Cuando asistí al estreno de El sueño de la vida, no tenía la intención de hacer una crítica al montaje de la Compañía Nacional de Teatro de la Dirección General de Bellas Artes. Mi expectativa era celebrar el Día Mundial del Teatro y valorar el esfuerzo de llevar a escena una obra basada en un texto inconcluso de Federico García Lorca. Sin embargo, el resultado me llevó a una reflexión inevitable sobre el propósito y la responsabilidad de nuestra principal compañía teatral.
Lo que debía ser un homenaje al legado de Lorca terminó convirtiéndose en una puesta en escena que, lejos de honrar su nombre, lo desvirtúa. Y, aún más preocupante, confirma el descuido en el impulso y la promoción de la dramaturgia nacional.
Lorca en escena: cuando el sueño se vuelve angustia
El estreno, presentado en la Sala Máximo Avilés Blonda del Palacio de Bellas Artes, contó con un elenco integrado por Miguel Bucarelly, Manuel Raposo, Nileny Dipton, Canek Denis, Gilberto Hernández, Pachy Méndez, Ernesto Báez, Wilson Ureña y, como invitado especial, el actor español Luis Hacha.
Más allá del mérito de llevar a escena una obra inconclusa de Lorca, el montaje evidenció serias deficiencias en distintos niveles. La dramaturgia, en lugar de aportar fluidez, convirtió la puesta en escena en una experiencia densa, interminable y difícil de sostener. La adaptación no solo no ayudó a clarificar la esencia de la obra, sino que terminó por hacerla agotadora para el público.
En cuanto a las interpretaciones, la declamación careció del dominio necesario, con actores que enfrentaron dificultades evidentes en dicción y entonación. Un montaje sobre Lorca, ejecutado por la Compañía Nacional de Teatro, debería aspirar a la excelencia. Sin embargo, lo presentado estuvo muy por debajo de esas expectativas. Solo Miguel Bucarelly y Canek Denis lograron destacarse, aportando matices y profundidad a sus personajes.
A esto se suma un hecho inaceptable: la Compañía Nacional de Teatro, que debería ser el estandarte del impulso de la dramaturgia nacional, ha optado por una obra de marcado enfoque hispánico, dejando de lado su responsabilidad de fomentar y dar visibilidad a la creación teatral dominicana. Y lo más preocupante: no para enaltecer el nombre y legado de Lorca, sino para degradarlo con una adaptación que lo desvirtúa.
¿Qué sentido tiene que la principal institución teatral del país dedique sus recursos a un montaje basado en una obra inconclusa de Lorca, cuando hay dramaturgos dominicanos con propuestas sólidas y valiosas esperando ser llevadas a escena?
La Compañía Nacional está conformada, supuestamente, por profesionales del teatro. Pero si lo que vimos anoche (jueves 27 de marzo) es reflejo de su nivel actual, entonces es momento de una profunda revisión.
Como si todo esto fuera poco, la imagen de una sala semivacía en plena celebración del Día Mundial del Teatro es un síntoma alarmante. Un evento que debería ser un punto de encuentro para los teatristas y el público terminó convertido en una función casi desierta.
Esto no solo habla del desencuentro entre la audiencia y el teatro institucional, sino también de la necesidad urgente de replantear qué se está ofreciendo desde nuestras instituciones culturales y hacia dónde queremos llevar nuestra escena nacional.
Mientras hacía esfuerzos por enfocarme en la función, mi mente recordaba el fallecimiento de Iván García en el mes del Teatro. Y entendí que debía escribir sobre él.
Iván García Guerra: una pérdida irreparable
Pero más allá de cualquier crítica, hoy me embarga un profundo duelo. La escena nacional ha perdido a uno de sus más grandes pilares: Iván García Guerra. Dramaturgo, actor, director, maestro. Su partida deja un vacío imposible de llenar. Marzo, mes en que conmemoramos el teatro, se despide llevándose consigo a uno de nuestros imprescindibles.
Iván iluminó los escenarios con su talento, pero su mayor legado no fueron solo sus interpretaciones o sus textos, sino su impacto en generaciones enteras de teatristas que encontraron en él un faro, una guía, un ejemplo de entrega absoluta al arte. Su compromiso con la cultura dominicana fue inquebrantable. Pero más allá de los aplausos y los reconocimientos, su muerte nos deja una pregunta dolorosa: ¿estamos haciendo justicia con nuestros grandes teatristas?
Anoche, al ver sobre el escenario a Miguel Bucarelly, amigo y compañero de más de cincuenta años, reviví un sinfín de memorias. Desde nuestros días en el Teatro Estudiantil del Colegio de La Salle, los 7 días presos en solitaria por hacer teatro popular en 1974, pasando por el Teatro Gayumba y nuestra labor en Gratey, hemos compartido una vida entera dedicada al teatro.
Miguel es un imprescindible. Un actor que ha entregado su existencia al arte sin esperar nada más que la magia del escenario, los aplausos y el calor del público.
Y, sin embargo, tiene 75 años y aún no ha sido pensionado.
¿Cómo es posible que un actor con su trayectoria, con su peso en la historia del teatro dominicano, aún no cuente con el reconocimiento y la estabilidad que merece? ¿Cuántos más tendrán que vivir en la incertidumbre después de haberlo dado todo a las tablas?
Entonces, volví a recordar a Iván García Guerra. Su legado es incuestionable, pero su despedida nos enfrenta a una realidad cruda: demasiados artistas mueren en la precariedad, sin la seguridad económica que su trabajo les debió garantizar en vida. Y cuando parten, vienen los homenajes, los discursos, los reconocimientos póstumos.
El Ministerio de Cultura y su responsabilidad histórica

El Ministerio de Cultura no puede seguir postergando una deuda que ya es insostenible. Los teatristas que han dedicado su vida entera al arte merecen no solo aplausos y homenajes, sino también seguridad y estabilidad en vida.
Porque el teatro es pasión, es entrega, es vocación… pero también es una profesión. Y como tal, debe ser reconocida con derechos y garantías.
El hecho de que, a pesar de todo su compromiso, muchos artistas no hayan sido pensionados refleja una grave falta de apoyo institucional y una subvaloración de su papel esencial en la sociedad. El sistema debe reconocer y valorar a aquellos que, durante décadas, han enriquecido el panorama artístico y cultural. Garantizarles una pensión digna es un acto de justicia. No es un favor ni una dádiva. Es lo mínimo que se les debe a quienes han dado su vida por nuestra cultura.
Que esta celebración del Día Mundial del Teatro no sea solo una fecha para aplaudir el arte escénico. Que sea también un momento de reflexión sobre la responsabilidad que tenemos como sociedad de honrar y proteger a quienes han construido nuestra historia teatral.
Porque los imprescindibles NO PUEDEN SER OLVIDADOS.
Porque la justicia para nuestros teatristas NO PUEDE SEGUIR ESPERANDO.
Es urgente, es un acto de dignidad, es una deuda con aquellos que han entregado su vida a la cultura, al arte y a la historia de nuestra nación.
No podemos permitir que los pilares de nuestra escena terminen en la incertidumbre y el olvido. Ellos son los que nos han mostrado el camino, nos han hecho pensar, soñar y, sobre todo, sentir.
¡Es hora de que les devolvamos, al menos, una fracción de lo que nos han dado!
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