La presentación de Amor es mirarse al espejo y no romperlo en la clausura del 10mo Festival de Teatro Mujeres sobre las Tablas —bajo la curaduría del Absoluto Teatro— se inscribe entre esos acontecimientos escénicos donde estética, vulnerabilidad y valentía autobiográfica convergen con conmovedora precisión. El espacio dirigido por Elizabeth Ovalle reafirma su papel como plataforma esencial para la creación femenina contemporánea, donde la urgencia emocional se transforma en lenguaje y la poesía en gesto.
Unipersonal nacido de la investigación y elevado a la poética
Concebida como proyecto final de la Licenciatura en Teatro de la Universidad Nacional de Córdoba, la obra convierte el estudio del trauma en materia escénica. Ese origen académico deviene impulso creativo: Araceli Genovesio, bajo la dirección de Camilo Araya y Ailén Boursiac, transforma el biodrama en autoficción, reelaborando el testimonio personal a través de recursos ficcionales. En ese tránsito, lo vivido se resignifica y lo íntimo adquiere dimensión colectiva, volviéndose reflexión sobre vulnerabilidad, identidad y memoria emocional. No es casual que la consigna previa a cada función —“poetizamos sus dolores”— resuene en cada gesto, silencio y respiración.
La actriz como núcleo emocional y ético

La interpretación de Genovesio sostiene toda la arquitectura del montaje. Inscrita en la tradición del teatro físico, convierte el cuerpo en pensamiento, el gesto en palabra y la respiración en dramaturgia.
No actúa: se expone. No dramatiza: revela. Y en esa revelación, su biografía deja de ser privada para convertirse en un llamado ético que cuestiona las presiones sociales sobre el cuerpo femenino.
La actriz evita el victimismo; se sostiene sobre la firmeza de quien decide romper silencios impuestos por el estigma. Su escena deviene acto de afirmación humana y reparación afectiva para quienes han sufrido burla, humillación o esa lucha íntima frente al espejo.
La dramaturgia del peso emocional

Uno de los mayores aciertos del montaje es la profundidad con que explora las dimensiones psicológicas, sociales y afectivas vinculadas a la experiencia corporal extrema. La pieza ilumina, sin moralizar, un territorio marcado por depresión, ansiedad, baja autoestima y distorsión de la imagen personal.
Aquí, el cuerpo no es cifra ni categoría médica: es memoria, experiencia y herida.
Las conductas de evitación —no querer fotos, huir de espacios públicos o de vínculos afectivos— emergen como pulsaciones de una vida marcada por vergüenza y culpa. Genovesio convierte esos fantasmas en materia escénica viva, recordando que la burla no es solo agresión externa, sino un eco persistente que acompaña toda una vida.
La obra revela también cómo el estigma afecta la salud física: induce hábitos perjudiciales, alimentaciones compulsivas y abandono del movimiento. Sin juicios, la dramaturgia muestra esa compleja red emocional donde el cuerpo funciona como archivo y testimonio.
Creación y valentía transformadora

El verdadero valor del montaje radica en el tránsito que propone:
del drama a la comedia,
del dolor a la palabra,
del silencio a la afirmación,
de la vergüenza a la presencia.
Genovesio convierte la burla en libertad y sostiene un espejo para quienes han vivido experiencias similares. El núcleo ético de la obra no reside en la confesión, sino en la transformación: mirarse sin romperse, aceptarse sin temerse.
Precisión, simbolismo y belleza escénica

La dirección de Araya y Boursiac apuesta por un minimalismo funcional que potencia la carga simbólica del espacio. La escenografía de Ailén Boursiac y Agustín Sánchez Labrador opera como paisaje emocional que se expande y contrae según la vibración interior del personaje.
El vestuario de María Emilia Leonardi acompaña con sobriedad, mientras la iluminación —también de Sánchez Labrador— adquiere un rol dramatúrgico: no ilumina, dialoga. Abre heridas, tensiona atmósferas y añade capas de sentido.
Una verdad compartida

Cuando la última imagen —una canción y una mirada atravesada por una linterna— se extinguió, ocurrió lo que el teatro auténtico no puede fingir: la emoción contenida se volvió respiración común. De esa respiración surgió un aplauso cálido, no sólo por la actuación, sino por la verdad revelada. Era un aplauso que decía: te vimos, te creímos, te acompañamos. En ese gesto colectivo comprendimos que la obra no se observó: se habitó.
El teatro, cuando se sostiene en la honestidad y en la potencia de lo poético, nos recuerda que mirarse al espejo sin romperlo es un acto de amor propio y un gesto de supervivencia. También la posibilidad de trazar nuevas formas de respeto hacia el otro, caminos de convivencia donde el amor y la dignidad se vuelven ejercicio compartido.
Y en esa luz tenue donde escenario y vida se confunden, comprendemos que no presenciamos solo la historia de Araceli Genovesio, sino el espejo inquietante de una sociedad que aún hiere, silencia y marca a tantas mujeres que nos habitan por dentro. Por eso, más que aplaudir su interpretación, corresponde celebrar su valentía. Porque lo que hace en escena —abrir su biografía, convertirla en poética y ofrecerla como espejo colectivo— exige un coraje que trasciende el oficio. Su propuesta no solo conmueve: dignifica. Y en ese gesto luminoso, el teatro vuelve a recordarnos que decir la verdad también es una forma de sanar.
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