La perspectiva humanística holística que forjó Pedro Henríquez Ureña desde finales del siglo XIX y durante las cuatro primeras décadas del siglo XX sobre la filosofía, la ciencia, las letras y la cultura en general, en su Santo Domingo natal, Haití, Cuba, México, Estados Unidos, España, Chile y en la Argentina, le permitió incidir de forma determinante en las generaciones con que compartió inquietudes intelectuales en sus múltiples roles de discípulo, condiscípulo y maestro.

El humanismo es la perspectiva filosófica del ser humano sobre su propia existencia en la faz de la tierra, mediante la cual hace conciencia de su rol ante sí mismo, para con los demás y frente al entorno natural, social, económico, político, cultural y espiritual en que le toca vivir.
El humanismo no siempre existió, sino que tuvo sus inicios en el momento mismo en que el ser humano se hizo consciente de que para superar las condiciones adversas en que se desenvolvía, era necesario partir del reconocimiento de sí mismo, aceptar su identidad, hacerse consciente de sus límites y posibilidades, prodigar amor a los demás, enfrentar junto a otros los obstáculos que le imponía el medio circundante y estar en capacidad de soñar con una vida mejor en lo porvenir.
Aunque en diversos pueblos de la época primitiva y de la antigüedad se encuentran múltiples expresiones de humanismo, es en la civilización griega cuando éste adquiere su máximo esplendor, continúa manifestándose con gran fuerza en diversas esferas de la sociedad romana y, tras un largo período de dominación casi exclusiva del culto a lo divino en el Medioevo, resurge, como el ave fénix, en el período renacentista de la mano de grandes filósofos, literatos, artistas plásticos y científicos de las diferentes ramas del saber.
El humanismo en las actuales circunstancias solo lo podemos concebir, si entendemos que la individualidad está estrechamente conectada a los anhelos colectivos de la comunidad y la sociedad en general; si nos hacemos conscientes de nuestra propia ignorancia y comprendemos que solo mediante la superación permanente de todos es que podemos lograr mayores niveles de bienestar individual y colectivo; si asumimos la virtud en todos los ámbitos de nuestra vida como el tesoro más preciado que debemos cultivar siempre, de manera que podamos influir positivamente en los demás; si practicamos y predicamos el respeto a la vida de todos los seres que cohabitamos en el planeta tierra como el mayor gesto de amor que podemos prodigarnos a nosotros mismos, a los demás y al hábitat en que actuamos; si logramos que la filosofía, la ciencia y la tecnología sean puestas al servicio de la paz, la justicia, la equidad y el bien común; si integramos la solidaridad a nuestra práctica cotidiana, lo que constituye, sin duda alguna, el más claro indicador de cuán conscientes somos de nuestra humanidad y de nuestro compromiso ineludible para con ella.

El concepto de humanismo que suscribe la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), de la mano del hindú Sanjay Seth, está asociado al derecho a la dignidad y al respeto, a la igualdad y al valor del ser humano, donde lo humano es considerado medida de todas las cosas, independientemente de un Dios o de los diferentes dioses, y la racionalidad que le acompaña, su rasgo más distintivo, peculiar y diferenciador. En tal sentido Seth asume la siguiente definición de humanismo:
El humanismo es, entre otras cosas, la afirmación o la intuición de que todos los humanos tenemos en común algo fundamental y un mismo derecho a la dignidad y el respeto. Esto no basta, sin embargo, para distinguir al humanismo de otros enfoques y doctrinas, comprendidas las religiosas, que merecen respeto y que consideran también que todos los humanos tenemos rasgos comunes, como por ejemplo un alma inmortal. Lo que ha diferenciado históricamente al humanismo de muchas otras afirmaciones de la dignidad y el valor del ser humano es la forma específica que ha revestido su afirmación y, más concretamente, dos argumentos importantes que, a la hora de proclamar la igualdad y dignidad humanas, le confieren su carácter específicamente “humanista”. El primero de esos argumentos es que el valor del hombre se afirma independientemente de un Dios o de dioses y, más aún, que el “hombre” reemplaza a Dios como medida de todas las cosas. El segundo es que lo que los hombres tienen en común estriba en una racionalidad única y sólo puede encontrarse recurriendo a ella.[1]
En otro texto de la UNESCO, el historiador libanés Milad Doueihi hace un recorrido histórico del humanismo, en el que toma como punto de partida la perspectiva del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss. En tal sentido, Doueihi asevera:
Para el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss [1908-2009], la antropología no es sólo una disciplina humanista, sino también el resultado de los movimientos humanistas que han marcado la historia y la evolución de las sociedades occidentales. Ya en 1956, en un documento redactado para la UNESCO[2], Lévi-Strauss, al concluir su análisis sobre las relaciones entre las ciencias y las ciencias sociales, identificaba tres humanismos: el humanismo del Renacimiento, anclado en el redescubrimiento de los textos de la Antigüedad clásica; el humanismo exótico, asociado al conocimiento de las culturas de Oriente y de Extremo Oriente; y el humanismo democrático, el de la antropología que abarca todas las actividades de las sociedades humanas. Señalemos que estos tres humanismos están ligados al descubrimiento de textos, de tradiciones orales o de expresiones culturales que abrieron nuevos campos de investigación y permitieron el desarrollo de nuevos métodos críticos y, en consecuencia, de nuevos conocimientos. En el caso del humanismo del Renacimiento, el conocimiento de las lenguas griega y latina, el saber histórico y la crítica interna debilitaron la autoridad de una institución tan poderosa como la Iglesia. En el caso del humanismo exótico, el encuentro de Occidente y Oriente favoreció el comparatismo y, con él, la aparición de nuevas ciencias y disciplinas, como la lingüística, por ejemplo. En cuanto al humanismo que abraza el conjunto de las sociedades humanas, éste dio lugar, entre otros, al método estructural. Este método permitió, especialmente a Lévi-Strauss, observar el mundo en su conjunto y descubrir un orden subyacente a la diversidad de las formas de organización social y de las manifestaciones culturales. Para el padre del estructuralismo, este orden era la marca del espíritu humano. Recordemos igualmente que estos tres humanismos corresponden a evoluciones políticas: el primero, aristócrata, porque se limita a un pequeño número de privilegiados; el segundo, burgués, porque acompaña el desarrollo industrial de Occidente y, el tercero, democrático, porque no excluye a nadie.[3]
Es más que evidente, que el humanismo ha tenido un largo recorrido histórico, aunque hasta el año de 1956 Lévi-Strauss había avistado tres formas básicas, la primera relacionada con el desarrollo del humanismo renacentista, asociado a los aportes inmensos de las antiguas civilizaciones de Grecia y Roma al desarrollo de la humanidad, la segunda asociada al denominado humanismo exótico relacionado con el desarrollo de las civilizaciones del Medio Oriente y el Lejano Oriente y la tercera vinculada con los avances logrados por la humanidad en la primera mitad del siglo XX, de la mano con el desarrollo de las ciencias sociales, etnológicas y antropológicas, tras los resultados desastrosos de la primera y la segunda guerra mundial.

