¡Que salga el mal y entre el bien!
Liborio Mateo

Hay quienes dicen que debemos cuidarnos de vivir sueños a través de los hijos. Que Lebron James, por ejemplo, dañó la carrera de su hijo Bronny para vivir sus sueños de ser la primera dupla padre-hijo en la NBA y que eso no es justo. Pueden tener razón.

Pero, si vamos al Teatro Guloya a ver a Liborio, la obra de Dimitri Rivera González, que es un hijo de, y le planteamos la cuestión, él, siendo hijo de, respondería que ve positivo que Lebron padre le haya creado una plataforma a Lebron hijo y que está en Bronny explotar su propio potencial y saltar al próximo nivel por su propia cuenta. Dimitri dice que es comprensible el temor a no cumplir con las expectativas o no estar a la altura, pero que, en su caso, teniendo unos referentes teatrales tan importantes como su madre y su padre, el compromiso le fortalece para alcanzar y superar la trayectoria de la familia… Que es posible que, sin las enseñanzas de Viena y Claudio, él no hubiera estado cumpliendo su sueño de dirigir su primera obra de teatro: Liborio.

Pienso en Michael Jordan, en que sus hijos no pudieron cumplir sus sueños de jugar en la NBA como sí lo hizo Bronny y otros hijos de. Incluso teniendo Jordan todas las llaves de todo el baloncesto planetario en su poder, no pudo entrar en lo que sí James padre consiguió: jugar al máximo nivel juntos. Porque además de los espacios abiertos, debe existir el talento.

Según Cristiano Ronaldo, citado en el 2025 por el portal digital Psicología y Mente, señala que el entorno privilegiado de sus hijos puede dificultar la aparición de la misma motivación… Cristiano valora el «hambre» de superación y el sacrificio personal como claves de éxito, algo que él y Messi desarrollaron desde la infancia y es posible que sus hijos no.

Claudio Rivera lo tiene claro, y al preguntarle sobre esos sueños que se transfieren, nos plantea que la historia de la escena dominicana está llena de hijos o hijas de, de familia dedicada al teatro y que los hijos han continuado…

La lista es larga y que bueno que lo sea.

Ahí están:

Nuevo Teatro, Rafael Villalona y Delta Soto.

Teatro Gayumba, Nives Santana y Manuel Chapuseaux.

Las máscaras, Germana Quintana y Lidia Ariza.

Teatro Cimarrón, Henry Mercedes y Jorge Pineda.

Oficio Teatro, Clara Morel y Miguel Ramírez.

Teatro Alcano, Wendel Rodríguez y Mayra Montaño.

Trípode, Javich Peralta y Virgilio Burgos.

Teatro Alternativo, Lorena Oliva y Germán.

Teatro Utopía, Raquel y Miguel…

Hay muchísimas familias que, en algún momento de su vida, han hecho del teatro una comuna y al pasarla a los hijos e hijas, se convierte en una tradición teatral familiar.

Claudio cree que este fenómeno de transmisión del oficio, si bien está la academia, que es valiosísima, también se hace en el núcleo familiar. Y entonces, en el seno de la familia y en el escenario, juegan y socializan; aprenden el oficio y normas familiares. Se construye el gesto y la acción. Una serie de enseñanzas empíricas que se transmiten como se transmite la sangre. Ya ellos sabrán si lo asumen.

Dimitri no es el único.

Son varios los hijos e hijas de que han continuado el legado del teatro local.

Podemos mencionar, por ejemplo, a la misma Lidia y Serbio Uribe, ahora mismo su hija, Yarimar, es como expresa su madre: el sí positivo que sostiene el Teatro Las máscaras.

En los años noventa, Dionis Rufino y Yulissa Rivera llevaban la sala La Cuarta, ahora prevalecen en la enseñanza y es su hija Gabriela la que ha continuado el oficio en el escenario.

Husmell Díaz y Lucina Jiménez de Anacaona Teatro tienen relevo en su hijo D’javan en el teatro La Gruta.

