En esta tercera década del siglo XXI, época en la que lo cibernético, lo digital y la inteligencia artificial (IA) se han vuelto el suelo aparente de nuestra experiencia, la tradición filosófica no aparece como una reliquia arqueológica. Es un organismo vivo que respira en nuestras preguntas actuales y nos recuerda que el verdadero desafío no es producir máquinas que piensen por nosotros, es aprender a pensar con ellas y más allá de ellas.

Los grandes filósofos del pensamiento como Sócrates, Platón, Aristóteles o Kant no ofrecen respuestas prefabricadas, menos aún datos; ofrecen preguntas que despiertan. La filosofía no busca resolver problemas, busca expandir la conciencia desde la cual los comprendemos. Pensar más allá de la IA implica resistir la tentación de que el pensamiento quede reducido a la velocidad de la eficiencia, del rendimiento algorítmico.

Hoy día, el pensamiento de Sócrates cobra vida de una manera sorprendente. Su insistencia en que la información no equivale a conocimiento adquiere una vigencia notoria vigencia en el cibermundo donde los datos se multiplican sin límite. La práctica socrática, llevada al mundo de la virtualidad, nos obliga a preguntarnos cómo distinguir la verdad en una época donde la posverdad se reproduce algorítmicamente. No basta acumular respuestas, es necesario aprender a formular preguntas capaces de atravesar la zona gris de lo digital. La IA puede generar textos, pero el sentido sigue dependiendo de nuestra capacidad de discernimiento.

Frente a máquinas cibernéticas cada vez más inteligentes, se vuelve necesario formar sujetos cada vez más sabios, capaces de repensar el ejercicio del filosofar en estos tiempos cibernéticos. En el texto La República Dominicana en el ciberespacio de la Internet. Ensayo filosófico cibercultural y cibersocial (2007), reflexioné sobre Heráclito, filósofo del devenir, en el marco del desequilibrio ciberespacial, en diálogo con el filosofar de Nietzsche, a quien situé entre la ciencia y el ciberespacio. Desde esta perspectiva filosófica, el universo, concebido como un fuego en constante expansión, no avanza de manera tranquila ni inalterable, sino que se define por su permanente desequilibrio.

Aunque los seres humanos podamos vivir momentos de serenidad, siempre convivimos con lo perturbable y cambiante; aspirar a una quietud eterna sería ir en contra de la propia naturaleza del universo, que se sostiene en el desequilibrio continuo. El océano del cibermundo es un flujo incesante en el que circulan datos, identidades que mutan, vínculos que surgen y desaparecen con la velocidad de un clic. La información se ha convertido en el agua de un río que no se detiene (Merejo, 2007).

Pensar más allá de la IA implica no dejarnos arrastrar por la lógica del instante.

Entre los filósofos de estos tiempos, Nietzsche emerge como un pensador feroz de nuestra cibercultura. Su diagnóstico del nihilismo, la pérdida de horizonte y sentido encuentra en las redes sociales un escenario de primera. La afirmación instantánea reemplaza la reflexión, la identidad se transforma en máscara, la promesa de sentido rápido se evapora junto con los estímulos que la generan. La voluntad de poder se expresa como lucha por la visibilidad, por el impacto, por la atención.

Nietzsche, sostiene que el pensamiento del filósofo respecto a la ciencia y a los saberes técnicos de su tiempo no se basa en un rechazo, sino en entenderlos como expresiones de perspectiva, creatividad e interpretación asociadas a la voluntad de poder. Desde esta visión, lo ciberespacial también puede ser concebido como resultado de dicha creatividad y libertad.  Nietzsche dedicó gran parte de su vida intelectual al estudio de la ciencia y a seguir de cerca su evolución (Merejo, 2007).

Han (2015) describe con lucidez una sociedad del rendimiento en la que el sujeto se explota en nombre de la libertad y la transparencia. La hiperconexión transforma la positividad en una forma de tiranía en el cibermundo. Hay que producir, mostrarse, optimizarse, estar presente sin descanso. Los síntomas son conocidos: la fatiga de la atención, el burnout, la depresión. El sistema exige más de lo que un cuerpo puede otorgar mientras convence al sujeto de que todo es elección propia.

En un mundo cibernético, las huellas digitales, los perfiles, las bases de datos y los modelos predictivos construyen un sujeto cibernético que se vigila mientras navega. Cada sujeto en su interacción con lo virtual es un acto de exposición, una inscripción en redes de normalización que orientan conductas, categorizan preferencias, modelan la vida cotidiana e inscriben la historia de la vigilancia en cada cuerpo (Han,2016).

Aprender a pensar más allá de la IA no implica negarla. Consiste en impedir que se convierta en el horizonte absoluto del pensamiento. La filosofía recuerda que ninguna tecnología, por avanzada que sea, reemplaza la capacidad humana de interpretar, cuestionar y crear sentido. La IA puede procesar patrones, pero solo nosotros, los sujetos otorgamos significado. Puede optimizar decisiones, pero solo nosotros podemos preguntarnos por qué vale la pena tomarlas. Pensar más allá de esta artificialidad es recuperar la soberanía del espíritu frente a la aceleración tecnológica, no para rechazar el futuro, sino para asegurarnos de que continúa siendo humano.