Doueihi habla de un cuarto humanismo, asociado al desarrollo sin precedentes de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), al cual denomina Humanismo Digital, que, transcurrido más de una década tras su definición, los hechos han contribuido a darle toda la razón y han concurrido a ampliar todas las potencialidades que se avizoraban hasta entonces. Veamos:
El humanismo digital es el resultado de una convergencia inédita entre nuestra compleja herencia cultural y una técnica que se ha convertido en un espacio de sociabilidad sin precedentes. Esta convergencia es inédita por el hecho de que redistribuye los conceptos y los objetos, así como las prácticas asociadas a ellos, en un entorno virtual. Al igual que los tres humanismos definidos por Lévi-Strauss, el humanismo digital está ligado a un descubrimiento de primera importancia que ha abierto múltiples campos de investigación: los de las nuevas tecnologías, que están transformando radicalmente las categorías socioculturales establecidas. A pesar de sus componentes técnicos y económicos, que hay que examinar y supervisar constantemente, lo digital está a punto de volverse una cultura en cuanto modifica nuestra manera de considerar los objetos, las relaciones y los valores, e introduce nuevas perspectivas en el campo de la actividad humana. Las prácticas culturales como la escritura, la lectura o la comunicación, por ejemplo, experimentan incesantes transformaciones desde la aparición de las tecnologías digitales.[4]
En ese contexto amplio, es importante destacar que el doctor Pedro Henríquez Ureña, en tanto humanista contemporáneo, sintetizó en su magnífica formación los aspectos más relevantes de las culturas oriental, grecolatina, hispánica, latinoamericana, afrocaribeña y norteamericana, en sus expresiones clásica, medieval, moderna y contemporánea.
La visión humanística que adquirió desde finales del siglo XIX y durante las cuatro primeras décadas del siglo XX sobre la filosofía, la ciencia, las letras y la cultura en general, en su Santo Domingo natal, Haití, Cuba, México, Estados Unidos, España, Chile y en la Argentina, le permitió incidir de forma determinante en las generaciones con que compartió inquietudes intelectuales en sus múltiples roles de discípulo, condiscípulo y maestro. En ese orden, resaltan figuras cimeras de las letras, el arte, la ciencia y la filosofía latinoamericana y española como Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego Rivera, Francisco Romero, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, José Ingenieros, Adolfo Bioy Casares, Américo Lugo, Gastón Fernando Deligne, Tulio M. Cestero, Federico García Godoy, Juan Isidro Jimenes-Grullón, Mariano Picón Salas, Enrique José Varona, Juan Marinello, Nicolás Guillén, José Enrique Rodó, Juana de Ibarborou, José Carlos Mariátegui, Gabriela Mistral, Germán Arciniega, Ramón Menéndez y Pidal, Rafael Altamira y Amado Alonso, entre otros.

La concepción asumida por Henríquez Ureña sobre las humanidades es sumamente amplia, razón por la cual aspiraba a que ésta ejerciera un sutil influjo espiritual en todo el proceso de reestructuración política, cultural e intelectual que vivió México tras la revolución popular del año 1910. Y es que nuestro pensador era de opinión que las humanidades “son más, mucho más, que el esqueleto de las formas intelectuales del mundo antiguo: son la musa portadora de dones y de ventura interior, ‘fors olavigera’, para los secretos de la perfección humana.”[5]
Henríquez Ureña no acepta la hipótesis del progreso indefinido, universal y necesario que sustentan algunos pensadores para justificar que todos los pueblos que integran nuestro planeta están compelidos ineluctablemente a lograr los mismos niveles de desarrollo, puesto que, a su entender, cada uno posee características distintivas que no les son atribuibles a los demás; en cambio, acepta la creencia del “milagro helénico”, en el caso del pueblo griego, por cuanto supo combinar de una manera satisfactoria aspectos de la terrenalidad mundana y humana con una amplia perspectiva de la trascendencia y de lo trascendente.
1-Antiguo Oriente: Las esperanzas, fuera del alcance humano
Las civilizaciones del Antiguo Oriente, entre las que destacan Egipto, Mesopotamia, Judea, Persia, Fenicia, China e India, se desarrollaron en condiciones geográficas, económicas, sociales e históricas sumamente adversas. No obstante, hicieron aportes inmensos al desarrollo de la humanidad en todos los ámbitos de la cultura material y espiritual, con la implementación de la agricultura, la ganadería, la minería, la navegación, el comercio, la artesanía, la religión, la literatura, el derecho, la filosofía y el surgimiento de ciencias claves como la astronomía, la arquitectura, la geometría, la matemática y la medicina, entre otras.
Al referirse a las características de los pueblos que conformaron el Antiguo Oriente, Henríquez Ureña hace un retrato inigualable de ellos, en el que destaca sus grandes virtudes y debilidades. Veamos:
Las grandes civilizaciones orientales (arias, semíticas, mongólica u otras cualquieras) fueron sin duda admirables y profundas: se les iguala a menudo en sus resultados, pero no siempre se les supera. No es posible construir con majestad mayor que la egipcia, ni con elegancia mayor que la pérsica; no es posible alcanzar legislación más hábil que la de Babilonia, ni moral más sana que la de la China arcaica, ni el pensamiento filosófico más hondo y sutil que el de la India, ni fervor religioso más intenso que el de la nación hebrea. Y nadie supondrá que son ésas las únicas virtudes del antiguo mundo oriental. Así la patria de la metafísica budista es también patria de la fábula, del ‘thier epos’, malicioso resumen de experiencias mundanas… Todas esas civilizaciones tuvieron como propósito final la estabilidad, no el progreso; la quietud perpetua de la organización social, no la perpetua inquietud de la innovación y la reforma. Cuando alimentaron esperanzas, como la mesiánica de los hebreos, como la victoria de Ahura-Mazda para los persas, las pusieron fuera del alcance humano: su realización sería obra de las leyes o las voluntades más altas.[6]
Está claro que, para las civilizaciones del Antiguo Oriente, la idea de progreso e innovación permanente desde el ser humano y para el usufructo de éste, no fue su prioridad. La máxima aspiración de sus gobernantes y guías espirituales era alcanzar la estabilidad política que proporciona la perenne quietud de sus fuerzas sociales para así garantizar su perpetuación indefinida en el poder.

