Observando a su hijo acorralado en la batalla,

El dios Zeus, réprobo, a la diosa Hera manifiesta:

“Mi cruel destino…mi Sarpedon, el hombre que más amo,

Mi propio hijo condenado a morir a manos de Meneítos…

¿Lo arrancaré ahora…lejos de la guerra de Troya y sus lágrimas?”

“Majestad… ¿qué dices? –preguntó la esposa y reina–

¿Un hombre, un simple mortal,

Con su destino sellado hace mucho tiempo?”

 

Atento a su hijo en duelo con Aquiles

El rey Príamo ve que a Héctor algo lo retiene a pesar de su coraje:

“¡Atrás, vuelve! ¡Dentro de los muros, muchacho!”

Grita el padre cuando Aquiles está sobre su vástago.

Héctor osa retirarse y se detiene.

Aparece Deifobo de repente

Y profundamente conmovido

Apresta ofrendar su vida por la vida de su hermano.

¡Ah!, es la sombra y artimaña de Atenea,

A fin de que mate a Héctor por desdicha,

Y a quien Aquiles su lanza arroja. ¡Falla!

Atenea, subrepticia, la recoge

Para que de nuevo Aquiles la dispare

Y certero lo asesine.

Héctor, presto, se vuelve tras Deifobo

Pidiéndole, ¡oh, Dios!, una alabarda propia.

Empero, descubre que no hay nadie

Engañado por la diosa.

¡Muerte, aunque intrépida, injusta!

¡Brutalidad de la existencia!

Augurio ominoso del poeta Moreno Jiménez:

“Al través de los milenios los hombres

Son puñados de tierra que se deforman a su antojo!”

O las conjeturas del  Rey Lear:

Como moscas…somos nosotros para los dioses

Nos matan por deporte.”

 

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