En los últimos años, la Agenda 2030 de las Naciones Unidas ha sido objeto de rechazo por parte de ciertos sectores que, en su mayoría, la critican sin haberla leído o comprendido. Se habla con ligereza de “agenda globalista”, de imposición cultural o de pérdida de soberanía, sin que la mayoría de quienes sostienen estas acusaciones puedan siquiera mencionar las primeras metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Es un ejercicio de ignorancia combinado con la manipulación ideológica.

Ante esto, cabe una pregunta sencilla pero reveladora: ¿deberíamos oponernos a las cuatro primeras metas de la Agenda 2030?

La primera meta propone poner fin a la pobreza en todas sus formas y en todo el mundo. ¿Es objetable luchar contra la pobreza extrema, garantizar ingresos mínimos o ampliar redes de protección social para que las personas puedan vivir con dignidad? Difícilmente alguien, desde una posición ética y racional, podría estar en contra de un objetivo tan básico y humano.

Según el informe más reciente del Índice de Pobreza Multidimensional, elaborado conjuntamente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Iniciativa sobre Pobreza y Desarrollo Humano de Oxford (OPHI), aún existen en el mundo 1,100 millones de personas atrapadas en condiciones de pobreza extrema. Lo más alarmante es que cerca del 40 % de esa población se concentra en países afectados por conflictos armados, contextos de alta fragilidad institucional o escenarios donde la paz es apenas una aspiración lejana. La pregunta es: ¿no vamos a luchar para lograr que estos miles de millones de personas en pobreza extrema vivan más dignamente?

La segunda meta plantea erradicar el hambre, lograr la seguridad alimentaria, mejorar la nutrición y promover una agricultura sostenible. ¿Puede considerarse ideológico el objetivo de que ninguna persona pase hambre, que los niños accedan a alimentos nutritivos o que los agricultores reciban apoyo para producir sin dañar el medio ambiente? Esta es una aspiración elemental de cualquier sociedad justa.

En pleno siglo XXI, el hambre sigue siendo una herida abierta en la conciencia del mundo. Según el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo (SOFI), publicado en 2024 por cinco organismos de las Naciones Unidas, unos 733 millones de personas pasaron hambre durante 2023. Esto equivale a una de cada once personas a nivel global, y a una de cada cinco en África. No se trata de una cifra lejana ni abstracta, ni de una construcción ideológica: es una realidad concreta, visible, insoportable y éticamente inaceptable que nos obliga a actuar. La pregunta es inevitable: ¿vamos a seguir normalizando que millones de seres humanos carezcan de algo tan elemental como el alimento diario?

La tercera meta busca garantizar una vida sana y promover el bienestar para todos en todas las edades. ¿A quién puede incomodar que se amplíe el acceso equitativo a servicios de salud, se reduzca la mortalidad infantil o se prevengan enfermedades evitables? Promover la salud no es una cuestión política, sino una responsabilidad colectiva.

En un mundo donde 4,500 millones de personas carecen de servicios básicos de salud y 2,000 millones enfrentan dificultades económicas para recibir atención médica, el retroceso en el gasto público en salud resulta alarmante. Según la OMS, en 2022 este gasto disminuyó en todos los grupos de países, tras el aumento registrado durante la pandemia. Mientras tanto, los países de la OTAN incrementan su presupuesto militar al 5 % del PIB, y la cooperación internacional hacia África se reduce en un 7 %. ¿Cómo justificar estas prioridades cuando lo que está en juego es el derecho a la vida y a la salud de millones?

Finalmente, la cuarta meta apunta a garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida. ¿No es una deuda moral y práctica lograr que cada niño y niña, sin importar su origen, tenga acceso a una educación que le permita desarrollar su potencial y construir un futuro mejor?