Por esa razón, las máximas autoridades de esas civilizaciones, los faraones, los sumos sacerdotes, los emperadores, la nobleza, los escribas y los mandarines ponían en mano de fuerzas divinas la realización de todo ideal de redención o progreso. En el mejor de los casos, recurrían al establecimiento de normas rígidas de convivencia, mediante la imposición de tablas, códices, leyes y mandamientos, que permitieran pautar las actuaciones cotidianas, morales y éticas de sus habitantes. Esas normas estaban orientadas, casi siempre, a castigar las conductas e inconductas, las acciones o inacciones del ser humano, cuyos propósitos implícitos o explícitos estuvieran dirigidos a cambiar el estado de cosas vigente en esas sociedades jerarquizadas, herméticas y despóticas, tal como lo revelan códices como el de Hammurabi en Mesopotamia y el Manú en la India.

En la parte introductoria del Código de Hammurabi se plantea que Anum, el Altísimo, y Enlil, señor de los cielos y la tierra, otorgaron a Marduk la categoría de soberano de todo el pueblo y al príncipe Hammurabi, devoto y respetuoso de los dioses, lo eligieron para que mostrase equidad al país y rigiera los destinos de Babilonia, Lagash, Uruk, Súmer, Acad, Nínive y los demás pueblos del Éufrates, para que destruyese al injusto y al malvado, protegiese a los débiles del prepotente, enfrentara la oscuridad e iluminara la tierra, al tiempo de promover el bienestar de la gente. En los siguientes términos se expresa Hammurabi:

Cuando Anum, el Altísimo, Rey de los Anunnakus, (y) el divino Enlil, señor de cielos y tierra, que prescribe los destinos del País, otorgaron al divino Marduk, primogénito del dios Ea, la categoría de Enlil [soberano] de todo el pueblo, (y) lo magnificaron entre los Igigus; cuando impusieron a Babilonia su sublime nombre (y) la hicieron la más poderosa de los Cuatro Cuadrantes; (cuando) en su seno aseguraron a Marduk un reino eterno de cimientos tan sólidos como los de cielo y tierra, en aquellos días, Anum y el divino Enlil también a mí, Hammurabi, príncipe devoto (y) respetuoso de los dioses, a fin de que yo mostrase la Equidad al País, a fin de que yo destruyese al malvado y al inicuo, a fin de que el prepotente no oprimiese al débil, a fin de que yo, como el divino Shamash, apareciera sobre los «Cabezas Negras» e iluminara la tierra, a fin de que promoviese el bienestar de la gente, me impusieron el nombre. – Yo soy Hammurapi: El Pastor Elegido del divino Enlil, el acumulador de la abundancia y de la opulencia, el que ha llevado a buen fin cuanto concierne a Nippur-Duranki (y es) devoto cuidador del Ekur; el Rey Eficiente que ha restaurado Eridu en su lugar (y) purificado el ritual del E’abzu; el Huracán de los Cuatro Cuadrantes; el Engrandecedor del nombre de Babilonia, el agrado del corazón de Marduk, su señor, el que acude a diario a servir al Esagil.[7]

