En el ámbito selecto de una de esas tertulias que honran el buen juicio y la libre deliberación intelectual —convocada por mi estimado amigo Alejandro Herrera— se puso sobre la mesa la lectura de la novela Yo, Balaguer (2025), obra del escritor Pablo Gómez Borbón. Aquel debate, en apariencia trivial, pronto se tornó en arena de disensión aguda cuando, sometido el texto al examen riguroso del historiador, quedaron al desnudo deslices notables, omisiones flagrantes y desviaciones que no podrían ser toleradas por el lector que exige fidelidad a la memoria de los hechos.
Fue entonces cuando surgió, inevitable, la cuestión que sigue latiendo en el trasfondo de nuestras letras: ¿Cuál es, en verdad, el valor de la novela histórica? ¿Debe la ficción rendirse incondicionalmente ante la verdad de los archivos y las fechas, o está autorizada a trascenderlos en virtud de una verdad más alta, poética y filosófica?
Guiado por esa interrogante, he dirigido mi atención hacia una obra fundamental de las letras antillanas: El reino de este mundo (1949), del cubano Alejo Carpentier. Texto que, por su carácter híbrido y su singular aproximación al pasado haitiano, ha sido confundido por no pocos con una crónica histórica, siendo en realidad otra cosa: un artefacto literario de vastas resonancias simbólicas y vocación alegórica.
Las figuras tutelares del relato
Carpentier articula su obra en torno a cuatro núcleos narrativos de alta carga emblemática:
I-Mackandal, el hechicero rebelde
Es Mackandal, esclavo mutilado en el ingenio de Lenormand de Mézy, quien encarna la primera irrupción del espíritu insurgente. Convertido en taumaturgo y envenenador, recurre a los sortilegios de la naturaleza para sublevar a los suyos: envenena frutos, aguas, utensilios, y se transfigura a voluntad en mosquito, felino o árbol. Capturado por los colonos, muere en la hoguera en 1758; pero su leyenda perdura, inmortalizada en la memoria popular que lo cree salvado por su hechicería. Con ello, Carpentier funde el dato histórico con el mito, dando testimonio de un Caribe donde la realidad es inseparable de lo prodigioso. A esa realidad que pervive en la mente de los haitianos, es lo que él ha llamado lo real maravilloso.
II-Boukman y el estallido revolucionario
En esta segunda sección, se narran la ceremonia vudú de Bois Caïman y la gran insurrección de agosto de 1791, que inicia el incendio general de Saint-Domingue. Figuran aquí personajes como Paulina Bonaparte y su esclavo Solimán, así como la decadencia del amo de Ti Noel —testigo de toda la narración—, quien, tras perder sus bienes, muere humillado en Santiago de Cuba.
III. Henri Christophe y la monarquía negra
Erigido rey absoluto de Haití, Christophe construye una corte fastuosa en el palacio de Sans-Souci y levanta con sudor esclavo la ciudadela de La Ferrière. Su reinado, empero, es efímero: acosado por la parálisis y la rebelión, se da muerte con dignidad trágica. Aquí, Carpentier subraya la ironía última del poder: el esclavo alzado puede devenir déspota.
IV-El viaje de Solimán y el retorno de Ti Noel
Tras la muerte de Christophe, Solimán acompaña a Paulina Bonaparte a Europa, donde la contempla como una diosa profana. De regreso en Haití, Ti Noel vuelve al caserón del amo y se entrega a reflexionar sobre la eternidad de la injusticia: el ciclo del poder permanece intacto, aunque cambien los rostros del opresor.
La historia sacrificada
Este corpus literario, de innegable potencia evocadora, no debe, sin embargo, ser confundido con un intento de reconstrucción cronológica fiel. Carpentier omite deliberadamente eventos fundamentales del proceso haitiano: el gobierno de Toussaint Louverture, la batalla de Vertières, la proclamación de la independencia en 1804, el imperio de Dessalines, la partición del país tras su asesinato en 1806, y la presidencia vitalicia de Alexandre Pétion en el sur republicano.