Tenemos a Basilio Nova y Ana Jiménez en Cucara-mácara con su hija Elsa Laura.

Gilda Matos y Ángel Mejía, con hijos que van de la música al teatro, teniendo a Tatiana como teatrista.

Margaret Sosa y sus hijas Karen López y Dency Pérez, desde el Teatro Otoño.

María Ligia Grullón y Roberto en La 37 por las tablas.

Pilar Pineda y su hijo.

Johnnie Mercedes, Clara Lozano y sus hijos con el Teatro las Tablas.

Arisleyda Beard y su Familia en Puerto Plata.

Es decir, dice Claudio, que el fenómeno de las familias alrededor de la actuación no es nuevo ni exclusivo de nosotros. Lo que pasa es que uno no lo valora, no lo visibiliza. Para Claudio, es la forma en que el oficio sobrevive y se perpetúa. Pone de ejemplo a Flora Lauten y sus hijos Lili y Héctor del teatro Buendía en Cuba.

Y continúa: Es decir, hay un núcleo familiar sosteniendo la actividad teatral, y lo ha habido siempre. Otro ejemplo palpable lo es el Teatro de La Luna en Washington con Mario Marcel, Nucky Walder y su hija Marcela que asumieron el oficio del papá y la mamá.

En Cuba también tenemos al Teatro Macubá con Fátima Paterson como líder, su hija Consuelo y la incorporación de su nieta Fiorella, se trata de una familia de tres generaciones alrededor del teatro. Aunque hay muchos otros integrantes, la columna vertebral son esas tres mujeres.

En Colombia, encontramos a Giovanni Largo con su esposa Adriana y su hija Sofía. En el Trueque, también de Colombia, sucede lo mismo.

En Ecuador los líderes del teatro Malayerba son Don Arístides Vargas y Charo Frances, que también son pareja.

Dicen, y hay historiadores que lo sostienen, que Madelaine Bejart esposa de Moliere estaba involucrada en su quehacer teatral.

La esposa de Bertolt Brecht, Helene Weigel era su primera actriz.

O sea, que, si comenzamos a fijarnos en casos internacionales de otros tiempos, coincide: encontramos el fenómeno de que la transmisión del oficio se amalgama con una familia que se crece y se define alrededor del teatro.

Entonces, continúa Claudio, a veces pasa, a veces no pasa. Nosotros, con Dimitri, estamos dentro de esa tradición.

A mí, en lo particular, me encantaría, compartir sueños con mis hijos e hijas. Pero esto no va de mí.

Esto va de Liborio.

El unipersonal que dirige y actúa Dimitri Rivera González en el Teatro Guloya. Una adaptación libre de la obra «La Hija del Mesías» de César Sánchez Beras, Premio anual de teatro Cristóbal de Llerena 2024 y que se presenta en la sala Otto Coro en Guloya el viernes, el sábado y el domingo de este fin de semana.

Hay varias formas de entrar al liborismo…

Con los pies descalzos del campesino que siembra y reza, con el sueño terco de quien imagina otro mundo mejor, con la furia de quien enfrenta al poder que nunca deja de fusilar, de maltratar, de desalojar, de deportar. También se entra por los atabales que retumban las montañas, por los pañuelos multicolores en movimientos tercos y libres en caderas negras. Por el humo del tabaco que se mezcla con el olor del ron y la comida compartida, por las cruces azules, las procesiones, los rezos y los cantos, lo mágico, lo religioso. Desde ese misterio bendito y sanador de su Agüita. Está en el canto de Luis Días sin comer pendejá. Hay quienes lo beben desde la herencia sanguínea como es el caso del hacedor escénico Wendel Rodríguez Mateo.

A Liborio también se puede entrar este fin de semana, así como se entra a los sueños, por la puerta del Teatro Guloya, con ese diálogo entre Dimitri Rivera González desde las tablas y César Sánchez Beras desde el papel. Y así comprobar que Liborio es todas esas puertas abiertas: santo y rebelión, herida y sanación, un mito que todavía incomoda porque, Liborio nunca aprendió a morir. Como canta El Terror, Liborio no ha muerto na.

