Antes de llegar con la expedicion de Charles Victor Emmnauel Leclerc e a la rada de Samana en 1802, Jacques Montbreton de Norvins vivió exiliado de la epoca del terror revolucionario en Suiza en 1793 y 1797. Mantuvo relaciones con los círculos intelectuales de los exiliados de la revolución, personalidades como los Necker, el regente de Louis XVI y su esposa, Suzane y era asiduo del salón de Madame de Stael, el famoso círculo de Coppet. Era amigo de Guillaume Larmoignon des Malesherbes, el abogado defensor de Louis XVI quien , tras su brillante defensa, fue llevado posteriormente al patíbulo. A su regreso a Francia en 1797 estuvo a un tris de ser guillotinado, salvó la vida por la intervención de Madame de Stael. Sin embargo, postreramente fue detenido en la prisión por dos años, y solo pudo salir tras el XVIII Brumario de Napoleón Bonaparte. 

El año de 1802 marca uno de los episodios más trágicos y definitorios en la historia del Imperio napoleónico: la expedición de Saint-Domingue. Fue el último intento de Francia por recobrar el dominio de una colonia que había sido orgullo de su comercio y tumba de su poder. En medio de aquella catástrofe tropical aparece, como figura secundaria pero moralmente significativa, Jacques Marquet de Montbreton de Norvins, un hombre de letras transformado en servidor de la gloria, secretario y confidente del general Charles Leclerc, cuñado de Napoleón. Su participación, lejos de ser la de un burócrata, tuvo el carácter de un apostolado cívico y moral, y en su conducta se refleja toda la contradicción de Europa frente al drama antillano.

Norvins no acudió a Saint-Domingue por cálculo ni por ambición. Su decisión fue fruto de un impulso moral, casi caballeresco. Cuando Leclerc le propuso seguirle a la colonia, el escritor respondió sin vacilación: «Yo parto con usted; con otro, jamás». En diez minutos decidió su destino. En una época en que la obediencia se pagaba con la vida y la lealtad se confundía con la complicidad, ese gesto revelaba una pureza de ánimo que pertenecía ya a otra Francia: la de los servidores del honor antes que de la fortuna.

Rechazó toda función administrativa que lo redujera al triste oficio de llenar cajas o rubricar documentos. Quiso participar de la acción y del peligro. Se incorporó al ejército como volontaire civil”, acompañando al estado mayor en sus reconocimientos y avances sobre el Cap-Français, en calidad de explorador. El propio Leclerc, impresionado por su bravura, quiso ascenderlo a jefe de batallón y hacerlo su ayudante de campo. Pero Norvins, fiel a la humildad de su idealismo, rehusó: entendía que su misión no era mandar hombres, sino observar los hechos y servir de conciencia al mando.

A pesar de su negativa a ocupar cargos militares, Norvins se convirtió en el verdadero nervio de la comunicación entre el ejército colonial y la metrópoli. Leclerc confió en él como en ningún otro. Era el intermediario de la correspondencia con Francia, el custodio de las cartas cifradas, el redactor de los informes que se remitían al Primer Cónsul. En medio del caos de una guerra racial y política, Norvins fue la voz racional, el testigo que escribía cuando los cañones callaban.

Fue él quien incluyó en un despacho a Bonaparte los pormenores sobre la ocupación de Port-au-Prince, y con singular coraje introdujo una observación sobre un asunto delicado: el dinero confiscado en la ciudad, la “caisse”, que otros querían silenciar. Norvins se aseguró de que el hecho no fuera ocultado al Primer Cónsul, gesto que demuestra hasta qué punto su sentido de la responsabilidad trascendía la obediencia militar. Su influencia sobre Leclerc era tal que logró el ascenso de Pamphile Lacroix, uno de los oficiales más capaces de la expedición, a general de brigada.

Pero la parte más terrible de su experiencia fue la que hizo de él un cronista de la descomposición moral y humana de la guerra colonial. Presenció el incendio del Cap-Français, obra de Toussaint Louverture, quien quiso destruir, antes que entregar, la ciudad símbolo de la grandeza francesa en las Antillas. Norvins oyó el estampido de los cañones y vio elevarse sobre las palmas el humo de los ingenios ardiendo. Aquel fuego, que consumía casas, archivos y vidas, fue —como diría después— “el presagio de la muerte de una civilización”.

En medio de la confusión, supo del asesinato de su primo y de otros colonos, entre ellos un anciano “puesto en la cruz por sus propios esclavos”. Aquella visión del mundo trastornado, en que los siervos crucificaban a sus amos y los amos huían en silencio, quedó grabada en sus memorias como un signo del derrumbe de la autoridad moral europea.

Jacques Montbreton de Norvins.

Norvins fue también testigo directo de la entrevista entre Toussaint Louverture y Leclerc, aquel encuentro de dos voluntades irreconciliables: la del orden imperial y la de la rebelión africana. Observó, con fría lucidez, la astucia del caudillo negro, que culpaba del incendio al general Christophe. En sus notas, Toussaint aparece como un hombre de razón aguda, pero sin piedad ni lealtad: «no conocía —escribió Norvins— ni la amistad, ni el odio, ni los lazos de sangre; su voluntad era la ley suprema».

