Que los signos simultáneos de la fortuna y la ciencia desde sus años primigenios, y su experiencia mística hasta sus añadas postreras, no pudieran sitiar el menoscabo físico, “mal degenerativo”, de la bisoña Berenice Georgina Ryan Walker, en el capítulo Una promesa de la acreditada novela Luces de alfareros, de la escritora dominicana Ana Almonte, constituye el más dramático, recio e inexorable inhacedero de propósitos en cuanto a los acotados asomos de rescate de la propia y abatida adolescente, a cuya súplica, “última voluntad”, su compañera de ánima y estudios, Dalsy Dabrowiski, le prometiera, conmovida, enteramente ejecutarla tan pronto aquella sus tuétanos se convirtieran en cenizas.

“A los dos años de nacida [a la niña Berenice] le fue diagnosticada una enfermedad en sus pulmones. Un mal degenerativo que impedía el normal funcionamiento de los pulmones.”

El padre de aquella impedida cría, Ronald Ryan Powell, vástago de un protestante emparejamiento irlandés, desde temprana edad fue un prodigio, políglota, robusto, radiante, lozano y apuesto, deportista de equitación, golf, esquí, tenis y natación. A la postre, se invistió de ingeniero químico, exitoso y consagrado empresario ya casado con la atractiva Georgina Walker, hija, igualmente, de un magnate hombre de negocios. Sin embargo, a pesar de todas estas prerrogativas o privilegios que, aunque transitorios, habrían podido guarecerlo, inmune, de un posible contrataque tempranero del acaso, el señor Ryan Powell, en cambio, fue azotado por el recurrente y execrable azar que se había ensañado contra su pequeño y adorable brote, criatura a la que veía, y por su dicha “se desvivía”, como una prolongación en el espejo de sí mismo.

“…pasaba casi todo el año viajando no por negocios, buscaba una alternativa natural que pudiera curar a su única hija de [la]  extraña enfermedad [que la devoraba]”.

De igual manera, la señora Georgina Walker hubo de sucumbir, frondosidad y refulgencia disipadas de su gesto, ante el espanto de verse sumergida, “entre amantes y tragos”, en un profundo apocamiento, “distante, callada, ajena a su entorno”, fruto de una enrevesada histerotomía, “parte amarga de su vida conyugal”, que le impidió aposentar y tener más hijos que atravesaran  su ajado claustro materno. A esto, confinada en sí misma, el deceso instantáneo de su progenitor, el millonario Jonathan Walker, tras un fatídico accidente, y el absurdo topetazo, ulterior, de una niña bajo el acecho calamitoso de la parca,  “condenada a morir en cualquier momento”, y, por lo demás, la pesarosa repulsión y asco contra su propia hija Berenice, culpándola, quizás, en el fondo, por el parto por cesárea que sufriera la ahora heredera de valiosas posesiones, pero inhábiles para remediar el dolor de su existencia.

“La frustración de tener una hija, a quien consideraba lisiada, no permitía que, efectivamente, se acercara [a ella]. De solo verla moverse en la mansión con aquel tanque de oxígeno, le producía repudio, no tanto por la muchacha, que ninguna culpa tenía, sino por haber elegido a un hombre en cuyos genes podía estar la razón de aquella espantosa enfermedad.”

