica. Debe ser moral. Una bienal justa, transparente, coherente, moderna, que respete a los artistas, que valore la diversidad, que celebre la creación y que asuma su papel como el mayor acontecimiento cultural del país. Una Bienal que no se limite a premiar, sino que construya una visión del arte nacional, que trace un mapa de lo que somos y de lo que aspiramos a ser.
La Bienal no debe ser un campo de batalla, sino un espacio de reconocimiento. No una competencia amarga, sino una celebración del talento colectivo. No una ceremonia del poder, sino un acto de libertad.
Si logramos eso —si logramos que la Bienal recupere su espíritu, su ética y su diálogo con el tiempo—, el arte dominicano saldrá fortalecido. Y con él, la cultura entera del país. Porque un país que cuida su Bienal, cuida su identidad. Un país que respeta a sus artistas, se respeta a sí mismo.
La Bienal puede volver a ser lo que debe ser: el espejo de la creación, la voz del presente, el puente entre generaciones. Pero para eso hay que atreverse a transformarla con honestidad, con coraje y con amor al arte. No se trata de destruir, sino de reconstruir con sentido. No se trata de imponer, sino de escuchar. No se trata de repetir, sino de imaginar.
Porque solo una Bienal viva, justa y moderna podrá cumplir su misión: representar, con dignidad y belleza, el espíritu de una comunidad que todavía cree en el poder del arte como forma de verdad, como acto de libertad
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