En diciembre la casa deja de ser casa. Se vuelve puerto, pasarela y refugio. Un territorio provisional donde las distancias se encogen y el tiempo, por unos días, decide quedarse.
Llegan hermanos, hijos, sobrinos, amigos. Llegan con el cansancio del viaje largo y la alegría contenida de quien regresa al lugar donde alguna vez fue llamado por su nombre completo, sin acento extranjero. Llegan con maletas que traen ropa de invierno inútil para este calor, regalos envueltos con esmero y nostalgias que no pasaron por aduana. Alguien siempre pregunta si hacía frío allá; alguien siempre responde que sí, aunque venga de Miami.
Nosotros somos los que permanecimos.
Los que aún habitamos el país
Los que resistimos, no por heroísmo, sino por apego: a la tierra, a la costumbre, a la memoria diaria. Somos los guardianes involuntarios de la casa original, los que saben dónde cruje el piso y qué llave hay que girar dos veces para que el portón cierre bien.
La familia está partida. No es una excepción: es una condición. Hermanos aquí y allá. Hijos repartidos por mapas ajenos. Nietos que aprenden primero otra lengua y descubren el país por fotos, videollamadas y visitas breves. La familia dominicana se dispersó como semillas al viento, empujada por la urgencia de vivir mejor, de sobrevivir, de aspirar.
Y sin embargo, diciembre lo reúne todo.
La casa se desborda. Se buscan colchones, se improvisan camas, se ocupan rincones. Se negocian turnos para el baño como si fueran tratados diplomáticos. Dormimos apechurrados, compartiendo el aire y el calor humano. Alguien se queja del abanico; otro lo mueve dos pulgadas y proclama haber encontrado la posición perfecta. El espacio se reduce, pero el afecto crece. La incomodidad nos recuerda que estamos vivos y juntos.
Las voces llenan la casa
Los nietos hablan en inglés con una naturalidad que asombra. Se entienden entre ellos sin tropiezos. Pero cuando se dirigen a nosotros, el español regresa entrecortado, barbuseado, como una lengua que despierta de un largo sueño. Palabras olvidadas, frases incompletas, acentos mezclados. “Abuela, ¿me pasas el… cómo se llama… el thing ese?” Y la abuela entiende igual, porque el amor también es bilingüe.
De pronto, un hijo o un sobrino llama la atención a su hijo en inglés. La orden atraviesa la sala como un relámpago cotidiano. Nadie se extraña. Sonreímos. Somos una familia atravesada por idiomas, por husos horarios, por inviernos y veranos que no coinciden.
Los teléfonos no descansan
Llegan llamadas internacionales de los que no pudieron venir. Voces que preguntan, que se explican, que se disculpan. ¿Por qué no viniste este año? ¿Cómo están todos? ¿Quién llegó ya? La casa habla por teléfono y habla al mismo tiempo en la mesa. Las conversaciones se superponen, se pisan, se cruzan. Es un ruido vivo, una música imperfecta que solo suena en esta época del año.
Comemos juntos. Contamos historias que ya conocemos, pero volvemos a contar. Reímos de lo mismo. Discutimos recetas que nadie piensa cambiar. Recordamos a los ausentes. A los que se fueron de esta vida y dejaron una silla vacía que nadie ocupa del todo. La nostalgia se sienta con nosotros y no la echamos. También es familia.
Vamos al aeropuerto una y otra vez. A recibir. A despedir. Cada llegada es una celebración. Cada partida, una herida breve. Siempre alguien dice “el año que viene vengo con más tiempo”, y nadie lo desmiente, porque diciembre también es el mes de las promesas necesarias.
Y mientras la casa se llena, el país se explica solo
La diáspora dominicana no es olvido. Es desgarro. Es sacrificio. Es resistencia en otro idioma. Quien se va no rompe con la patria: la carga. La compara. La defiende. La nombra. La sueña, incluso cuando la critica.
Nuestro país expulsa a sus hijos por falta de oportunidades, por cansancio, por desigualdad. Se vacía lentamente de brazos jóvenes, de talentos, de futuros posibles. Pero no logra vaciar el alma.
Porque aun lejos, el dominicano no se desprende de su gente, ni de su manera de hablar, ni de su humor, ni de su forma de sentarse a la mesa, ni de su memoria. Lleva el país en gestos mínimos: en cómo saluda, en cómo se ríe, en cómo añora.
En esta casa, en diciembre, entendemos que resistir también es esto: abrir las puertas, mezclar acentos, improvisar camas, honrar a los ausentes y afirmar, sin discursos grandilocuentes, que seguimos siendo familia y que seguimos siendo país, aunque el país esté repartido por el mundo.
La casa volverá a ser casa cuando pase diciembre.
Las visitas partirán, los colchones se guardarán, y el ruido se irá apagando como una fiesta que se retira despacio.
Entonces vendrá el silencio.
No de golpe, sino por capas.
Un silencio que dura días, a veces semanas,
y que no pesa: acompaña.
En ese silencio entendemos lo vivido.
Que la casa fue demasiado pequeña para tanto afecto y el país, demasiado estrecho para tantos sueños.
No hay reproche en esa certeza, solo una verdad que insiste.
La casa ya lo sabe —y nosotros también—: puede ser puerto, frontera y patria al mismo tiempo, caunque la patria tenga que repartirse para sobrevivir.
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