¿De  qué le valió, sabrá Dios, al matrimonio Ryan Walker haberse coronado, en principio, de abundancia, de palmas, de pujanzas y de gloria, cuando al final de la jornada, del día a día y de la hora, su retoño venerado, Berenice, comoquiera estallaría en añicos? De ahí que la íntegra felicidad de la pareja, por lo menos durante los primeros dos años de su afianzado desposorio, no descansaría en el mero apego a sus tenencias materiales, “…el dinero no compensa [los] años [que el acaudalado Ryan entregó] a [sus] empresas”, ¡ah… la fortuna!, sino en el asimiento o prendimiento al espléndido y tierno hálito y lozanía de su idolatrada y unigénita criatura de la estirpe que, a tenor de sus pininos, ataviaba el hogareño regodeo cotidiano de sus padres como preludio a su apresurado derrumbe. Ahora bien, ¿qué le quedaba, cumplidos sus diecisiete años, a Berenice, luego del afán y la ansiedad tras la búsqueda incesante por su padre de una cura milagrosa, redentora,  que le extendiera la vida a la enteca pubescente de “larga cabellera pelirroja”? Así, aquejada, pero con el agrado y consentimiento de su padre, ingresó a la universidad Harvard, dispuesta a estudiar, marginando privilegios, “hasta que el tiempo y sus pulmones resistieran”, pedagogía en física, si bien bajo el rastreo indagador de mozos estudiantes que, desde su mundo de entretenimientos, veían, extrañados, aquella chica, de existencia mínima, con aquel ventilador de oxígeno a cuesta y una tubería enchufada en los huecos de sus narices.

 “Por todo el espacio universitario, [Berenice Georgina] caminaba con su tanque de oxígeno, ignoraba las miradas curiosas entre aquellos grupos de jóvenes que, dentro de la inmadurez, veían la vida como un divertimiento.”

 ¿Por qué esa devoción, en el ámbito del deseo, por la enseñanza de la física? ¿Acaso Berenice Georgina, “la muchacha solitaria que hablaba del universo”, como aseguraba Dalsy Dabrowiski, pretendía conjurar, tal como había invocado su padre, a través de la ciencia, algún presentimiento indescifrable sobre su condición endeble de vida apalancada en ese maldito aditamento de oxígeno y, por excelencia, de todo lo que existe? De ahí que, Berenice Georgina, ante la hegemonía cretina y engañosa de la que sobrepasó la alquimia, ¡ah… la ciencia!,  y su entrañable Dalsy Dabrowiski, durante su encuentro fortuito en el campus de la susodicha casa de estudios, metierónse, entrambas, envueltas en esa dinámica reversible de la obra, en la incógnita de la dualidad cuerpo-alma al que las muchachas, desplazándose en el flujo del tiempo, de una manera u otra, ambicionaban sobrepujar, sondar, sobre la experiencia mística, espiritual, en búsqueda de la conexión directa entre el alma y lo sagrado, Dios o lo divino, expresada en una iluminada quimera, donde la autora, Ana Almonte, intenta o plantea atar el nudo de la probable comunión entre el mundo manifiesto y aquel de la materia inobservable. Universo que la astrología había resuelto: el nexo entre los ciclos de la luna y la siembra o la luna nueva y la locura.

“Cayó la tarde, dejaron de lado las clases. Berenice Georgina, con la brisa de la primavera, quiso trepar un gigante de buen tamaño, ambas emprendieron aquel viaje mágico. Entre ramas llegaron a la copa con el tanque de oxígeno a cuesta y desde allí parecían ver el mundo del color de la esperanza. Rieron con ganas. La actividad de los estudiantes, que caminaban presurosos de una facultad a otra, el rubor de la tarde con el sol poniente, y la vida que no se detenía pese a los crueles designios, formaba, para Berenice Georgina, una especie de organigrama involutivo.”

Ana Almonte, autora de Luces de Alfareros, y el escritor Luis Ernesto Mejía.

Pero más pudo Una promesa que, traspasando convergencias y apretados bucles temporales del capítulo, Dalsy Dabrowiski le prometiera a Berenice Georgina su “última voluntad” ejecutarla:  “deseo que me incineren… [y] que mis cenizas sean esparcidas en un árbol gigante, de ramas pesadas y raíces profundas.” He aquí, finalmente, donde se difuminaron los despojos, ¡ah…la experiencia mística!, de una criatura que a su amiga inseparable instruyó, a partir del itinerario espiritual y el credo de la fe, a contemplar, en cada instante pasajero, “con normalidad la muerte”.

Luis Ernesto Mejía en Acento.com.do