Que los árboles no me dejen es el nuevo poemario de Ana Machena publicado este año 2025, bajo el sello de Isla negra. El libro se ha dividido en tres secciones que aluden a la memoria del jardín. La primera Raíz contiene diecinueve poemas, la segunda Árbol con dieciséis poemas y la tercera Humus se cubre con diecisiete poemas. Agrupados todos hacen un total de cincuenta y cuatro poemas cuyo cuerpo es como un armonioso arreglo lingüístico o un popurrí de buena poesía. Que los árboles no me dejen es un viaje a un jardín verdadero que fue sembrado por la poeta.

Tardé mucho en conocer el jardín de Ana Marchena en un lugar apartado en el municipio de Guaynabo en la franja norte de Puerto Rico. Caminamos juntos por diferentes veredas, de un lado a otro de cada predio, se manifestaba la maravilla de las manos creativas de la jardinera, la botánica y poeta.
Ana se acerca con cuidado a cada especie del jardín. Habla con árboles, los abraza y les dedica poemas. Sabe escuchar a las plantas y estudia su crecimiento. Un paseo por el hogar de Ana es un desfile por el jardín de las delicias.
La poeta se detiene para asistir una flor que necesita sol, no demora en regar la tierra seca, retira la mala hierba, aparta los bejucos estranguladores de las ramas débiles y recoge frutos tropicales de su huerta. Visitar el jardín de Ana Marchena es percatarse que estás pisando la materia prima de su reciente poemario.
He leído su libro concienzudamente varias veces. Y libré batallas de aprendizaje y reflexiones. Pienso que el texto entero constituye un valiente acto de resistencia en estos tiempos modernos que le da igual destruir la naturaleza, la seducción o la auténtica poesía. La continuidad del jardín es la verdadera rebeldía que trasciende a nuestra Babilonia urbana.
El poema titulado Mi jardín abre el canto de resistencias: “Mi jardín/mi materia seminal/mi serendipia uterina/ahí donde la vida explota/ en colores y texturas”. (p.13) Son versos de una aferrada confesión que amortigua el modernismo de la ciudad que se ha divorciado de la belleza y de la naturaleza. Ana Machena es una jardinera que ama su jardín y se echa en sus hombros la preservación de la poesía contemplativa.
"Que los árboles no me dejen”, es un armario secreto de la tierra donde se oculta la poeta y sus plantas. Cuando ese armario abre sus puertas, la poeta pone el pie dentro de un suelo prodigioso que ofrece a Ana muchas cosas que le dan equilibrio, mucha armonía y es el sostén del día a día. Dentro del claustro vegetal, le sigue la mirada inmersa de Ana. Su mirada es taxonómica, reconoce un capullo, que, de raíz, me señala los desgarramientos épicos de los pinos defendiéndose como titanes de las ferocidades del huracán María.
Mientras Ana me describe su jardín uno se da cuenta de la relación personal con él. La poeta en su marcha por su claustro siente las pérdidas de sus lirios como también goza la iguana de palo que nada en su piscina. Parece una máxima antigua decir que el poeta que siembra tendrá una cosecha bien ganada. Los exégetas medievales aseguraban que los poetas eran profetas de su tierra.
Todos nos damos cuenta que vivimos en un entorno agitado donde la expansión urbana convierte jardines en estacionamientos, los bosques en urbanizaciones y los árboles se talan y los arrancan para reemplazar por billboard o vallas publicitarias. ¿Quién puede estar al mando de la horrible devastación de los árboles en nuestras ciudades? El progreso sin sentido estafa a los árboles, suprime la vegetación y hace la convivencia sofocante. El poeta militante debería considerar un crimen los paisajes urbanos transparentes y absurdos.
Que los árboles no me dejen es de hecho, un libro insertado hábilmente en un bosque. Tenga presente el lector que las mismas manos que construyeron el bosque también inspiraron este cálido libro. La disolución y decadencia son los monstruos del urbanismo de concreto, en cambio, plantar y cuidar es devolverle la vida a la ciudad.
La poeta audaz supera el asfalto, desafía la frívola faz urbana y nos deja pasar por su vibrante jardín para que nos enteremos de la resurrección de la poesía que la teníamos por muerta. Los árboles de Ana no la abandonan. Son aliados del poeta que los entiende.