Las leyes que siguen a esa introducción desdicen totalmente la intencionalidad enunciada por el rey Hammurabi, por cuanto las leyes que supuestamente le fueron dictadas al rey por la máxima divinidad y la que rige la tierra y los cielos, en lugar de estar dirigidas a establecer la equidad en todo el país, proteger a los débiles de la prepotencia, la maldad y las iniquidades, a fin de beneficiar a la gente, lo que hizo fue imponer un conjunto de leyes encaminadas a castigar las acciones de los más pobres para favorecer a los más poderosos. Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en la ley 282 del Código, cuando dice: “Si un esclavo dice a su amo: «Tú no eres mi amo», que (el amo) pruebe que sí es su esclavo y luego le corte la oreja”.[8]
Algo similar ocurre con la Ley de Manú, cuando en su introducción muestra a Brahma como el enviado de la máxima divinidad, el ascendiente de todos los seres que habitan el planeta, de cuyo cuerpo descendían todas las clases sociales de la antigua India: Los brahmanes (sacerdotes y maestros) era la casta más alta, salieron de la boca de Brahma; los chatrias (políticos y soldados), salieron de los hombros de Brahma; los vaishías (comerciantes y artesanos), provenían de las caderas de Brahma; los sudras (esclavos, siervos, obreros y campesinos), se formaron de los pies de Brahma. El primer libro de la Ley de Manú revela de qué divinidad proviene su contenido:
LIBRO PRIMERO CREACIÓN 1. Estaba sentado Manú, con el pensamiento dirigido hacia un solo objeto; los Maharshis se le acercaron y después de haberle saludado con respeto, le dirigieron estas palabras. 2. Señor, dígnate declararnos, con exactitud y por orden, las leyes concernientes a todas las clases primitivas y a las clases nacidas de la mezcla de las primeras. 3. Tú, solo, oh, Maestro, conoces los actos, el principio y el verdadero sentido de esta regla universal existente por sí misma inconcebible, cuya extensión no puede apreciar la razón humana, y qué es el Veda. 4. Así interrogado por estos seres magnánimos aquel cuyo poder era inmenso, después de haber saludado a todos, les dio esta cuerda respuesta: «Escuchad; les dijo. 5. Este mundo estaba sumergido en la oscuridad, imperceptible, desprovisto de todo atributo distintivo, sin poder ser descubierto por el raciocinio, ni ser revelado, parecía entregado enteramente al sueño. 6. Cuando el término de la disolución (Pralaya) hubo concluido, entonces el señor existente por sí mismo y que no está al alcance de los sentidos externos, haciendo perceptible este mundo con los cinco elementos y los otros principios, resplandecientes del más puro brillo, apareció y disipó la oscuridad, es decir desarrolló la naturaleza (Prakriti). 7. Aquel que sólo el espíritu puede percibir, que escapa a los órganos de los sentidos, que no tiene partes visibles, eterno, alma de todos los seres, a quien nadie puede comprender, desplegó su propio esplendor. 8. Habiendo resuelto, en su mente, hacer emanar de su substancia las diversas criaturas, produjo primero las aguas en las que depositó un germen. 9. Este germen se tornó en un huevo brillante como el oro, tan esplendoroso como Astro de mil rayos y en el cual el mismo ser supremo nació bajo la forma de Brahama, el abuelo de todos los seres.[9]
Henríquez Ureña captó la esencia de las civilizaciones orientales antiguas cuando advirtió que ellas habían logrado avances admirables en todos los ámbitos de la cultura, sin dejar de reconocer que sus características más pronunciadas fueron la estabilidad y la petrificación social que facilitaba la perpetuación política de sus gobernantes, vía el establecimiento de leyes rigurosas o mediante el cumplimiento de la voluntad divina de sus dioses. Esto lo advierte el escritor rumano Mircea Eliade cuando enuncia las características de estas sociedades del antiguo oriente:
¿Qué significa “vivir” para un hombre perteneciente a las culturas tradicionales? Ante todo, vivir según modelos extrahumanos, conforme a los arquetipos. Por consiguiente, vivir en el corazón de lo real, puesto que lo único verdaderamente real son los arquetipos. Vivir de conformidad con los arquetipos equivalía a respetar la “ley”, pues la ley no era sino una hierofanía primordial, la revelación in illo tempore de las normas de la existencia, hecha por una divinidad o un ser mítico. Y si por la repetición de las acciones paradigmáticas y por medio de las ceremonias periódicas, el hombre arcaico conseguía, como hemos visto, anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en concordancia con los ritmos cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba a dichos ritmos (recordemos sólo cuan “reales” son para él el día y la noche, las estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etcétera).[10]
Ahora bien, Henríquez Ureña echó de menos en esas sociedades una orientación dirigida por los ideales de progreso, innovación y reforma del sistema político, jurídico y educativo, fuentes indiscutibles de toda movilidad social, de una cultura humanística y del desarrollo pleno del ser humano. Por tal razón, estas civilizaciones estuvieron muy lejos de alcanzar aquellas virtudes que son propias del humanismo integral, que sabe combinar sabiamente el desarrollo de las dotes individuales, con la praxis de la justicia, el florecimiento de la cultura y la búsqueda permanente del bienestar colectivo.
2-Grecia: Paradigma del Humanismo
El pueblo griego veía en el progreso y en la innovación perenne, consustanciales a la creatividad individual del ser humano y a la convivencia social, el leit motiv de su existencia. Es cierto que la civilización griega bebió de la fuente inagotable de los pueblos milenarios del Oriente (tal como lo destacan en sus textos narrativos los historiadores antiguos Heródoto y Tucídides), pero no es menos cierto que tuvo la capacidad de recrear las experiencias y los conocimientos adquiridos para estructurar una cultura original y trascendente, donde la perspectiva humana ocupó siempre el lugar más relevante.

En torno a las características más pronunciadas de la civilización griega, Henríquez Ureña hace la siguiente reflexión:
El pueblo griego introduce en el mundo la inquietud del progreso. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de cómo vive, no descansa en averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin tregua; no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Mira hacia atrás, y crea la historia; mira hacia el futuro, y crea las utopías, las cuales, no lo olvidemos, pendían su realización al esfuerzo humano. Es el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Funda el pensamiento libre y la investigación sistemática.[11]
La antigua Grecia es para Henríquez Ureña la fuente esencial de que se nutre todo humanismo, por cuanto constituye el huerto fecundo de donde brotan todas las ideas que en la actualidad se agitan como torbellino incesante en las mentes y en el quehacer cotidiano de todos aquellos que conformamos la denominada civilización o cultura occidental.
El escritor dominicano destaca los dones que posee ese pueblo, a quien reconoce como capaz de recurrir a un tiempo a la religión y a la leyenda, donde los dioses y los hombres se confunden en un gran abrazo. También fue forjador de las “polis” o Ciudades-Estados y del sistema político-social que lleva por nombre democracia, aunque en su forma imperfecta, en la medida en que sólo los hombres que tenían la condición de ciudadanos podían elegir y ser elegidos, en desmedro de las mujeres, de los comerciantes o artesanos, que denominaban metecos o periecos, y de los esclavos, los cuales estaban ausentes de toda convivencia social. De igual modo, fue creador, en un solo haz, de la historia que se refiere al pasado y de las utopías que, en tanto ansias de perfección, se refieren al futuro y logran su concreción gracias al esfuerzo efectivo de los seres humanos. Asimismo, fue forjador de la discusión, la crítica y el método como medio efectivo para lograr la mejora continua de las diferentes facetas del ser humano. Y fue quien impulsó el ejercicio del libre pensamiento y de la investigación sistemática en los más diversos ámbitos de la filosofía, la literatura, las ciencias, las artes y la religión.