El lapso entre la ejecución de Mackandal y la rebelión de Boukman abarca 33 años que la novela cubre en unas pocas líneas, y el lector jamás asiste al instante fundacional de la ciudadanía haitiana. Esta omisión —que en otros contextos sería una falla— aquí es coherente con la visión de Carpentier: el tiempo histórico es sustituido por un tiempo mítico, cíclico, trágico. La libertad, en ese universo narrativo, nunca se consuma plenamente; es promesa y espejismo, no destino.
Notoriamente ausente está Toussaint Louverture, figura que encarnó como ninguna otra el ideal ilustrado de una república negra racional, ilustrada y autónoma, aún leal a Francia. Carpentier prescinde de él, porque su novela no obedece a la lógica de los tratados ni al ritmo de la Historia, sino a la cadencia de lo simbólico. En lugar del estadista, elige al hechicero, al mártir, al soñador: los hombres que encarnan lo prodigioso más que lo legal.
Tampoco figura Dessalines, el Emperador, ni su gesta independentista, ni su proyecto de nación. De este modo, la novela no reconoce una transición política de poder, sino que acentúa la perpetuación del sometimiento en nuevas formas. El relato no construye una línea de causas y consecuencias: construye un mosaico de escenas atávicas, cargadas de símbolos y de resonancias ancestrales.
Una verdad más alta
En todo esto hay una voluntad deliberada: Carpentier no quiere ser cronista de una revolución, sino intérprete de su espíritu. Donde el historiador ve hechos, el novelista ve arquetipos. Y así, sacrifica la verdad documental en aras de una verdad poética y filosófica: la que revela que el poder corrompe siempre, que la opresión retorna cíclicamente, que el milagro de la libertad es siempre efímero, y que la Historia —esa diosa exigente— rara vez cumple su promesa.
El Haití que emerge de estas páginas no es el de las constituciones ni el de los cañones, sino el de los espíritus y las ruinas. Un Haití barroco, sincrético, desgarrado entre lo real y lo maravilloso. Un Haití, en suma, más verdadero que el de los archivos, porque vibra en la conciencia trágica del hombre caribeño, que sabe —como Ti Noel— que “el reino de este mundo” no está hecho para la justicia ni la redención final.
Por más que ciertos historiadores empeñados —y no pocos propagandistas ávidos de forjar mitologías útiles— se hayan dedicado a exaltar la Revolución haitiana como uno de los jalones más sublimes de la historia universal, la verdad desnuda, sin afeites ni oropeles, se revela otra: aquella insurrección fue, en realidad, la única revuelta conocida que tuvo por propósito y resultado el establecimiento de una monarquía de carácter absoluto, cimentada sobre el trabajo forzado —la corvée— y sustentada en la conversión del esclavo no en ciudadano libre, sino en súbdito de un Imperio.
Mientras en la otra orilla del Atlántico, los franceses se desangraban en pos de abatir el Antiguo Régimen e instaurar una república fundada en los principios del equilibrio de poderes que propugnara Montesquieu en su célebre Esprit des Lois, en la antigua colonia de Saint-Domingue los insurgentes, lejos de abrazar tales ideales, erigían una monarquía autocrática, ornamentada con los fastos del absolutismo más descarnado.
Decirlo sin eufemismos: no pueden, los herederos de tal empresa, pretender dar lecciones de libertad al resto del continente, como equivocadamente han sostenido algunos tratadistas contemporáneos, deseosos de hallar en la Revolución haitiana un eco fiel —y en verdad inexistente— de la gesta francesa. Más que una Revolución la revolución haitiana debe ser examinada como una contrarrevolución.
