En tiempos de autobiografías instantáneas, redes convertidas en diarios abiertos y textos donde el yo se expone sin mediación, la poesía plantea una pregunta decisiva: ¿quién habla cuando un poema dice "yo"? ¿Habla la persona histórica que escribe? ¿Habla una voz creada por el lenguaje? ¿Habla, incluso, una sensibilidad sin dueño, un pulso afectivo que el poema genera en la mente del lector?
Explorar estas preguntas permite entender el poema no como un espejo de la vida, sino como un dispositivo donde la experiencia se transforma. Para ello, resulta útil distinguir tres dimensiones que coexisten y se entrelazan: el yo biográfico, el yo poético y el yo lírico. No son categorías rígidas; son operaciones. Modos en que la poesía convierte lo vivido en lenguaje y lo convierte, también, en emoción compartida.
El punto de partida es el más obvio y, a la vez, el más engañoso: el yo biográfico, la persona que escribe. Un sujeto con historia, memoria, heridas y alegrías. Ningún poema nace del vacío; siempre hay un cuerpo que respira detrás de las palabras. Sin embargo, la biografía del autor resulta insuficiente para dar cuenta del sentido de un poema. Michel Foucault lo expuso con particular rigor en ¿Qué es un autor? (1969), al afirmar que la figura autoral no constituye un origen primario de significado, sino una "función del discurso". En este marco, el autor opera como principio organizador de unidad y coherencia, pero dicha unidad es producto de procedimientos complejos de selección, exclusión y jerarquización, antes que una propiedad inherente del sujeto que escribe. Así, el autor deja de ser la instancia privilegiada de interpretación y ya no garantiza por sí mismo el acceso al sentido del texto.
Esta distancia entre vida y forma (autor y poesía), aparece también en clave irónica en el escritor dominicano Diógenes Céspedes, quien advertía en 1976 que la poesía no puede ser simple descarga emocional. Escribía:
"Si hace diez años que alguien hizo su primer pinino poético y encuentra como justificación la impotencia, la ira, las injusticias sociales, la angustia, el desprecio de una muchacha o el amor de otra, entonces no es poeta y debe, en consecuencia buscar por otros senderos las soluciones adecuadas a sus problemas. Si impotencia, consultar un psicólogo; si ira, un sedante; si injusticias sociales, abrazar la causa militante del partido; si desprecio de Eros, desamargarse o desahogarse en otra parte, no en el papel…” (Escritos críticos, p. 196).
La subjetividad personal, ya sea entendida como un sujeto gramatical o psicológico, como señala Céspedes desde una perspectiva rítmica, no es el enfoque principal del poema. Lo que realmente importa es cómo esa subjetividad se despliega en el discurso. Ninguna emoción, por sincera o intensa que sea, se transforma automáticamente en poesía.
Esa transformación se inicia con el yo poético, la voz que enuncia el poema. Roland Barthes lo define como un "sujeto de enunciación" (El susurro del lenguaje, 1979): una instancia textual que organiza el discurso, adopta una máscara y dirige la atención estética. No es una falsedad ni un disfraz para esconder al autor, sino un mecanismo que permite intensificar el lenguaje, ordenar el ritmo, construir una mirada.
T. S. Eliot insistió en separar la vida del poeta y la voz del poema mediante una frase ya célebre: la poesía, dijo, es "una fuga de la personalidad", no su expresión directa. En este sentido, la frase que a menudo se le atribuye —"el yo poético no confiesa: transfigura"— resume un principio fundamental: el poema no es un testimonio (el relato fáctico de los eventos), sino una construcción, un artefacto verbal. Aquí la emoción personal se vuelve estructura; la experiencia se hace imagen… El yo poético es, pues, una herramienta estética.
Paul Valéry llevó esta idea más lejos cuando afirmó: "El poeta es la menos poética de las cosas existentes, porque no tiene identidad…, es constantemente forma y materia de otro cuerpo". Para Valéry, el poeta no es un yo estable, sino una figura en mutación que presta su lengua a múltiples voces; es decir, deja de ser un individuo con opiniones y sentimientos propios, para encarnar la propia esencia de lo poético. El poema habla a través de él, no de él.