Completando su visión panorámica sobre la civilización griega, Henríquez Ureña esboza el conjunto de características y aspectos que le distinguen de otras civilizaciones:
Como no tiene la aquiescencia fácil de los orientales, no sustituye el dogma de ayer con el dogma predicado hoy: todas las doctrinas se someten a examen, y de su perpetua sucesión brota, no la filosofía y la ciencia, que ciertamente existieron antes, pero sí la evolución filosófica y científica, no suspendida desde entonces en la civilización europea… El conocimiento del antiguo espíritu griego es, para el nuestro, moderna fuente de fortaleza, porque la nutre con el vigor de su esencia prístina y aviva en él la luz flamígera de la inquietud intelectual. No hay ambiente más lleno de estímulo; todas las ideas que nos agitan provienen, sustancialmente, de Grecia, y en su historia las vemos afrontarse y luchar desligadas de los intereses y los prejuicios que hoy las nublan a nuestros ojos.[12]
Henríquez Ureña destaca que una de las características más acentuada de la civilización griega es el examen crítico de todas las doctrinas que llegan a sus manos, de cuya acendrada dedicación al análisis sistemático, cáustico y holístico se deriva la evolución de la filosofía y la ciencia. De ellas dice que, si bien existieron mucho antes que los griegos, reconoce que con ellos adquiere una nueva dimensión y se convierte en un saber universal que transciende a la civilización europea y al mismo tiempo se constituye en fuente obligada para el desarrollo e innovación intelectual de la época actual, ya que la mayor parte de las ideas que mueven a la humanidad tienen sus raíces más profundas en la Grecia antigua.
No conforme con lo expresado, Henríquez Ureña se adentra en las múltiples características que dan cuenta de la perspectiva integral que tenían los griegos en relación con el conocimiento, la aprehensión e interpretación de la realidad y lo necesario que es mantener la actitud ético-moral y axiológica en el proceder del ser humano en la búsqueda constante de la verdad y de la perfección del espíritu, siempre guiado por la mesura, la sabiduría y el amor. En ese orden Henríquez Ureña expresa:
Pero Grecia no es sólo mantenedora de la inquietud del espíritu, del ansia de perfección, maestra de la discusión y de la utopía, sino también ejemplo de toda disciplina. De su actitud crítica nace el dominio del método, de la técnica científica y filosófica; pero otra virtud más alta todavía la erige en modelo de disciplina moral. El griego deseó la perfección, y su ideal no fue limitado, como afirmaba la absurda crítica histórica que le negó sentido místico y concepción del infinito, a pesar de los cultos a Dionisos y Deméter, a pesar de Pitágoras y de Meliso, a pesar de Platón y Eurípides. Pero creyó en la perfección del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como ‘prefiguración’ de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor. El griego no negó la importancia de la intuición mística, del ‘delirio’ -recordad a Sócrates-, pero a sus ojos la vida superior no debía ser el perpetuo éxtasis o la locura profética, sino que había de alcanzarse por la ‘sofrosine’[13]. Dionisos inspiraría verdades supremas en ocasiones, pero Apolo debía gobernar los actos cotidianos… Ya lo veis: las humanidades, cuyo fundamento necesario es el estudio de la cultura griega, no solamente son enseñanza intelectual y placer estético, sino también, como pensó Matthew Arnold, fuente de disciplina moral. Acercar a los espíritus a la cultura humanística es empresa de augura salud y paz.[14]

En este texto Henríquez Ureña resalta el profundo sentido crítico que siempre acompañó el pueblo griego, no sólo ante las concepciones religiosas, órficas o místicas, sino también ante toda conducta basada en principios éticos y morales, derivándose de ese proceder la evolución de la cultura en todas sus manifestaciones: la educación, la filosofía, la ciencia, el método y la virtud que le convierte en modelo de disciplina moral, sirviendo todo ello de referencia a la civilización occidental posterior.
Al hacer una comparación entre los ideales que orientaban los principios éticos y morales de la civilización helénica y de la civilización hebrea, Arnold muestra las siguientes identidades y diferencias:
El objetivo final de helenismo y hebraísmo, como el de todas las grandes disciplinas intelectuales, es sin duda el misma: la perfección o salvación del hombre… Sin embargo, persiguen este fin por cursos muy diferentes. La idea sobresaliente del helenismo es ver las cosas como realmente son; la idea sobresaliente del hebraísmo es la conducta y obediencia. Nada puede eliminar esta diferencia indeleble; la pelea griega con el cuerpo y sus deseos consiste en que impiden el pensar recto, la pelea hebrea con ellos consiste en que impiden el obrar recto. «El que guarda la ley, dichoso él», «Nada hay más dulce que cumplir los mandamientos del Señor»: ésa es la noción hebrea de felicidad; perseguida pasión y tenacidad, esta noción no deja descansar al hebreo hasta que, como es sabido, al fin forja con la ley una red de prescripciones para envolver su vida entera, para gobernar cada momento suyo, cada impulso, cada acción. La noción griega de felicidad, por otra parte, se expresa perfectamente con las palabras de un gran moralista francés: C’est le bonheur deshommes (Es la felicidad de los hombres). ¿Cuándo? ¿Cuándo aborrecen el mal? No. ¿Cuándo ejercitan noche y día en la ley del Señor? No. ¿Cuándo mueren a la luz del día? No. ¿Cuándo caminan hacia la Nueva Jerusalén con palmas en las manos? No, sino cuando piensan correctamente, cuando su pensamiento acierta, quand ils pensent justé. Al fondo de la noción griega y hebrea está el deseo, original en el hombre, de la razón y la voluntad de Dios, el sentimiento del orden universal, en una palabra, el amor a Dios.[15]
Los griegos concibieron la perfección como el ideal más elevado a que debe aspirar el ser humano en todo su quehacer, el cual integra en un todo indisoluble lo místico, lo emotivo, lo intuitivo, lo volitivo, lo axiológico y lo racional. Sin embargo, el humanista dominicano enfatiza que la perfección del hombre, en tanto ideal humano, solo es posible lograrlo gracias a su propio esfuerzo, en tanto cuanto prefigura la conducta perfecta, la cual debe estar orientada de manera indefectible por la templanza, la razón y la pasión.
En esto coincidieron Henríquez Ureña y Miguel de Unamuno con los griegos, al entender que el ser humano no solo está constituido de razón, sino también de sentimientos, los cuales les diferencian tanto de los demás hombres como de la totalidad de los animales que cohabitan en el planeta tierra. En ese sentido, Unamuno sostenía lo siguiente:
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado. Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre.[16]