Hoy debemos caminar junto a los dilemas que trae el cibermundo con los algoritmos que deciden por nosotros, trabajos que se automatizan, responsabilidades que se disuelven en los pliegues de una maquinaria cibernética. Pensar estos desafíos es volver a preguntarnos qué significa ser autónomos, cómo entendemos la justicia y dónde situamos la responsabilidad cuando la frontera entre lo humano y el sistema se difumina.

Es saber que la IA no es la inteligencia del sujeto cibernético, solo su sombra, porque solo este sujeto como individuo viviente único e inteligente articulado a la relación simultanea entre pensamiento- lenguaje- discurso, es capaz de sentir lo que es amor- dolor- esperanza.

La filosofa Weil, en el texto La gravedad y la gracia (2025), sostiene que la inteligencia, por sí sola, es insuficiente para comprender la realidad, ya que solo el amor puede guiarla hacia verdades más profundas y dar sentido al conocimiento y a las decisiones humanas: “Por medio de la inteligencia, sabemos que lo que la inteligencia no capta es más real que lo que capta. La fe constituye la experiencia de que la inteligencia ha sido iluminada por el amor” (Weil, 2025, p.201).

También la Tierra exige ser pensada de otro modo, en la que el amor a lo ecológico es de suma importancia. La crisis ecológica no es solo un problema técnico; es un llamado a revisar la relación que hemos construido con el planeta. Ya no se trata de administrar recursos, sino de cuestionar el impulso extractivo que ha guiado siglos de modernidad. El antropoceno nos recuerda, con mezcla de asombro y temor, que la especie humana tiene la capacidad de alterar las condiciones que sostienen la vida.

En este escenario, pensar es resistir la tentación de responder con soluciones rápidas o creer que todo se resuelve con la IA. Pensar es sostener la pregunta, incluso cuando incomoda. Es reconocer que los desafíos de nuestro tiempo (climáticos, bélicos, políticos), requieren también imaginación moral, sensibilidad filosófica y una disposición a mirar más hondo que lo que la urgencia permite.

Pensar es asumir que lo transido define la atmósfera de la época: una mezcla de vulnerabilidad y lucidez, de sobresalto y claridad inesperada. Avanzamos entre progresos tecnológicos deslumbrantes y un temor sutil que atraviesa la vida cotidiana. La amenaza de guerras y ciberguerras que se multiplican en distintos frentes, la erosión de las democracias, la desinformación que desgasta la confianza, la fragilidad de los ecosistemas. Todo configura un mundo y un cibermundo donde nada colapsa del todo, pero todo parece ceder un poco cada día.

Pensar no es huir de lo transido, sino permanecer en aquello que nos atraviesa como dolor físico y moral. Pensar es no anestesiar la experiencia, no apartar la mirada de lo que hiere. El pensamiento auténtico no se limita a comprender, sino que soporta, acompaña y permanece allí donde la herida no se cierra.

Los grandes filósofos del pensamiento como Sócrates, Platón, Aristóteles o Kant no ofrecen respuestas prefabricadas, menos aún datos; ofrecen preguntas que despiertan.

En la Elegía a Ramón Sijé, Miguel Hernández deja que el dolor se diga a sí mismo, sin mediaciones ni consuelo, como una experiencia que desborda toda explicación racional. El poema no interpreta el sufrimiento, lo encarna, y en esa encarnación el lenguaje alcanza una verdad que no es conceptual, sino vivida:

Tanto dolor se agrupa en mi costado

que por doler me duele hasta el aliento.

(…)

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

(…)

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

El dolor no queda circunscrito al cuerpo, sino que invade el tiempo, la respiración y el sentido mismo del planeta Tierra. Todo sucede antes de lo debido y deja al pensamiento sin refugio. Pensar, en este horizonte, no es resolver ni consolar, sino mantenerse fiel a lo irreparable. Allí donde no se huye de la herida, comienza una forma más radical de conciencia, una lucidez que nace no de la distancia, sino de la exposición a lo que duele

En medio de esa incertidumbre, pensar se convierte en un acto de resistencia íntima, más allá de la IA. Es un gesto humilde pero radical: detenerse cuando todo empuja hacia la velocidad cibernética, profundizar cuando domina la superficialidad virtual, abrir una pregunta cuando proliferan respuestas apresuradas, incluso las de chatbots, como en el caso de ChatGPT. Pensar más allá de la IA implica no dejarnos arrastrar por la lógica del instante.

Andrés Merejo

Filósofo

PhD en Filosofía. Especialista en Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Premio Nacional de ensayo científico (2014). Profesor del Año de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).. En 2015, fue designado Embajador Literario en el Día del Desfile Dominicano, de la ciudad de Nueva York. Autor de varias obras: La vida Americana en el siglo XXI (1998), Cuentos en NY (2002), Conversaciones en el Lago (2005), El ciberespacio en la Internet en la República Dominicana (2007), Hackers y Filosofía de la ciberpolítica (2012). La era del cibermundo (2015). La dominicanidad transida: entre lo real y virtual (2017). Filosofía para tiempos transidos y cibernéticos (2023). Cibermundo transido: Enredo gris de pospandemia, guerra y ciberguerra (2023). Fundador del Instituto Dominicano de Investigación de la Ciberesfera (INDOIC). Director del Observatorio de las Humanidades Digitales de la UASD (2015). Miembro de la Sociedad Dominicana de Inteligencia Artificial (SODIA). Director de fomento y difusión de la Ciencia y la Tecnología, del Ministerio de Educación Superior Ciencia y Tecnología (MESCyT).

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