Jardines secretos. Ríos que fluyen entre la música y el silencio.
Reunidos están los pitagóricos; escuchan en silencio sonidos azules.
«Escuchar es de sabios», les indica Pitágoras. Los aspirantes a ser pitagóricos debían permanecer cuatro años sin hablar, dedicados únicamente a escuchar, y recibían la denominación de acústicos; cuando pasaban a un segundo nivel, se les llamaba matemáticos.
Toca la luz levísima, con sus dedos ligeros, arpas de silencio.
Tañedores de arena. Música callada. Músicos invisibles.
Silencio tras silencio, ríos de silencio, confluyen en la música: los silencios, los acentos, las palabras.
Un silencio, dos silencios, tres silencios.
La música es el espejo del silencio en donde toda la creación se recrea.
El silencio es el primer paso hacia la sabiduría. Los pitagóricos debían hacer voto de silencio y, en él, aprender a diferenciar intervalos, melodía, escala y armonía. Luego pasaban a un segundo nivel en el que estudiaban matemáticas y filosofía.
Pitágoras fundó en Crotona (actual sur de Italia) una comunidad que combinaba los estudios de la religión, la filosofía, las matemáticas y la música, junto a una ascesis de vida en la que se practicaba la meditación, la dieta vegetariana, el desapego de los deseos y, después, la música.
La creencia de que todas las cosas son números.

El pentagrama, estrella de cinco puntas, fue un importante símbolo en su escuela; representaba una imagen de la divinidad como poder, amor y sabiduría. Establecían equivalencias con los intervalos de tercera y quinta hasta cerrar en una octava, en la cual trazaban el triángulo equilátero, símbolo de lo trino hecho Uno.
Los pitagóricos creían en la transmigración del alma, la armonía y el concepto de substancia.
Diógenes Laercio, maestro pitagórico (c. 200 d. C.), en su Memoria pitagórica, nos expone los fundamentos de la cosmogonía pitagórica:
«El principio de todas las cosas: la mónada y la unidad; de estas mónadas nace la dualidad, y de la dualidad surgen los números; de los números, los puntos; de los puntos, las líneas; de las líneas, las figuras planas; y de las figuras planas, los cuerpos sólidos, cuerpos sensibles, cuyos componentes son cuatro: fuego, aire, agua y tierra. Estos cuatro elementos se intercambian y se transforman totalmente unos en otros, combinándose para crear un universo animado, inteligente, esférico, con la Tierra como una de sus partes. También esférico, el universo es igual a lo de arriba y a lo de abajo».
Cosmogonía sonora, música de las esferas. A partir de las matemáticas y de las propiedades de los números, los pitagóricos postularon un universo hecho de música y en continua expansión.
Aseveraciones que las tecnologías actuales han confirmado: existen grabaciones del telescopio Hubble en las que se escuchan los sonidos que producen los planetas en sus movimientos de traslación y rotación, el de las galaxias en expansión. El Big Bang no es más que la confirmación de la expansión del universo según Pitágoras.
Así llegaron a confirmar que la energía divina debe configurar lo limitado desde el centro del cosmos, por lo que la Tierra es igual que el resto de los cuerpos celestes que se mueven alrededor de un fuego central.
Añadieron la afirmación más poética de todas: que antes y después del universo está el vacío, y el vacío es la plenitud de la música y el silencio.
Los pitagóricos sostenían que la clave de la belleza, en la música y en todas las artes, residía en los números y sus proporciones, buscando la armonía en sus orígenes musicales. Idea que marca toda la estética occidental: desde el Timeo de Platón y sus tonos planetarios, pasando por Nicómaco de Gerasa y su Manual de armonía, Tolomeo y su tratado de armonía y astronomía; el medievo con Juan Escoto y sus tonos planetarios; Cenas de Cenizas de Giordano Bruno.
El Renacimiento con Pico della Mirandola, Leonardo da Vinci y el Hombre de Vitruvio; el número áureo en la arquitectura; el Barroco y Kepler; la Ilustración, el Romanticismo, Newton y las leyes de correspondencias y analogías; la alquimia. En la modernidad, la poesía de Rilke, Eliot, los parnasianos y simbolistas, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén, Martí y Rubén Darío; y en la modernidad tardía, Le Corbusier en arquitectura, Chagall en pintura y Xenakis en música. Todos, de una u otra manera, pertenecieron a una comunidad espiritual que, con diversos nombres, puede denominarse con certeza: los pitagóricos.
La música de las esferas solo puede escucharse en silencio.
Tras un gran silencio, Pitágoras hablaba en silencios para quienes pudieran escucharlos: el hombre es el espejo donde Dios se contempla, cuerpo hecho música. Emanación sonora.
Cristalizar el universo en notas musicales y en la palabra poética fue y es el más alto propósito de los iniciados pitagóricos.
Pitágoras, nacido en la isla de Samos —no Patmos—, formuló el credo poético que defendía una música cósmica procedente del movimiento de los planetas y los astros.
La armonía de las esferas, esa música que resuena a través del éter: un conjunto unitario que, en su fluir, produce sonidos armónicos que persiguen la comunión en éxtasis con todo lo creado.
A una pregunta de Glaucón, Sócrates responde:
«Parece, en verdad, que así como los ojos han sido hechos para la astronomía, los oídos lo fueron para el movimiento armónico, y que estas ciencias son como hermanas, al decir en silencio lo que la música nos ha contado. Glaucón, comulguemos en ella». (República, V, 530 d-c).
Los pitagóricos trazaron la imagen de una nave cuya arboladura cruje con el vaivén del oleaje cósmico, como un acorde que, desplegándose —la nave del universo que, llenándose de música en su viaje a través del tiempo y los espacios— deja una estela sonora de música y silencio para los oídos dispuestos a escucharla.
Tañedores de arena. Música callada. Músicos invisibles. Poetas clandestinos. Silencio tras silencio es la música y el silencio: el principio y el final de todo.
Pitágoras los llamó los pitagóricos.
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