Esta idea de Unamuno puede parecer insólita aún hoy día en que la ciencia y la tecnología ha logrado avances tan significativos en el ámbito de la neurociencia hasta llegar a la inteligencia artificial, llegando a conocer en detalle la estructura del sistema nervioso central, los hemisferios cerebrales, su constitución interna y sus funciones principales, pero donde la razón humana, el comportamiento de los seres humanos y de los animales, así como sus sentimientos, siguen siendo grandes enigmas pendientes de resolver.
Henríquez Ureña era del parecer que, si bien los griegos nunca negaron la intuición mística, fueron de opinión que la vida superior no podía supeditarse al ensueño, al perenne embelesamiento o a la demencia iluminada, ya que solo es posible alcanzarla mediante la virtud, la cual debe estar siempre guiada por la conjugación efectiva de la razón, la justicia, la moderación y los sentimientos, donde se concilien adecuadamente las verdades supremas con los actos cotidianos.
Platón en su obra El Banquete o El Simposio puso de relieve cómo es posible entrelazar lo cotidiano con lo divino, tomando como punto de intermediación el “Eros”. Para Henríquez Ureña fue apasionante leer esta obra clave de la filosofía platónica, pero sobre todo en aquel pasaje en que Sócrates recurre a la diosa Diótima para expresar su parecer sobre el sentido no sólo físico del “Eros”, sino también en su ámbito espiritual o divino; no sólo en lo relativo a un determinado grado de consagración del amor sino a la aspiración máxima de lo bello, lo bueno y lo perfecto que rige todo lo existente; no sólo en sus múltiples manifestaciones finitas, sino en su fuerza infinita y omnipotente dentro de la totalidad.

Jaeger, al referirse a la trascendencia humanística de este texto de Platón sobre el “Eros” o el amor, expresa:
La significación humanista de la teoría del eros en el Simposio como el impulso innato al hombre que le mueve desplegar su más alto yo, no necesita de ninguna explicación. En la República, esta idea reaparece bajo otra forma: la del sentido y la razón de ser de toda Paideia es el hacer que triunfe el hombre dentro del hombre. La distinción entre el hombre, concebido como la individualidad fortuita, y el hombre superior sirve de base a todo humanismo. Es Platón quien hace posible la existencia del humanismo con esta concepción filosófica consciente, y el Simposio es la obra en que esta doctrina se desarrolla por primera vez. Pero en Platón el humanismo no queda reducido a un conocimiento abstracto, sino que se desarrolla como todos los demás aspectos de su filosofía a base de la experiencia vivida de la extraordinaria personalidad de Sócrates.[17]

Para Henríquez Ureña, las humanidades y el humanismo, cuyo fundamento necesario está en el estudio a profundidad de la cultura griega, no solamente encarnan enseñanza intelectual y placer estético, sino también, fuente de toda disciplina moral y espiritual. Su gran visión le permitió entender que el acercamiento de los diferentes espíritus a la cultura humanística es una fuente inagotable de salud y paz para toda la humanidad, única vía que le permitirá alejarse de todas aquellas catástrofes que le han llevado a su autodestrucción, como fueron los grandes conflictos bélicos de la antigüedad, así como la primera y segunda guerras mundiales, durante la primera mitad del siglo XX.
Es esa comprensión la que lleva a Henríquez Ureña a tomar al pueblo griego como el paradigma esencial de su concepción humanística integral, por cuanto fue capaz de realizar inmensos aportes a la literatura épica, lírica, trágica y cómica de la mano de figuras tan relevantes como Homero, Hesíodo, Arquíloco, Safo, Tirteo, Anacreonte, Píndaro, Jenófanes, Esopo, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, entre otros. De igual manera, porque fundó la historia a través de los textos narrativos y analíticos de genios como Heródoto, Tucídides y Jenofonte, quienes reconstruyeron en toda su complejidad y esplendor el pasado mítico, místico, heroico y trágico de todo un pueblo que tuvo que enfrentar la embestida de las naciones enemigas y de polis vecinas, batiéndose en guerras tales como: Troya, las Médicas y del Peloponeso, lo que le permitió reafirmar su identidad cultural y alcanzar los más elevados niveles de perfección espiritual y humana.
En esa dirección el gran helenista Gilbert Murray, quien, al igual que Henríquez Ureña fue uno de los invitados por la Universidad de Harvard a dictar las famosas conferencias dedicadas a su rector Charles Elliot Norton, enuncia un conjunto de características que son propias de la literatura griega, tanto en el ámbito poético y dramático como en el de la prosa:
Al pasar a la literatura griega, lo primero que nos impresiona es su extraordinaria variedad. Donde la hebrea nos daba una forma poética, o a lo sumo dos — el salmo y la profecía, y ambas idénticas en metro y vocabulario— , la literatura griega nos brinda la épica y la épica burlesca, el poema didáctico o filosófico, la lírica coral y la personal, y cada clase comprende, a su vez, muchas subdivisiones: el poema político, como los del reformador Solón, del malhumorado Teognis, del revolucionario Alceo, del patriota Tirteo; la sátira, al estilo de las de Arquíloco e Hiponacte; el drama, trágico y cómico, y la poesía amatoria, la elegía y la narrativa. Y no sólo se encuentran estas distintas formas poéticas, sino que cada una de ellas tiene sus metros adecuados e incluso su dialecto propio.[18]