En Liborio, Dimitri Rivera carga con tres máscaras que son, en realidad, tres heridas de la historia dominicana. El soldado, primero frágil, ingenuo, casi transparente, hasta que desobedece la orden de matar. El comandante, figura de autoridad que llega al pueblo a imponer un supuesto orden. Su actuación revela un cruce incómodo: ese comandante podría ser el Caamaño símbolo de Palma Sola, ese obedecer al poder y acribillar al pueblo que nos avergüenza y procuramos esconder; y el soldado que, en la obra, se resiste a ametrallar a su gente, tal si fuera el héroe de abril que todos recordamos y celebramos. Desobedecer. Y Liborio, el personaje místico y simbólico, el que trasciende al hombre para convertirse en mito divino y rebelde.

Rivera González se mueve entre esas máscaras con entrega, honesto, reverente. A veces parece demasiado limpio, demasiado de este siglo; como decía Luis Días, sin grajo. Sin campo ni calle, sin grasa de carreta, sin la lengua polvorienta del sur de San Juan. Pero tampoco lo necesita. Lo que hace es encarnar la contradicción: un actor joven sosteniendo el filo de un mito que no envejece. Esa incomodidad es la que mantiene vivo a Liborio. Una versión del símbolo campesino desde la ciudad, desde lo urbano, del ahora.

En ese gesto está la potencia de su actuación.

Dimitri no nos devuelve al Liborio que conoció el siglo pasado, sino a uno presente: un Liborio de carne actual. Quizá ahí radique el sentido de la obra: en recordarnos que el mito se mantiene vivo no por la fidelidad al pasado, sino por la urgencia de lo que todavía nos narra hoy. Es una versión de creencias asumida de miradas diferentes, desde el ahora. Ese ahora que mantendrá a Liborio presente, el mito se queda en y con la juventud, sus símbolos, su estética. Aunque no lleve muchos de los símbolos de la religiosidad nuestra: los atabales, el trance, el tabaco, la danza, sí está la esencia del personaje que enfrentó al poder y se mantuvo en las entrañas del pueblo, en el miedo del poder económico, militar, eclesiástico desde el minimalismo.

Dimitri no sintió el rumor del Hoyo del infierno donde los gringos intentaron el primer asesinato de Liborio en 1922. Tampoco estuvo en los llanos de San Juan en 1962, cuando, en otro intento fallido de acallar al mito, fueron ametrallados miles de creyentes. Ni bajo un cielo manchado de aviones en el abril del 65. Es posible que nunca haya amanecido en una fiesta bajo el cielo de brujos y brujas, borracho, en trance, para eso tiene al teatro. Es muy posible que su entrada al liborismo comenzara diferente a como hemos entrado muchos del siglo pasado. Quizás Dimitri entrara con la lectura de algún comic recatado de los también padre e hijo Gabriel y Gerardo Castillo. Entonces, ¿Cómo reclamarles una conexión visceral con episodios que solo sobreviven en libros de historia mal contados? La memoria no se hereda, se construye. Dimitri está construyendo la suya. Ahí está el teatro: ese espacio gozoso y brutal donde los muertos vuelven a hablar, donde el asombro se mezcla con las lágrimas y lo solemne se puede convertir en sátira.

La puesta en escena de Liborio en Guloya es un cruce entre la tradición familiar del teatro y la tradición popular de la memoria. Cuando Dimitri ponen su casa-escenario al servicio de esta dramaturgia, lo que se produce es un acto de transmisión. Porque los hijos no solo heredan la técnica, heredan también las preguntas incómodas de la historia oscura. Esa que muchos todavía intentan multiplicar. Por eso resulta tan pertinente que hablemos de vivir los sueños paternos en este contexto.

Dimitri, puro siglo presente, realiza su propia estética lejos del barroquismo de la escena dominicana nacida el siglo pasado. Lo cito: como director no quiero darle una respuesta, le abro las puertas para que ellos se cuestionen desde el siglo que le pertenezca… es la importancia de esta puesta en escena, como se conmueve con pocos elementos en el escenario. Casi lejos del teatro gozoso, con ingenuidad, con dulzura, con la tibieza que dan los cuerpos que aún no tienen callos.

