Atardece. Gotea rojo el crepúsculo, como gotas de sangre sobre su cabeza. Presagios de muerte y de resurrección.

Orfeo ha bajado al infierno. Le acompaña su lira y su daimon: el espíritu, la esencia que lo cuida, la fuerza de todas sus fuerzas: la Música.

En su descenso, Orfeo camina hacia su iniciación, la que será luego el camino de purificación de los órficos y de sus fervorosos y musicales discípulos.

Quería salvar a su amada Eurídice de los infiernos. Toma su lira y entona la canción más bella y conmovedora que dioses y hombres hayan escuchado.

¿Qué fuerzas, qué energías podían calmar la sed y el hambre de Tántalo? Orfeo, en su camino hacia el Hades, consiguió que el perjuro y traidor Ixión detuviera su terrible rueda y que la piedra de Sísifo se suspendiera flotando en el aire.

Enmudecían las Ménades ante su canto. Tan grande era la poesía y la belleza de su música, que los oscuros dioses se retiraban a su paso.

Así fue que Hades y Perséfone aceptaron que Eurídice regresara al mundo de los vivos, con la condición de que Orfeo, su esposo —el más grande músico y el más grande de los poetas, el creador de misterios— debía guiar a Eurídice hasta las puertas del Hades sin volver la vista atrás.

Orfeo se da la vuelta, y Hermes atrapa a Eurídice para regresarla al inframundo, 1820.

Casi llegando a la luz del sol, Orfeo se preguntó:
—¿Y si Eurídice no viene tras de mí?—
Acababa de dudar de las palabras de los dioses, y eso tiene su precio.

Eurídice, que había muerto por la picadura de una serpiente, cayó muerta por segunda vez, y ahora era para siempre.

El poeta la contempló por última vez, de pie en la sombra helada de la barca, en la frígida cumba, como la llamó Virgilio, quien describe la escena: Eurídice yéndose lentamente por las negras y frías aguas de la Estigia, sin despedirse de Orfeo.

Desde entonces, Orfeo fue el músico errante, el poeta desterrado, que vaga con la mirada perdida por barrancos, valles y montañas.

Virgilio lo dibuja al pie de un abismo, llorando inconsolable y sin detenerse durante siete días consecutivos.

La música le permitía dominar demonios y alterar la realidad, mover árboles, ríos y montañas; pero, con tanto poder, no pudo rescatar a su amada Eurídice del terrible infierno.

El final de Orfeo fue tan trágico, que algunos dramaturgos y poetas han trazado analogías y metáforas con la pasión de Cristo. Entre tantos poetas se encuentra William Shakespeare, en su Soneto 116 y en sus textos teatrales Mucho ruido y pocas nueces y La tempestad.

Sucedió entonces que Orfeo subía todas las mañanas, al salir el sol, al monte Pangeo para cantarle a Helios —identificado con Apolo—, y tan hermosos eran sus cantos que despertó la envidia de Dionisio. Este, envilecido por la rabia, convenció y sedujo a las Ménades para que le dieran muerte.

Así ocurrió: las Ménades lo descuartizaron y esparcieron los pedazos de su cuerpo por los cuatro puntos cardinales.

La cabeza de Orfeo fue arrojada a las aguas del río Hebro, y siguió cantando. Flotó hasta llegar al mar, y su canto enternecía a tritones, sirenas, leviatanes y tempestades, colmando los mares con una azul y delicadísima ternura.

Al llegar su cabeza a la isla de Lesbos, las Musas la rescataron y levantaron un templo y un oráculo en su honor, donde su canto continúa. Su poesía y su música permanecen para toda la eternidad.

Música y poesía: aquello que los iniciados en los misterios órficos, antes de toda música y poesía, primero escuchan —los cantos de Orfeo.

Hay muchísimas versiones de su muerte, pero todas coinciden en la resurrección de su canto.

La lira de Orfeo.

Hombre perdido entre los hombres, músico errante, poeta trashumante: su imagen es la imagen platónica del poeta desterrado de todas las tierras y de todos los espacios.

No es por azar que su historia haya inspirado a tantos músicos, poetas, dramaturgos y cineastas: desde la altura de Shakespeare, pasando por Paul Valéry y Lezama Lima; músicos como Stravinski, Monteverdi, Strauss, Gluck, Schubert, Milhaud, Antonio Jobim y Vinicius de Moraes —letrista y músico de Orfeo Negro, la magnífica película coproducción Canadá–Brasil—, hasta llegar a la más alta expresión del mito: Los sonetos a Orfeo de Rainer Maria Rilke.

Joseph Brodsky, al escribir sobre los sonetos de Rilke, se refiere a la fascinación que despierta esta historia: la angustia del hombre contemporáneo, aterrorizado ante el espanto y la ternura; la angustia del poeta que, por su amor a la poesía, se convierte en un ser distanciado de cuanto lo rodea, condenado a una infinita soledad:

“Pues es Orfeo. Ved su transformación en esto o aquello.
No nos afanemos en buscar otro nombre.
Una vez por todas es Orfeo cuando canta.
Viene y se va. Canta Orfeo. Alto árbol en el oído.”

Escribe Rilke para levantar altísimo su canto en el último verso de su primer Soneto a Orfeo:

“Allí les creaste un templo en el oído.”

Atardece. Gotas de rojo caen sobre la cabeza de todos los hombres.
Música jamás oída.
Semillas de resurrección.

Canta un gran canto: la Música infinita.
La invisible lira de Orfeo.

Ángel Concepción Lajara (Yeyé)

Escritor y crítico

Escritor, teatrista, crítico de arte.

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