En el ámbito de la prosa, Murray destaca la profusión de obras literarias en ámbitos tan disímiles como los códigos locales, individuales y colectivos; todo tipo de historia, como las crónicas locales, las compilaciones, la historia universal y la historia militar; la filosofía en todas sus formas y variedades, con las cuales aborda desde las ciencias hasta la ética; así como la oratoria argumentativa práctica; las memorias, los mimos y los diálogos. En los siguientes términos se expresa Murray:
En la prosa, la variedad es mayor aún, si bien, cosa curiosa, no existe la clase de prosa que es la más corriente en la literatura de Babilonia o de Egipto. Al menos en el período clásico no hay crónicas de megalomanía regia, ni textos de magia ni libros de oráculos. Cierto es que a veces se cita a determinados oráculos y que, por supuesto, existieron ritos mágicos y encantamientos. Esto nos consta. Pero no fueron considerados dignos de ser conservados, como tampoco lo fueron los arrebatos de profetas trashumantes. No hay tampoco un gran código uniforme de leyes como el de Hammurabi. En cambio, encontramos distintos códigos locales, que unas veces son tradicionales y otras son obra de legisladores individuales, fruto de un pensamiento vivo y original. Hay distintos tipos de historia: crónicas locales; la compilación que de ellas hizo Helánico; Heródoto y su Historié universal, o sea, una indagación sobre todo aquello que interesaba al autor; Tucídides y su historia rigurosamente limitada y científica de una determinada guerra. Y luego pueden señalarse dos formas literarias casi desconocidas en los demás pueblos: la filosofía y la oratoria. La filosofía adopta las más variadas formas, por basarse en las ciencias naturales, en la matemática, en la astronomía o en las necesidades de la sociedad, culminando quizá en las dos escuelas de pensamiento ético que aún dividen a los moralistas actuales: el estoicismo y el epicureísmo. La oratoria, oratoria argumentativa práctica, fue desarrollo natural de las instituciones políticas libres para las cuales no había lugar ni en Egipto ni en Babilonia ni en Jerusalén. Un subproducto de la oratoria es el cúmulo de escritos ocasionales, como las censuras del viejo oligarca a la democracia ateniense; las Memorables de Jenofonte y sus notas sobre los perros de caza, así como los Mimos de Sofrón y su maravillosa progenie, los diálogos platónicos. Tal variedad es muy superior a la que presenta cualquier otra literatura, anterior o posterior a la griega, hasta llegar a tiempos muy modernos. Ni Roma ni la Edad Media lograron parangonarse con ella.[19]
Murray también resalta como una característica griega el escasísimo papel que desempeñan la superstición o la magia, enormemente reducido si se compara con Babilonia, Egipto o la India. Eso no quiere decir que no existiera superstición o que existiera poca, ya que hay abundantes testimonios sobre este particular, entre las que destaca a Nicias y el eclipse, o la mutilación de los Hermes o las descripciones de prácticas supersticiosas en Teofrasto, Epicuro, Lucrecio y Minucio Félix. Para el helenista era muy evidente que en la antigua Grecia la superstición se despreciaba y que, en general, no se dejaba que lo sobrenatural se inmiscuyera en la literatura seria.
Para Murray el destronamiento de lo sobrenatural en el arte y en la poesía es igualmente notable y adopta una forma curiosa. En la Grecia primitiva, la religión fue siempre local. Para la gente eran reales los dioses de su lugar y de sus antepasados, a diferencia de aquellas otras divinidades cosmopolitas y sin raíces que Homero y los poetas difundieron por toda Grecia. Pero sólo aquellos dioses cosmopolitas fueron los que ejercieron gran influjo en la poesía o en el arte: aquellas deidades un tanto irreales, de forma humana idealizada, y con características humanas idealizadas. Los dioses antropomórficos de la Grecia clásica no representaban una religión primitiva, sino una reforma contra el salvajismo de tal religión. Esto significa que la religión misma se humanizó.
Como se ha podido observar, Grecia alcanzó un desarrollo exponencial en las más diversas expresiones de la filosofía, la poética, la dramaturgia, el teatro, la prosa, la ciencia, el arte, el mito y la utopía, a partir de la reflexión sistemática y preeminente de determinados elementos de la naturaleza, del mundo material y espiritual, como la tierra, el agua, el aire, el fuego, el cielo, los átomos, los números, el ser, la identidad, lo indeterminado, lo finito e infinito, la física, la metafísica, la geometría, el conocimiento, el alma humana, la educación, la mitología, la medicina, la lógica, la ética, la moral, la axiología, las polis, las constituciones y las leyes, entre otros saberes claves para el desenvolvimiento y perfeccionamiento efectivo de la humanidad.
Para alcanzar ese desarrollo sin igual, el pueblo griego se valió de mentes brillantes y enciclopédicas, como las de Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Safo, Píndaro, Anacreonte, Heródoto, Tucídides, Demóstenes, Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, Heráclito, Parménides, Crátilo, Zenón, Meliso, Empédocles, Demócrito, Pitágoras, Diógenes, Gorgias, Protágoras, Isócrates, Hipócrates, Arquímedes, Sócrates, Platón y Aristóteles, entre otros, quienes hicieron aportes indispensables para la comprensión cabal del cosmos, del mundo, del ser humano y de la sociedad en general.

Al hacer un recorrido rápido a través de los aportes de Grecia al mundo literario de la antigüedad, Pedro Henríquez Ureña afirma:
Hubo en Grecia grandes poetas épicos (el legendario Homero, a quien se atribuyen los dos grandes poemas de la Ilíada y la Odisea), dramáticos (Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes), líricos (Safo, poetisa de Lesbos; Píndaro, Anacreonte); grandes historiadores (Heródoto, Tucídides); grandes oradores (Demóstenes); grandes filósofos que eran a la vez escritores (Platón, Aristóteles; en cambio, Sócrates, el más famoso de los filósofos griegos, no escribió).[20]
Es más que evidente que Henríquez Ureña tenía un conocimiento sumamente amplio en torno a los aportes que hizo la antigua Grecia al mundo occidental en los tan disímiles géneros de la literatura, la historia, la oratoria, la ciencia y la filosofía, el cual le permitió anclar en roca firme su humanismo integral orientado a la búsqueda incesante de la perfección del ser humano.
Al mismo tiempo Henríquez Ureña destaca la influencia que tuvo Grecia sobre la antigua Roma en todos los órdenes, cuando asegura: “Roma siguió el ejemplo de Grecia, imitándola en todas las artes, y tuvo poetas como Virgilio, Horacio, Ovidio; oradores como Cicerón; historiadores como Tito Livio y Tácito.”[21]