Tengo la suerte de compartir coincidencias con César Sánchez Veras: escritores, hijos de guardia, migrantes, barrigones… Lo recuerdo en Villa Consuelo como duende que roba las historias ajenas para contarlas. Vivíamos a pocas casas, yo en la esquina de la calle siete y él en la 16. No se me quita de la cabeza que fue él que me llevó a la única reunión partidista que he participado. Un intento de círculo de estudios que mi padre se encargó de prohibir por ser hijo de militar. En muchas ocasiones nos descubrimos recordando a vecinos del pasado. A esos que lo mató Balaguer, la droga u otro delincuente. Al leer sus obras no dejo de admirar su capacidad creativa.

En su obra La hija del Mesías reconozco ese mismo gesto creativo: tomar las voces de los otros —los vencidos, los olvidados, los que creen— y darles cuerpo en el escenario. Su dramaturgia no busca una narración cerrada, sino un campo de tensiones donde se cruzan el mito y la historia, la obediencia y la fe, el poder y la resistencia. En escena, un guardia ingenuo, un comandante implacable y una narradora que teje la memoria y encarnan contradicciones que siguen vigentes. Más que representar a Liborio, Sánchez Beras nos invita a presenciar cómo el mito se reinventa entre la poesía y el documento, entre el rito y la herida. Una dramaturgia que funciona como campo de batalla entre memoria y poder, entre mito y orden, entre la voz de los vencidos y la voz de los vencedores.

El Teatro Guloya ha hecho del «gozoso» no solo un estilo, sino una filosofía escénica para celebrar la vida como territorio escénico. También recuerdo a Claudio Rivera defendiendo la propuesta musical de Pochi Familia, Quinito Méndez y la Coco Band, cuando un grupo de artistas e intelectuales lloraban —como ahora con el dembow— sentados en una acera, entre cuadros, instalaciones y escultura, diciendo que aquello era el final del merengue. Es posible que, de esa noche, en la Bienal marginal de Silvano Lora, se estuvieran gestando los orígenes del teatro gozoso que hoy identifica a Guloya: una apuesta por transformar la marginalidad en celebración, la herida en danza guloya, la resistencia en alegría compartida.

Ese mismo gesto de riesgo atraviesa la escena de hoy. Porque si Claudio se atrevió a defender lo que otros despreciaban, su hijo Dimitri se atreve ahora a cargar con el mito de Liborio y con el peso de un apellido que lo obliga y lo desafía al mismo tiempo. Y eso, en el país sincrético que somos, en ese creer en to y en el na e na, en ese tragarnos un resguardo que nos inmortaliza y por si las moscas, vamos a la iglesia a santiguarnos.

Seamos claros, padre viviendo sueños a través de los hijos habrá siempre.

Heredar una tradición teatral es un privilegio, pero también un peso; y la única manera de cargarlo sin quebrarse es patearlo, reinventarlo, ponerlo en crisis. Dimitri lo sabe: su obra es una declaración de intenciones. Quizá de eso se trata: de entender que los sueños heredados solo valen si sirven de combustible para incendiar los propios.

Cuando el espectador se sienta en Guloya a ver a Liborio se enfrenta a esa gran pregunta que atraviesa todo hecho heredado: ¿qué hacemos con lo que recibimos? ¿Celebramos, repetimos, cuestionamos, traicionamos? El hijo que aprende del padre también tiene que romper con él para encontrar nuevas voces.

Vladimir Tatis Pérez

Vladimir Tatis Pérez, nacido en Santo Domingo, Distrito Nacional en el año 1968, es escritor de novelas y cuentos, además de dramaturgo y ensayista. Estudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo en Madrid, España, un curso de administración de empresas culturales. Autor de la novela "Mátalo", y de los libros de cuentos "La herida de Eva" y "De castigo en la azotea".

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