La lectura del poemario en cuestión, es también un encuentro del poeta y la botánica, la lingüística y las tramas secretas de la poesía. Cada poema en este libro es una huella impresa de la jardinera. Las dos primeras secciones son una formidable recopilación de un vocabulario botánico que hemos tenido en el olvido. La poeta es consciente de esta aportación lingüística que el lector paciente agradece como una sinfonía del esfuerzo poético. El verde taller de Ana es un acto subversivo contra el lenguaje fácil y de moda que incurren los agentes creadores y transgresores urbanos. Veamos atrevidas frases como la siguiente /resisten soltar sus brácteas/ (p. 16), / la genuflexa la mirada/, (p. 28), / feromonicos bailes/, (p.52).
Sin embargo, la poeta habla espontáneamente, maneja el vocabulario de las manos. Por otro lado, el lenguaje botánico estimula la lectura con la sorpresa de un vocabulario que reivindica el devocionario heredado de las experiencias del conocimiento de la ciencias naturales.
Ana Marchena le da un sólido realce y mérito al vocabulario implantado hace muchos siglos en los árboles y en las plantas. Y es este vocabulario genuino, no alquilado, el que redime los árboles. De modo que, el uso de este vocabulario por la jardinera es pertinente porque entrelaza la botánica y la poesía.
El creador del primer diccionario francés Emile Litre señaló lo siguiente: “sólo poseyendo nuestra lengua antigua poseemos nuestra verdadera lengua moderna”. Discretamente, Ana pone a los ojos del lector, un desfile de términos ancestrales relevantes a la poesía del beatus ille. La poesía de Marchena no se apoya en el bastón de palabras de sanación o de temáticas innovadoras sino que Ana carga en sus hombros la madurez lingüística y poética. Eso es un regalo para el lector avispado de la literatura. En los tormentosos días de J.J. Rousseau descubrió en una isla que “el bosque es poesía iluminada y cultura universal”. Por ahí andan los tiros literarios de Marchena.
Ana tiene una espléndida residencia en la isla donde se ha adaptado la mujer inquieta y la docente, la botánica y la poeta. Allí en las colinas de Guaynabo, ha elegido un suelo donde la tierra está viva y cerca del cielo. Que los árboles no me dejen es una antología de anaqueles de cosas queridas, contempladas y admiradas. Allí la naturaleza caldea el corazón, la poesía y la misma condición humana. La poeta es amante de la naturaleza, es botánica y practica la alquimia, es docente y lleva un huerto. Es poeta y se alegra de lo yermo, mugroso y del huracán temido.
Este libro en un sentido figurado es también un claustro donde Ana tiende un puente entre la naturaleza isleña y la literatura. No sólo es un libro de sensaciones genuinas sino también está escrito para ver la botánica como territorio de aprendizaje y campo de exploración literaria. Y esa es la llave mental para entregarse a la lectura, Que los árboles no me dejen.

En el vergel de Ana, todo absolutamente todo, tiene relación con la tierra y la vida. Por ejemplo, el alma espiritual de los árboles y el inframundo, rosas y espinas, aceites y agua, mañana y tarde, flamboyanes y colores, luciérnagas y el baile, raíces y troncos, ramas y hojas. Ana hábilmente ha empotrado en sus árboles el injerto del lenguaje, al conocimiento y a la sutileza de la contemplación.
El poemario de Marchena es un paseo elegante por su jardín donde los bejucos enredan y desenredan, los árboles se comunican, las flores seducen a los insectos. Al recordar el poema En la brecha de José de Diego, la poesía de Ana Marchena vibra, ondula y se retuerce como una semental abriendo y cerrando la tierra.
La poeta crece al ritmo de su jardín y su propia obra crece como los árboles. Esta relación genera armonía y orden en el entorno del claustro ecológico de Marchena. Cada poema es un arreglo floral y el libro completo es un jardín que habla a las claras de la poesía.
Es por eso que los árboles la seguirán. No la dejarán solitaria. La poeta es buena compañía. Por supuesto que los árboles acompañarán al lector que ame los bejucos y árboles. En fin, es un poemario que nos advierte que ningún jardín debe ser sacrificado.
Que los árboles no me dejen es un llamado urgente a revalorar la naturaleza que tiene continuidad. El texto de Ana, es un homenaje a las bondades de las palabras que están debajo de la tierra y con la ayuda del poeta salen hacia la copa de los árboles como banderas donde ondea permanente la belleza.
Cerraré la reseña con una frase añejada de Mario Soldati: ”El vino es la poesía de la tierra”.
Poema seleccionado del texto:
Resurrección
Desciende,
el beso negado
en forma de gotas
y acaricia esta tierra seca
sedienta
lagrimosa
y moribunda…
Al morir la noche
será otra vez
un cielo verde
que aguarda
la resurrección.
Ana Marchena
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