Que la paradoja y aguzada apuesta, manifiesta en la definitiva y deliberada huida de la dama Joséphine Robert, desde la deslumbrante isla de Manhattan a la primitiva de Topacio, ¿manumisión?, y el transitorio y fortuito desplazamiento de la prestante Dalsy Dabrowiski, desde el resort Punta Cana, en la isla de Santo Domingo, a la originaria de Albatros, en ruta a esa civilizatoria urbe newyorkina, ¿presidio?, constituye el discanto existencial de dos voces acorraladas en una misma encrucijada o trayectoria temporal, dispar y semejante, compartida y acabada en la fase de alcanzar, aunque por disociados trillos, su ascenso perdurable hacia la luz.
En efecto, bajo un destierro cargado de simbolismo en la jornada Zamira, las torres…, de la excepcional novela Luces de Alfareros, Joséphine Robert, sumersionada con el homónimo inicial del episodio, Zamira, “viento fresco”, arribó, en búsqueda de sustentos, invocando a Poseidón el barquero, Dios de profundidades…permite que la tierra…nos acoja”, a la ínsula Albatros, colombroño de aves migratorias, desde la otra Topacio, rebrote y refugio adonde había escapado, cumplida, de súbito, aquella pesadilla que venía atormentándola, “vuela como si de su espalda nacieran alas”, por cuenta de un premonitorio y dramático cataclismo. Allí, en la isla Albatros, Zamira había tropezado, en un hecho imprevisto, con la señora Dalsy Dabrowiski, quien, flácida y desamparada, yacía “debajo de una palma gigante…en estado casi agónico”, luego de la azarosa caída de la aeronave donde, poderosa y altanera, viajaba rumbo a la metrópolis de la Gran Manzana.
Y es que Dabrowiski, ya “a salvo de morir”, única heredera de la fortuna dejada por su abuela, la millonaria Dunda Dabrowiski, eventualmente abandonaría Albatros, esa espesura primigenia, “lugar apartado del mundo”, donde creyó, durante sus momentos de desolación y angustia, haber encontrado, bien alejada del desbaste y el progreso, la felicidad y el sosiego. Pero como toda audacia al margen de una firme creencia se desvanece con el tiempo, Dalsy regresaría a la alucinante megalópolis de la opulencia y el derroche: “el mundo de los civilizados, que es el que le corresponde”. A la postre, el accidente aéreo no bastó, aparentemente, para una toma de conciencia relativa al múltiple entramado sobre el cual ella arrastrábase acumulando desganos. En contraste, Joséphine Robert, se había desplazado, desde la ciudad de acero, New York, al boscaje de Topacio, la tierra prometida, conforme a una consistente y regia convicción de huida, azotada por la pérdida y el miedo, igualmente compartida con el éxodo masivo de los originarios de Australia, expulsados de su suelo por supremacistas colonizadores blancos.
“A principio de los noventas, veinte y un nativos, hombres y mujeres, huyeron del continente australiano por la pobreza y represión política dado su color de piel y lengua primaria, la que debían ocultar asentándose en los alrededores de aquel lugar deshabitado y prolífero, a kilómetros del territorio estadounidense, fuera de la civilización, a unas formas más seguras de vida”.
En la medida que ese severo, recurrente y descollante personaje de carne y hueso, agosto, de largo en los recodos de Luces de Alfareros, cedía el paso a una fecha acariciada por el otoño bajo el trote despavorido y azacanado del gentío, “La actividad del día suponía el cuadro ajetreado de la gente que iba y venía”, y al ímpetu y regocijo de los huéspedes extasiados ante aquellas construcciones y “torres imponentes” de la gran metrópolis newyorkina, metidos, todos, desde antaño, entre cejas y cejas, en ese “legendario sueño americano”, Joséphine Robert paseaba por el “Bajo Manhattan con su hijo en sus brazos”, todavía fresca aquella alucinación fatídica y anunciadora que le otorgaba, despavorida, un inesperado, espantoso y horrible obsequio revestido de óbito de polvo, “polvo blanco, tan blanco que se podría confundir con la más espesa nieve”, contrapuesto, a su vez, a otro obsequio placentero, “Wheel cart”, que la señora Robert había comprado en una juguetería de Manhattan, “Tesoro mío”, por ella etiquetado, “sintiéndose una niña en tiempo de Pascua”, celebrando la sexta fecha natalicia de su vástago. El niño, Albert, quien, en el preciso momento del siniestro de los dos mielgos rascacielos, se encontraba en Paradiso, cafetería sita en una de las Torres Gemelas que abrasada y estrepitosa caía, además del padre y los abuelos del chiquillo. La madre corrió, despavorida, “mi hijo”, gritando, conmovida, ante una “bola de fuego” a punto, justo, de arrastrar consigo el milagro de un hueco polvoriento para que la madre “apretara la mano de su hijo” que se aferraba a su prorrogado obsequio, “un carro rojo, de cuatro puertas”, que en ese fatídico ahora un oficial, ¿desbordados sus reflejos por las unidades rojas de bomberos?, se lo entregara, de los escombros entresacado y “cubierto de aquel polvo blanco”, a esa criatura que todavía late en el cuño fervoroso de la madre. Alegoría, tal vez, lúdica, de la inocencia y el rescate de un mundo, “que no valía la pena”, secuestrado, ¡caramba!, por el Diache y que Dalsy, postrada en Albatros, le reviviera a Joséphine el “significado de aquel [premonitorio] sueño”: cosas que ya han sucedido y que nunca pueden deshacerse.
“Ahora se llama Zamira, que en hebreo significa viento fresco. En su actual vida, no necesita documentación, ni apellidos, ni calles repletas de tiendas, salones de belleza, ni apartamentos en zonas exclusivas, ni agua de grifos, comidas de restaurantes, ni carros lujosos para seguir. Esta lejos de pertenecer a una civilización, a su juicio, abominable que, por asumir control, poder político, económico o religioso en una determinada nación, devora a sus semejantes. La Zamira renacida…”
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