Mauricio era un joven moreno, recién casado con Rebeca, una muchacha de belleza deslumbrante. Ambos compartían sueños grandes, aunque sus circunstancias económicas aún no les favorecían. Mauricio trabajaba en una dependencia estatal, gracias a que durante la pasada campaña electoral había logrado acercarse a un dirigente influyente, quien lo acogió bajo su ala y le consiguió una posición cercana a su círculo de poder.

Un día, en una fecha memorable, su jefe lo invitó a una elegante velada en su residencia, ubicada en las afueras de la ciudad. La casa, una mezcla de lujo y opulencia, era reconocida entre la élite política.

Rebeca, entusiasmada, pero preocupada, lo miró con ansiedad:

—Mauricio, no puedo ir a esa fiesta con los trapos que tengo. ¡Necesito un vestido nuevo y algunas joyas! No puedo presentarme así.

—Rebeca, no podemos gastar nuestros ahorros en eso. Tenemos otras prioridades mucho más importantes —respondió él, intentando razonar.

Ella, sin embargo, no cedió. Orgullosa, criada entre sueños ajenos en un colegio de élite gracias a una beca, recordó a Lucía, una antigua compañera adinerada con la que aún mantenía algo de contacto. Sin dudarlo, acudió a ella en busca de ayuda.

Lucía, generosa y algo divertida por la petición, la recibió con cariño. La condujo a su amplio vestidor, abrió un cajón repleto de collares, pulseras y pendientes, y le dijo:

—Escoge lo que quieras. Este collar de perlas te iría perfecto con ese vestido. Póntelo, estás preciosa.

Rebeca eligió el collar sin saber lo que esa elección implicaría.

Esa noche, vestida como una reina, llegó al evento junto a Mauricio. Su belleza no pasó desapercibida: los caballeros la observaban con deseo, y las damas, con celos apenas disimulados. Ella, embriagada por la atención y la vanidad, se paseaba por el salón con altivez. Mientras tanto, Mauricio se esforzaba por atender las indicaciones de su jefe, sin dejar de lanzar miradas nerviosas a su esposa, que cada vez parecía más ajena a él.

Pasada la medianoche, ya embriagados por el vino y el ambiente, los invitados comenzaron a marcharse. Mauricio, que no tenía coche, consiguió un taxi a duras penas, y entre ruegos y jalones, logró sacar a Rebeca del salón, quien aún no quería marcharse, absorta en su nuevo mundo de luces y espejos.

Al llegar a casa, exhaustos, comenzaron a desvestirse. De pronto, un grito desgarró la habitación:

—¡El collar! ¡El collar de perlas! ¡No está! ¡Se ha perdido!

Mauricio, sobresaltado, saltó de la cama. Buscaron en cada rincón de la pequeña vivienda, pero el collar no aparecía. De inmediato, salieron de nuevo en taxi, recorrieron cada lugar por el que habían pasado, incluso regresaron a la casa del jefe y hablaron con el mismo conductor, pero todo fue en vano. El collar se había esfumado.

Desesperados y sintiéndose en deuda con la generosa amiga, al día siguiente acudieron a la joyería Capriles, una de las más prestigiosas de la ciudad. Allí buscaron un collar lo más parecido posible al perdido. Lo encontraron. Era hermoso, casi idéntico… y también carísimo. Con gran pesar, usaron todos sus ahorros y pidieron un préstamo para poder pagarlo. Rebeca, con vergüenza, lo devolvió a Lucía, quien lo recibió sin hacer muchas preguntas.

Pasaron los años. El matrimonio luchó contra las deudas, el desencanto y la frustración. Aquel collar, símbolo de una noche de vanidad, se convirtió en una sombra que los acompañaba silenciosamente.

Un día cualquiera, en una plaza popular del centro de la ciudad, Rebeca se topó con Lucía. Esta, sorprendida y entusiasta, la abrazó con calidez:

—¡Rebeca! ¡Muchacha! ¡Al fin te vuelvo a ver! ¿Cómo estás?

—Hola, Lucía… Qué gusto verte. ¿Y tú? ¿Qué haces por aquí?

—Vine a visitar a una señora que trabajó en mi casa. ¿Y tú, cómo te ha ido?

Rebeca bajó la mirada. Sus ojos llevaban años cargando una historia no contada.

—No muy bien, la verdad… Mauricio y yo hemos trabajado duro para salir adelante, pero fue difícil.

—¿Y eso? Pero si recuerdo que trabajaba en buen lugar y tú lucías radiante esa noche en la fiesta…

Rebeca respiró hondo.

—Lucía… ¿Recuerdas el collar de perlas que me prestaste aquella noche?

—Claro, ¿por qué?

—Se me perdió. Nunca lo dije por vergüenza… Mauricio y yo usamos todos nuestros ahorros y tomamos un préstamo para comprarte uno igual en la joyería Capriles. Desde entonces, arrastramos esa carga.

Lucía la miró, atónita. Luego, sonrió con una mezcla de pena y ternura.

—Rebeca… Ese collar era de imitación. Perlas falsas. Lo tenía guardado entre otros adornos de fantasía. No valía más que unos pocos billetes. Podrías haberme dicho…

Rebeca sintió que el mundo giraba. Todo el peso que había cargado durante años por orgullo, por vanidad, por no querer mostrarse vulnerable, de pronto le pareció absurdo.

Se quedó en silencio. Una lágrima, más de alivio que de tristeza, rodó por su mejilla.

Moraleja:
La vanidad, disfrazada de deseo legítimo, puede llevarnos a decisiones cuyas consecuencias duran más que los momentos de brillo. A veces, el precio de aparentar puede ser más alto que el valor de lo que se intenta mostrar.

Osiris Mota

Político

Miembro del Comité Central del PLD, experto en Seguros. Ha ocupado posiciones en instituciones del Estado.

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