El influjo que tuvo Grecia sobre Roma fue de tanta significación que, tal como revela Hegel, las civilizaciones posteriores pudieron conocer de sus aportes gracias a la difusión que hizo este gran imperio de sus puntos luminosos, así como a la recreación creativa de sus aportes en los ámbitos místicos, religiosos, filosóficos, literarios, retóricos, historiográficos, pedagógicos, éticos, axiológicos y morales. En los siguientes términos lo expresó Hegel en su obra Lecciones de Historia de la Filosofía, publicada póstumamente en 1833 por Karl Ludwig Michelet:
El nombre de Grecia tiene para el europeo culto, sobre todo para el alemán, una resonancia familiar. Los europeos han recibido su religión, las concepciones del más allá, de lo remoto, no de Grecia, sino de más lejos, del Oriente y, concretamente, de Siria. Pero las concepciones del más acá, de lo presente, la ciencia y el arte, lo que satisface, dignifica y adorna nuestra vida espiritual, tuvo como punto de partida a Grecia, bien directamente, bien indirectamente, a través de los romanos. Este último camino, el de Roma, fue la primera forma en que esta cultura llegó a nosotros, por parte también de la Iglesia, en otro tiempo universal, cuyo origen debe buscarse en la misma Roma y que todavía hoy conserva la lengua de los romanos. Las fuentes de la enseñanza eran el Evangelio latino y los Padres de la Iglesia. También nuestro Derecho se jacta de haber recibido su orientación más perfecta del derecho romano. La densidad germánica necesitó pasar, para disciplinarse, por la dura escuela de la Iglesia y el derecho romanos; sólo de este modo se ablandó el carácter europeo y se capacitó para la libertad. Por consiguiente, después que la humanidad europea se instaló dentro de sí como en su propia casa, mirando a su presente, abandonó lo histórico, lo recibido de fuera. A partir de entonces, el hombre empezó a encontrarse en su propia patria; y, para poder disfrutar de ella, volvió los ojos a los griegos. Dejemos a la Iglesia y a la jurisprudencia su latín y su romanismo. Nuestra ciencia superior, libre y filosófica, como nuestro arte libre y bello, y el gusto y el amor por una y por otro, sabemos que tienen sus raíces en la vida griega y que derivan de ella su espíritu. Y si nos fuese lícito sentir alguna nostalgia, sería la de haber vivido en aquella tierra y en aquel tiempo.[22]
Sin duda alguna, Roma tuvo en Grecia su espejo más fiel, tanto en el panteón de sus dioses mitológicos, en el mundo literario, en la oratoria, en la historia, en el arte, en la ciencia como en la filosofía, dándole un carácter humanizante y mundano a todas sus producciones y disquisiciones teóricas, aunque a diferencia de aquella otra civilización, su accionar siempre estuvo guiado por un sentido práctico, utilitario y cotidiano. En los ámbitos del arte y la filosofía, los griegos alcanzaron el más alto nivel de refinamiento, gusto estético y abstracción, al combinar con gran sabiduría e intuición en sus obras de arte y en sus reflexiones teóricas el equilibrio, la armonía y la belleza, que al presente siguen deslumbrando a todo aquel de las contempla y estudia.
Es muy evidente que Henríquez Ureña tenía razones más que suficientes para denominar con el adjetivo calificativo de “milagro griego” a los inmensos aportes de la antigua Grecia a la cultura universal en todos los ámbitos, como ocurrió con el arte, la cultura, la filosofía, las ciencias, la lógica, la historia, la política, la ética, la moral, la estética, la metafísica, la pedagogía, la oratoria y las más diversas esferas del quehacer humano.
[1] Seth, Sanjay. ¿A dónde va el humanismo?. El Correo de la UNESCO, Octubre-Diciembre de 2011, p. 6.
[2] Se refiere a “La aportación de las ciencias sociales a la humanización de la civilización técnica”, documento del 8 de agosto de 1956, publicado por primera vez en El Correo de la UNESCO Nº 2008-5, “Claude Lévi-Strauss: miradas distantes”. Disponible en los archivos digitales de El Correo de la UNESCO: www. unesco.org/es/courier.
[3] Doueihi, Milad. Humanismo digital, El Correo de la UNESCO, Octubre-Diciembre de 2011, pp. 32-33.
[4] Ibidem, p. 33.
[5] Henríquez Ureña, Pedro. Ensayos. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 22.
[6] Ibidem, pp. 22-23.
[7] Anónimo. Códigos legales de tradiciones babilónicas. Barcelona: Trotta, Ediciones de la Universitat de Barcelona, 1999, pp. 97-98.
[8] Ibidem, p. 148.
[9] Anónimo. Leyes de Manú. Instituciones religiosas y civiles de la India. París: Casa editorial Garnier Hermanos, 1924, pp. 15-17.
[10] Eliade, Micea. El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición. Buenos Aires: Emecé Editores, 2001, p. 58.
[11] Henríquez Ureña, Pedro. Ensayos. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 23.
[12] Ibidem, p. 24.
[13] Esto quiere decir: Una vida justa debe ser guiada por la razón y la moderación.
[14] Henríquez Ureña, Pedro. Ensayos. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 24.
[15] Matthew, Arnold. Cultura y anarquía. Madrid: Cátedra, 2010, pp. 166-167.
[16] De Unamuno, Miguel. Del Sentimiento Trágico de la Vida en los Hombres y en los Pueblos. Madrid: Renacimiento. Sociedad Anónima Editorial, 1913, p. 7.
[17] Jaeger, Werner. Paideia: Los Ideales de la Cultura Griega. México: Fondo de Cultura Económica, 2006, p 586.
[18] Murray, Gilbert. Grecia Clásica y el Mundo moderno. Madrid: Editorial Norte y Sur, 1962, pp. 19-20.
[19] Ibidem, p. 20.
[20] Henríquez Ureña, Pedro. Obras Completas, 3: 1899-1910, Vol. II. (Miguel D. Mena, Compilador y Editor). Santo Domingo: Ministerio de Cultura de la República Dominicana, 2013, p. 306.
[21] Ibidem.
[22] Hegel, Georg W. Friedrich. Lecciones sobre Historia de la Filosofía I. México: Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 139.
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