Su relación con Dessalines lo marcó aún más hondamente. En una comida ofrecida al ejército francés, Norvins compartió mesa con aquel antiguo esclavo convertido en verdugo. Dessalines le dijo, sin el menor temblor en la voz: «El general Toussaint me ordenó matar a los blancos; era mi jefe, y obedecí. El general Leclerc es mi jefe hoy; si me mandara matar a Toussaint, lo mataría». Esa frase, que Norvins registró horrorizado, le pareció el resumen de toda la tragedia: un pueblo sin patria, un poder sin moral y una obediencia sin conciencia.

A través de los testimonios recogidos por su secretario Pascal, Norvins conoció también la existencia de un tesoro oculto en las montañas del Chaos, enterrado por Toussaint y cuyos guardianes habían sido ejecutados para conservar el secreto. La historia, casi legendaria, era símbolo de la codicia y del misterio que envolvían aquella revolución: el oro enterrado en la tierra misma que había devorado la civilización que lo extrajo. El mito de las botijuelas llenas de oro tuvo tal repercusion, que el mariscal Caffarelli interrogó varias veces en la fortaleza de Joux a Toussaint Louverture con el objetivo de tener alguna revelación.

Así fue la experiencia de Norvins en Saint-Domingue: un episodio donde la fidelidad se volvió tragedia y el deber, expiación. Su pluma —más que su espada— fue el arma con que resistió el derrumbe moral de una empresa que había comenzado bajo la bandera de la civilización y terminó envuelta en llamas. En sus escritos, la figura de Leclerc aparece como la del mártir del deber; la de Toussaint, como la del genio implacable de la insurrección; y la suya propia, la de un europeo que vio en el Caribe la agonía de su mundo.

De esa experiencia trajo a Francia la convicción de que la grandeza sin justicia es efímera, y que el poder, cuando se ejerce sobre pueblos que no lo comprenden ni lo comparten, se convierte inevitablemente en barbarie. Norvins había ido a Saint-Domingue como servidor del Imperio; regresó de ella como testigo de su ruina moral.

La muerte de Leclerc y el ocaso del ejército francés

Cuando la fiebre amarilla comenzó a descender sobre los campamentos franceses, llevando la muerte a los más fuertes y el desaliento a los más valientes, Norvins comprendió que la expedición había dejado de ser una empresa militar para convertirse en una penitencia nacional. Cada amanecer traía consigo el silencio de los tambores y el gemido de los moribundos. Los hospitales se llenaban de cadáveres antes que de enfermos, y los ingenios convertidos en cuarteles se transformaron en tumbas improvisadas.

El propio general Leclerc, que había llegado con la confianza del cuñado de Bonaparte y la ilusión de restablecer el orden colonial, cayó víctima de la epidemia. En su lecho de agonía, rodeado de oficiales exhaustos, susurró palabras que Norvins guardó como testamento moral: «He perdido mi ejército y no he conquistado sino ruinas».

Norvins, que había sido su secretario y su confidente, fue también su testigo final. Lo asistió con la serenidad de quien asiste al sacrificio de un ideal. En los últimos días del general, su correspondencia se hizo más sombría: hablaba de la imposibilidad de someter a un pueblo que combatía con la ferocidad del odio y el amparo de la selva. Cuando Leclerc murió en noviembre de 1802, Saint-Domingue se convirtió en un campo de espectros. Los franceses enterraron a su jefe y, con él, la esperanza de Francia en el Nuevo Mundo.

Para Norvins, la muerte de Leclerc fue más que una pérdida personal: fue la confirmación de que la historia no perdona a los imperios que pretenden gobernar con la fuerza lo que debieron conquistar con la justicia.

El mando pasó a Rochambeau, cuya brutalidad solo sirvió para acelerar la catástrofe. El nuevo general sustituyó la diplomacia de Leclerc por el terror, y el miedo por la obediencia. Norvins contempló con horror las ejecuciones, las represalias y las hogueras. Si Leclerc había querido civilizar, Rochambeau quiso exterminar. El resultado fue el mismo: la insurrección total.

Las montañas del Norte ardieron otra vez. Dessalines, convertido ya en caudillo supremo, predicaba el exterminio de los blancos como redención. Las plantaciones se convirtieron en ruinas y el aire del trópico, en hálito pestilente. Norvins, enfermo y moralmente devastado, vio en aquellas jornadas el fin de la empresa colonial y el comienzo de una nueva era: la del poder negro en el Caribe. Poder que empezó a fraguarse desde los tiempos de Sonthonax.

El Cap-Français, que alguna vez había sido la perla del Atlántico, se hundía en el caos. Las casas blancas de los colonos, los templos, los archivos, todo aquello que había simbolizado la cultura europea, fue devorado por las llamas. Norvins, fiel hasta el último momento a su deber de testigo, continuó escribiendo: dejó constancia de la descomposición de un ejército, del delirio de los jefes, de la desesperación de los soldados que, sitiados por la fiebre y por la selva, ya no combatían por Francia sino por sobrevivir.