En Alejo Carpentier no hay desconocimiento del archivo, sino deliberada transgresión de su dictado. Artista antes que cronista, músico de la palabra antes que escriba de los hechos, el novelista cubano rehúye el dato minucioso para abrazar la metáfora total. Su relato de la Revolución haitiana —más que una narración de eventos— es una sinfonía de símbolos, una mitología del Caribe donde el tiempo no transcurre, sino que se repite con ritmo de ritual.
Así, Mackandal, aunque muerto en 1758, habla como profeta de insurrecciones venideras; Boukman es evocado no como estratega, sino como oficiante de un misterio ancestral; y Henri Christophe, elevado a monarca por el hierro y la sangre, deviene figura trágica, imagen del poder que se perpetúa bajo nuevas máscaras. Louverture, sorprendentemente ausente, cede el foco a Ti Noel, humilde testigo de las grandezas y las ruinas, encarnación del pueblo callado y eterno.
Carpentier rompe, sí, con la cronología —pero no por error, sino por elección estética. No busca el cuándo, sino el qué. No el hecho desnudo, sino el mito viviente. Su verdad no es la del archivo, sino la del inconsciente colectivo. Y por ello, su Revolución no progresa, sino que se reitera: cada promesa de redención degenera en tiranía, cada aurora concluye en eclipse.
Podrán objetar los positivistas la licencia de su pluma; pero la historia —esa magistra vitae de Cicerón— no agota las formas del conocimiento humano. La cuando alcanza su altura, revela verdades más hondas: las del inconsciente colectivo, las del símbolo que pervive, las del hombre enfrentado a su destino.
En definitiva, entre la crónica y la tragedia media un abismo insalvable: la una se conforma con registrar; la otra se atreve a interpretar. Y si la Revolución Haitiana nos explica el surgimiento de la primera monarquía negra, El reino de este mundo —con la majestad de lo inmutable— nos descubre la esencia trágica de todo poder que, al alcanzar la cumbre, vuelve a engendrar su propia ruina.
El reino de este mundo, lejos de limitarse a la mímesis de hechos o a la ficción ornamentada, se yergue como un artefacto simbólico de hondura trágica, en el que la historia del Caribe —y muy particularmente la haitiana— se ofrece no como gesta emancipadora, sino como drama cíclico de servidumbre renovada. El narrador omnisciente, personaje principal de la novela: culto, barroco, despliega su enorme sapiencia musical e historiográfica, su dominio retórico y simbólico para revivirnos esa época, en la que el mito aparece hermanado con la narración.. Así, la figura de Ti Noël —campesino anónimo, criatura sin gloria— encarna con amarga dignidad al sujeto insular condenado al eterno retorno del yugo bajo apariencias diversas.
En esta obra, la Ciudadela de Henri Christophe no es baluarte de libertad, sino arquitectura del despotismo reenmascarado; coloso de piedra alzado por esclavos liberados solo en nombre, sometidos al látigo revolucionario de un monarca negro. La paradoja es cruda y cruel: se combatió al imperio para instaurar el absolutismo; se proclamó la independencia para imponer la corvée o trabajo forzado.
Carpentier, dotado de la lucidez del poeta-filósofo, desarticula el mito liberal que ve en la revolución haitiana un triunfo de la libertad. Nos recuerda, con simbolismo doliente, que la emancipación sin cultura cívica es vana; que el poder, sin freno institucional, se vuelve tiranía; y que el Caribe —luz y sombra, milagro y látigo— no ha sido escenario de la historia, sino su víctima y eco trágico. No pocos han muerto o han caído sacrificados como mártires por una falaz redención.
En suma, la grandeza de esta novela no reside en la epopeya, sino en la advertencia: El reino de este mundo es un espejo que nos devuelve el rostro terrible del poder mal comprendido y el precio inexorable de la libertad vacía de sustancia moral. Es, en verdad, una elegía para pueblos que confundieron la ruptura con la redención, y la revuelta con la justicia.
En sus cursos de la Universidad de Princenton, Marío Vargas Llosa presentó esta novela como una de las obras magistrales de la literatura hispanoamericana.
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