Según el informe Education at a Glance 2024 de la UNESCO, desde 2015 se han sumado 110 millones de niños y adolescentes al sistema escolar, y 40 millones más terminan la secundaria. Son avances notables, pero insuficientes: 251 millones de menores siguen fuera de la escuela, especialmente en África subsahariana. Frente a esta brecha, la UNESCO plantea el desafío a los gobiernos de invertir más en educación y propone mecanismos como los canjes de deuda para garantizar una financiación sostenible en los países con menores ingresos.

Estas metas, lejos de imponer una ideología, reflejan aspiraciones universales y valores ampliamente compartidos. Por ello resulta injustificable oponerse a ellas sin antes haber comprendido su sentido y alcance.

Estas metas reflejan consensos básicos de humanidad, no imposiciones ideológicas. Por eso, las críticas generalizadas y sin fundamento no solo revelan desinformación, sino que atentan contra esfuerzos colectivos urgentes y necesarios.

Ahora bien, no toda crítica a la Agenda 2030 carece de fundamento. Existen cuestionamientos legítimos. Uno de ellos apunta al énfasis otorgado a ciertas metas, especialmente las vinculadas a la igualdad de género (ODS 5). Si bien esta es una dimensión clave en la lucha contra la discriminación, en algunos contextos ha adquirido una priorización que ha desplazado otros temas igualmente fundamentales en nuestros países, lo que ha contribuido a una lectura parcial y reduccionista de la agenda.

Esta perspectiva ha alimentado procesos de polarización, más que de unificación y coordinación en torno a los Objetivos de Desarrollo Sostenible. En lugar de convertirse en una hoja de ruta compartida para el desarrollo y fundamental para un proyecto de nación, lo que se ha abierto en muchos escenarios es un campo de confrontación ideológica que ha favorecido el resurgimiento y fortalecimiento de gobiernos conservadores y ultraconservadores, muchas veces en abierta oposición a la agenda misma.

Esta focalización —a veces impulsada más por la agenda política interna que por una planificación integral— ha provocado tensiones con otros objetivos sociales que reclaman igual urgencia, como la salud, educación, el empleo, la seguridad alimentaria, la protección del agua, la vivienda digna o la justicia económica. El riesgo aquí no es la igualdad de género en sí, sino el desequilibrio que se produce cuando se absolutiza una dimensión del desarrollo humano en detrimento de las demás.

Otro punto crítico, y quizás el más importante, es la baja capacidad de los Estados para generar impactos concretos a partir de los ODS. A casi una década de su adopción, los avances han sido desiguales, lentos y, en muchos países, simbólicos. La desconexión entre el discurso oficial y la transformación real en la vida de las personas es una deuda pendiente.

La implementación efectiva de la Agenda 2030 exige mucho más que discursos optimistas: requiere voluntad política, planificación estratégica, asignación presupuestaria, sistemas de monitoreo confiables, transparencia y participación social real. Sin estos elementos, la agenda corre el riesgo de quedar reducida a un conjunto de compromisos retóricos destinados a complacer organismos internacionales, pero sin efectos reales en las comunidades.

La Agenda 2030 no es un dogma ni una amenaza. Es una hoja de ruta perfectible, que debe ser evaluada críticamente, pero también defendida en lo que representa: un pacto global para la dignidad humana, la sostenibilidad del planeta y la justicia social. Su valor no radica en promesas grandilocuentes, sino en su capacidad de generar metas comunes y orientar políticas públicas hacia el bien común.

Criticar la Agenda 2030 sin conocerla es un acto de irresponsabilidad. Pero idealizarla sin exigir resultados es también una forma de negligencia. El desafío es construir una mirada informada, equilibrada y comprometida, que reconozca tanto los aciertos como las limitaciones de esta propuesta.

Porque si no estamos dispuestos a defender ni siquiera el derecho a una vida digna, a la salud, al alimento y a la educación, entonces el problema no es la Agenda 2030. El verdadero problema somos nosotros: nuestra indiferencia, nuestra falta de voluntad colectiva y, sobre todo, nuestra incapacidad de salir de entre las patas de las élites y de su maquinaria de manipulación real.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

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