Cuando el ejército expedicionario fue finalmente evacuado en 1803, Norvins regresó a Francia convertido en otro hombre. No llevaba gloria ni recompensa, sino la certeza de haber presenciado el naufragio de un ideal civilizador. Volvía del trópico con la salud arruinada y el espíritu envejecido, pero con la lucidez de quien ha visto la historia desnuda de sus oropeles.

En sus memorias —escritas con la sobriedad del desencanto y la nobleza del juicio— Norvins no se complació en el lamento. Su relato no fue una elegía, sino una meditación sobre la condición humana. En el incendio de Saint-Domingue vio el castigo de una política fundada en la esclavitud; en la muerte de Leclerc, la expiación del orgullo imperial; y en la independencia de Haití, la señal de que los pueblos, aun los más oprimidos, conservan un instinto invencible de libertad.

Así terminó su servicio en las Indias occidentales: como comenzó, por fidelidad. Pero aquella fidelidad, que al principio había sido a un hombre y a una causa, se transformó en fidelidad a la verdad. Desde entonces, Norvins fue, entre los contemporáneos del Imperio, una conciencia más que un político: el testigo que había visto el rostro de la historia sin las máscaras del heroísmo.

En su prosa, Saint-Domingue quedó retratada no como una guerra, sino como un juicio moral. El continente europeo, que había querido llevar la civilización a los trópicos, halló en aquellas playas su espejo: un reflejo de su propia barbarie envuelta en el esplendor de la razón.

Norvins aparece ante todo como el símbolo del antiguo servidor del honor, que se ofrece no por cálculo, sino por lealtad. Su frase —«parto para ir con usted; con otro, jamás»— lo muestra más como caballero del deber que como funcionario del Imperio. Rehusó el empleo sedentario de secretario administrativo, prefiriendo acompañar a Leclerc en campaña, rifle al hombro y pistolas al cinto. Esta fidelidad absoluta al jefe define el primer tema de su acción: el servicio desinteresado, reminiscencia del espíritu nobiliario dentro de una expedición republicana.

En su calidad de secretario, Norvins fue el centro de la correspondencia confidencial entre Leclerc y el Primer Cónsul. Redactó informes, despachos y partes militares, algunos de los cuales transmitían noticias delicadas —como la ocupación de Port-au-Prince o la pérdida de la “caisse” de la ciudad— que Bonaparte deseaba conocer con precisión. Fue, en suma, el depositario de la verdad escrita sobre una guerra que se degradaba día a día en horror y anarquía.

De todos los episodios que describe, ninguno tiene la intensidad del incendio de Le Cap, ciudad que ardió por orden de Christophe siguiendo instrucciones de Toussaint Louverture. Norvins convierte este hecho en un símbolo del suicidio de Saint-Domingue, donde una civilización entera perece devorando su propia obra. La descripción del humo rojizo que cubre el horizonte y transforma las plantaciones en volcanes es una de las páginas más trágicas del testimonio colonial francés.

En Verrettes, Norvins encuentra mil doscientos cadáveres aún atados a sus lechos carbonizados. A sus ojos, esta matanza ejecutada por Dessalines a instancias de Toussaint representa el paroxismo del odio racial desatado por la Revolución. Norvins percibe en ella la ruptura definitiva entre las razas y la imposibilidad de restaurar el antiguo orden social. Su relato combina horror moral y lamento civilizatorio: el fin del mundo criollo.

A medida que avanza la campaña, Norvins observa el desgaste físico y moral de las tropas europeas. Fiebres, emboscadas, deserciones y venganzas recíprocas van desintegrando el cuerpo expedicionario. Su testimonio denuncia la ineptitud sanitaria y logística del mando, la ceguera de la metrópoli, y el creciente desánimo de los oficiales, muchos de los cuales perecieron, entre ellos el propio Leclerc. En estas páginas vibra el tono elegíaco del que contempla el derrumbe de un ideal imperial.

Norvins no escribe como cronista impasible, sino como testigo de una tragedia moral y política. En sus recuerdos, Saint-Domingue se convierte en un espejo de la Revolución: el orden se disuelve, la fraternidad degenera en exterminio, y la libertad se transforma en venganza. Desde la perspectiva del secretario del general Leclerc, toda la expedición aparece como un capítulo de la historia universal de la descomposición, en la que el fuego del ideal consume a sus propios portadores.

Referencias bibliográficas

 Geggus, D. P. (2002). Haitian Revolutionary Studies. Indiana University Press.

Leclerc, C. V. E. (1937). Lettres du général Leclerc, commandant en chef de l’armée de

Norvins, J. M. de M. de. (1839). Histoire de Napoléon. Furne.

Norvins, J. M. de M. de. (1896). Mémorial de J. de Norvins: Souvenirs d’un historien de Napoléon (3 vols.). Plon, Nourrit et Cie.

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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