Netflix, la plataforma líder, está diseñando sus producciones originales predominantemente para ser vistas en dispositivos móviles, lo que ha provocado una perceptible disminución en la calidad visual y la riqueza narrativa que tradicionalmente asociamos con el cine. Esta tendencia no es un accidente, sino una consecuencia de decisiones estratégicas que priorizan el "contenido" y la retención algorítmica sobre la expresión artística.
Históricamente, el cine ha sido una experiencia inmersiva, diseñada para una pantalla grande en un espacio oscuro, donde cada encuadre, cada movimiento de cámara, y cada detalle visual contribuyen a la narrativa y la emoción. Directores como Stanley Kubrick, Alfred Hitchcock o Wes Anderson han demostrado magistralmente cómo la composición espacial, la iluminación y la distancia con el sujeto no son meros adornos, sino elementos intrínsecos que comunican simbolismo, profundizan personajes y construyen atmósferas. En su obra, un plano general puede evocar soledad, una composición simétrica puede sugerir orden o control, y un juego de luces y sombras puede revelar secretos psicológicos sin necesidad de diálogo. El espectador tiene tiempo y espacio para absorber el mundo que se le presenta, para sentir el aire de la escena y comprender las interacciones entre los personajes y su entorno.
Sin embargo, al observar las producciones recientes de Netflix, un "malestar visual" se hace evidente. Una sensación de compresión, de artificialidad, como si el producto hubiera sido diseñado para un consumo rápido y en movimiento. Los planos generales o las tomas abiertas, que permiten apreciar el diseño de producción, la escala del escenario o la interacción compleja de varios personajes, son cada vez más escasos. En su lugar, domina una profusión de planos medios, primeros planos y el omnipresente plano/contraplano. La cámara se cierne sobre los rostros de los actores, a menudo con los fondos difuminados o carentes de detalle. La atención se centra exclusivamente en la expresión facial y el diálogo, transformando las escenas en una serie de "cabezas parlantes".
Esta predilección por la inmediatez visual conlleva una reducción tanto técnica como narrativa. El bloqueo de los actores, es decir, la puesta en escena, su movimiento y posicionamiento en el espacio, se vuelve limitado. Las acciones se condensan, y la riqueza de la dirección de arte, que solía ser vital para la construcción del mundo diegético, pierde relevancia. ¿Para qué invertir en escenografías elaboradas o ubicaciones impresionantes si el fondo estará borroso o apenas visible en una pequeña pantalla?
Quiero plantear una distinción crucial entre "cine" y "contenido". Si el propósito es que una escena resuene en un dispositivo móvil, la nitidez de los gestos, una iluminación impecable y la visibilidad de los rostros se vuelven los parámetros dominantes. Esto implica, inevitablemente, una renuncia consciente a la profundidad de campo, a la complejidad del trasfondo y al lenguaje visual como una herramienta narrativa autónoma. El "contenido" se diseña para sobrevivir al scroll o al consumo distraído, privilegiando la gratificación instantánea. El "cine", en cambio, exige tiempo, un espacio de inmersión y la disposición del espectador a descifrar y saborear una propuesta visual que trasciende la mera entrega de información o diálogo. Esta priorización no es solo una cuestión de preferencia estética; es una reconfiguración fundamental de cómo se conciben las historias visuales.
Hay evidencia de este cambio no es solo anecdótica. Hagamos una comparación. Producciones originales de Netflix, como House of Cards, y las más recientes, como The Night Agent o The Mother. Mientras que House of Cards destacaba por su sofisticado uso del espacio, su dirección de arte meticulosa y una cámara que exploraba el entorno para construir significado, las producciones actuales tienden a utilizar cámaras fijas, encuadres cerrados y cortes rápidos donde el entorno es casi completamente irrelevante para la narrativa. Esta evolución interna de Netflix es un indicio poderoso de un cambio intencional en su filosofía de producción.
Lo más revelador es la confirmación de la propia Netflix. En 2017, Gregory Peters, quien entonces era jefe de producción de la compañía, declaró públicamente que estaban explorando activamente cómo diseñar contenido específicamente para dispositivos móviles. Esto no se limitaba a la optimización de archivos o la calidad de la resolución, sino que abarcaba la adaptación del encuadre, la edición, el ritmo narrativo, los esquemas de color y la iluminación para pantallas pequeñas y, crucialmente, para entornos de visualización con distracciones.
La era del streaming nos ha brindado una conveniencia innegable y una variedad sin precedentes. Sin embargo, la presunta adaptación de Netflix al consumo móvil plantea una pregunta crítica: ¿a qué costo? El riesgo es que, al privilegiar la cantidad y la accesibilidad sobre la calidad y la intención artística, estamos perdiendo una dimensión fundamental de la experiencia cinematográfica. El cine, en su forma más elevada, es un arte que interpela al espectador a través de su lenguaje visual, su construcción espacial y su capacidad para crear una inmersión total. Cuando una producción se reduce a una serie de planos cerrados y diálogo ininterrumpido, deja de ser una ventana a un mundo para convertirse en un mero suministro de información, un podcast glorificado con imágenes. ¿Y qué significa eso para el cine?
Significa que ya no estás filmando para una sala, sino para una app. No estás creando una experiencia, sino solo un estímulo. Tu competencia ya no es otra plataforma o A24, ni el cine de autor. Es TikTok, Instagram y YouTube.
Y si tu batalla ya no es crear arte, sino pelear por atención, entonces el verdadero campo de batalla es el celular. La idea de “contenido para celulares” no es una teoría: es una estrategia. Y no es que Netflix, Prime o HBO estén fallando como cineastas. Es que, quizás, ya no quieren ser cineastas. Quieren otra cosa.
Y ahí tuve que hacerme la pregunta: Entonces, ¿qué hacemos con todo esto?
Porque no se trata de odiar a Netflix ni de rechazar la tecnología. Se trata de no perder el norte. De no olvidar que el séptimo arte tiene un lenguaje propio. Que no todo puede ser “contenido”. Que el plano general, el silencio, la composición lenta y la profundidad también son formas de narrar.
Y si dejamos que todo eso se pierda, no solo perdemos las formas. Perdemos el fondo. Perdemos el sentido.
Quiero dejarlo claro desde ya: esto no es una crítica a Netflix.
Es una defensa del cine.
Es un grito de amor.
Amor por las historias que toman su tiempo.
Por los directores que se arriesgan.
Por las películas que te exigen mirar, pensar y sentir.
Por ese plano lento que no está hecho para TikTok, sino para que respires con los personajes. Para que camines con ellos. Para que te pierdas, un rato, en su mundo.
Porque el cine no es solo una historia contada en una pantalla.
Es algo que se vive.
Es una experiencia.
Es entrar a una sala oscura y que el sonido te golpee en el pecho.
Ver algo tan grande, tan inmenso, que no podrías experimentarlo en ningún otro lugar.
Es quedarte quieto mientras una imagen te atraviesa.
Es emocionarte con un plano.
Es sentir cómo se mueve la silla con una explosión.
Y cómo se eriza la piel con una nota musical.
Es la reflexión silenciosa.
Y ese instante donde todo encaja.
Eso es cine.
Y no tenemos que dejarlo morir.
La plataformas tienen productos audiovisuales muy buenos. Sí, lo sé. Nadie lo niega. Pero también es cierto que se están alejando de eso que hace que el cine se agite. No porque no sepan hacerlo. Sino porque eligen no hacerlo.
Y ahí está el verdadero problema.
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