Existe, además, otra instancia: el yo lírico, el centro afectivo que el lector percibe en el poema. Es una voz ficticia. Se encarga de crear la atmósfera para que el lector pueda sentir las emociones y pensamientos que el poeta quiere transmitir. No coincide necesariamente con el yo poético, ni mucho menos con el autor. Es la sensibilidad que el texto construye, la atmósfera emocional que emerge del ritmo, las imágenes y la tonalidad. Jonathan Culler (2015), afirma que el yo lírico es performativo: no existe antes del poema, sino en el acto de lectura. Es un yo que se siente más que se reconoce.
Mientras el yo poético articula la voz, el yo lírico articula la emoción. Ambos están hechos de lenguaje, pero cumplen funciones distintas en la experiencia estética.
La distinción entre estos yoes se vuelve especialmente útil cuando recordamos cómo la poesía confesional del siglo XX -Anne Sexton, Sylvia Plath, Robert Lowell— fortaleció la idea de que el poema debía leerse como documento íntimo.
El lector buscaba en los versos claves biográficas ;la crítica rastreaba correspondencias entre vida y texto. Pero esa lectura corre el riesgo de confundir el yo histórico con el textual. Plath no es exactamente Plath cuando habla en sus poemas: es una figura verbal que reorganiza y simboliza la experiencia. Aunque el poema utilice materiales reales (hechos, vivencias, asuntos existenciales), su verdad no es la empírica, sino la estético-simbólica.
Las poéticas contemporáneas
latinoamericanas han llevado esta disociación aún más lejos. El neobarroso —con Néstor Perlongher, Roberto Echavarren y Eduardo Espina como voces clave diluye la noción misma de un yo coherente. La identidad se dispersa en fragmentos, se multiplica en una sintaxis turbulenta, se deshace en flujos que privilegian la materialidad sonora del lenguaje por encima de la referencialidad.
Espina lo expresa con claridad:
"En el poema nada se agrega, todo se divide… Presenciamos los trazos del tiempo en manos de un lenguaje desacatado… las palabras jamás acaban de contar su historia y cuando parecen terminarla comienzan a contarla nuevamente, pero de manera distinta" (Poéticas del presente, 2016).
Aquí el yo lírico no es un centro: es un campo vibrante. El poema ya no expresa una identidad; la disuelve. Lo que queda no es un sujeto, sino un proceso, una llaga, un lenguaje convulsionado del todo.
Comprender la interacción entre el yo biográfico, el yo poético y el yo lírico permite escapar de la lectura reduccionista que busca "la vida del autor" en cada verso. La pregunta relevante no es qué le ocurrió al poeta, sino cómo el poema transforma la experiencia en lenguaje, y cómo ese lenguaje se vuelve experiencia para quien lo lee.
Dicho de otra forma: mientras el yo biográfico aporta el material de base y el yo poético lo organiza en una estructura significativa, el yo lírico lo proyecta en la experiencia estética. Ninguno prevalece ni sustituye a los otros; funcionan como estratos simultáneos de una misma operación de transfiguración estética, lingüística y simbólica.
En un tiempo saturado de voces que se confiesan sin filtro, donde todo es rápido y plano, la poesía planta cara. Es la marca humana del lenguaje, su profundidad, su juego de sentidos. No basta con decir "yo", hay que construirlo. No basta con contar la vida; hay que darle forma, transfigurarla. No basta con sentir, hay que producir sentido y suscitar una experiencia en el otro.
La fuerza de la poesía reside, quizás, en este extraño equilibrio entre presencia y disolución. En la capacidad de transformar la intimidad en símbolo; de convertir la experiencia individual en una emoción habitable por otros; de hacer del yo no un espejo narcisista, sino un espacio de creación.
En ese gesto —a la vez personal e impersonal— la poesía sigue encontrando su poder singular. Transformar la vida sin traicionarla. Convertirla en lenguaje. Y, en ese tránsito, permitir que el lector encuentre no al poeta sino una forma de mirar,
sentir y estar en el mundo.
Compartir esta nota