En la poesía dominicana contemporánea existen libros que no se limitan a nombrar la realidad: la desnudan. Las trompetas del mal humor de Salvador Santana es uno de ellos. No es un volumen que describe una ciudad; es un organismo que la respira desde adentro, con la humedad oscura de sus cloacas y la sal picante de sus mercados. Su materia es la fisura, la respiración entrecortada de un mundo que se tambalea y, aun así, permanece.

La crítica ha señalado, con razón, que estos poemas están “enraizados en el moho de los muros viejos y fríos”, carcomidos por el tiempo y por la fricción de las espaldas humanas. Ese moho no es metáfora: es la textura fundamental del libro. Desde sus primeras búsquedas, Santana absorbió el rigor de Freddy Gastón Arce, Manuel del Cabral y Manuel Mora Serrano. Pero aquí ese rigor se desliza hacia una estética diferente y necesaria: la del derrumbe, la de la luz que estalla por dentro.

I. La ciudad y su respiración enferma

El libro se abre con una sentencia que no es descripción, sino diagnóstico:

“Y esta es la sub-historia de una ciudad ahogada en sus perros fidedignos

sin beneficio alguno.”

Desde este punto, la ciudad deja de ser escenario y se convierte en paciente. Los ciclistas cargan cartas de desaparecidos; los perros se suicidan desde pisos ficticios; el año enferma y se queda en cama; los habitantes viven “como una bomba lista a estallar antes que cante el gallo soprano”.

Es una poética de la supervivencia al borde del estallido.

La ciudad, más que espacio, es fiebre.

II. Las lilas: botánica secreta y subversión de la belleza

Uno de los momentos más intensos del libro ocurre cuando Santana toma la naturaleza —habitualmente refugio de sosiego— y la transforma en un archivo inquietante. En “Las Lilas”, estas flores ya no son ornamento:

“¿Son máscaras botánicas colgando represivas?

He aquí el servicio secreto de las lilas.”

Las lilas vigilan.

Las lilas sospechan.

Las lilas espían al funcionario sol y registran su paso con disciplina vegetal.

“Cráneos morados contra el pasto lechoso…

Presiento que su fémur traspasará la historia.”

Aquí, la belleza no cura: delata.

Santana subvierte el símbolo floral, y lo vuelve un pequeño poder oscuro, un organismo que conoce más de lo que muestra.

III. Verano criatura: estación desquiciada

El verano —habitualmente la estación del esplendor— aparece aquí como una entidad febril:

“Ah, verano criatura.

Aliento de platino, bello como viudo muerto.”

Un verano que llora como un violín enfermo, que desciende en cuclillas, que derrite la posibilidad misma del sosiego.

La luz no ilumina: delira.

Es un astro agotado, que gime.

En este clima, la ciudad es un asilo de delirios: el hombre enfermo es un acróbata ilegal, mientras un pájaro enfermo es un hombre perfecto.

La normalidad se invierte.

La enfermedad se convierte en ley.

IV. Fuera del círculo: la ciudad como criatura terminal

Fuera del círculo habitual de la razón, los poemas adquieren una potencia visiblemente distorsionada:

“Los perros fláuticos de la ciudad descomponen el aire.”

La ciudad respira mal.

Todo suena a hueco, a oxidado, a ritmos que ya no obedecen al mundo natural. Las acciones corporales —escupir, orinar, bostezar— adquieren la nobleza de gestos primitivos, únicos actos que resisten a la descomposición general.

“¿Será humus o brasa lo que tiene el día entre los cascos?”

Es aquí donde el poema asesta un giro glacial, un descenso hacia otra capa temporal del deterioro:

“Y a continuación pienso…

Mañana, a través del hielo, arribará el país al invierno,

y unos hombres en sus casas, despatarrados a presupuesto fijo de la nación,

son millones de gallos matutinos.”

El invierno aparece no como estación, sino como veredicto.

Los hombres, sometidos a la rutina nacional, se convierten en gallos programados: despertadores orgánicos de una patria fatigada.

Y entonces el poema abre un corredor hacia una historia detenida bajo el hielo:

“Escribientes de barcos desaparecidos hace dos siglos bajo el hielo

ponen a secar sus mapas como rostros yertos

sobre los calefactores de la madrugada.”

Los muertos regresan no como espectros sino como burócratas cansados: secan sus mapas —ya rostros, ya reliquias— en calefactores que apenas sostienen la memoria.

“Y sus cláusulas ascendiendo encuentran reposo

entre antiácidos, espray, estornudos

y rodillas reumáticas.”

Las leyes envejecen.

La Historia sufre congestión.

La realidad se vuelve expediente reumático.

El poema finalmente concluye con una epifanía mínima:

“Aquí solo el fervor

es sustancia alada.”

Nada vuela sino el fervor.

Todo lo demás pesa.

V. El hombre común: última estación del derrumbe

El poema “El hombre común” es una especie de post-mortem moral:

“El hombre común va al mar

y el mar oye su carne.”

El cosmos ya no comunica.

No hay señal en el cielo ni sentimiento en el agua.

El hombre común se hunde en un pantano azul que no promete nada.

“Hay un tomate quemado.

Hay su hijo muerto que no tuvo jamás.”

El dolor se expresa en cosas que suceden y cosas que jamás sucedieron.

El poema captura el hueco.

Lo imposible también duele.

“El hombre común haciendo muerte en la soledad.”

La poesía se vuelve clínica, y el poeta sentencia:

“Eso no es arte. ¡Siga el experimento!”

El poema como laboratorio donde la vida es materia.

La ciudad como experimento fallido.

La existencia como ensayo inconcluso.

Conclusión: una poética del residuo y la lucidez necesaria

Las trompetas del mal humor es un libro que escribe desde el derrumbe, no sobre él. Su lenguaje —fracturado, clínico, visual, enfermo y, sin embargo, exacto— construye una poética del residuo que no embellece la ruina sino que la revela. Santana convierte la caída en forma, la descomposición en método y la ciudad en diagnóstico moral.

En tiempos donde la literatura suele buscar consuelo, este libro elige mirar la herida sin temblar. Su lucidez es incómoda, pero indispensable.

Nos recuerda que, a veces, la poesía es la única capaz de decir lo que la ciudad calla.

Y que, cuando todo cae,

solo el fervor permanece alado.

Ike Méndez

Poeta, educador y ensayista

Ike Méndez es ensayista y metapoeta dominicano. Coautor de obras como *"San Juan de la Maguana, una Introducción a su Historia de Cara al Futuro"* (Primer premio en el Concurso Nacional de Historia 2000) y *"Símbolos de la Identidad Sanjuanera"* (Segundo premio en 2010). Ganó el Segundo premio en el Concurso de Literatura Deportiva “Juan Bosch” (2008) y colaboró en la serie *"Fragmentos de Patria"* de Banreservas. También coeditó las antologías *"Voces Desatas"* (poesía, 2012) y la primera antología de cuentistas sanjuaneros (2015). Ha publicado seis poemarios: *Al Despertar* (2017), *Flor de Utopía* (2018), *Ruptura del Semblante* (2020), *Baúl de Viaje* (2022), *Al Borde de la Luz* (2023) y *El Joyero de Ébano* (2024), que reflejan una evolución poética constante. E-mail: jemendez@claro.net.do

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