En abril de 2014, el país fue testigo de una imagen poco común. Los principales líderes políticos, junto a representantes del sector empresarial, sindical, académico y social, firmaban el Pacto Nacional para la Reforma Educativa 2014-2030 [1]. Aquella fotografía, en la que aparece también el hoy presidente de la República, simbolizó algo más que un acuerdo coyuntural. Expresó la convicción de que la educación debía asumirse como un proyecto de nación, construido con consenso, visión de largo plazo y responsabilidad compartida.
Once años después, la propuesta de fusionar el Ministerio de Educación (MINERD) y el Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (MESCYT) obliga a una pregunta inevitable: ¿esta iniciativa está alineada con aquel pacto de país o se está avanzando al margen de los compromisos que asumimos como sociedad?
En el fondo, este debate trasciende la fusión de dos ministerios. Remite a uno de los principales obstáculos que impiden que el país logre transitar por una senda sostenida de progreso: la dificultad para dar continuidad a los planes y pactos que como sociedad nos comprometemos a cumplir. El país firma estrategias, pactos y planes decenales con amplio consenso, como el Pacto Nacional para la Reforma Educativa, pero luego los relega, los fragmenta o los sustituye por iniciativas desconectadas de esos compromisos previos. Mientras esa práctica persista, las políticas públicas no darán los frutos de una transformación real, que el país no se puede dar el lujo de seguir postergando. La educación, como proyecto de nación, es quizá el ejemplo más elocuente de esa deuda pendiente con la idea de un verdadero Plan País.
La discusión sobre la fusión tampoco ocurre en el vacío. República Dominicana cuenta con instrumentos estratégicos vigentes como el Informe de Medidas Trascendentales 2022-2025 [2], el Plan Decenal de Educación con horizonte 2034 [3], el propio Pacto Educativo, y la Política Nacional de Innovación 2030 [4]. Todos ellos enfatizan calidad, equidad, evaluación, formación docente, articulación entre niveles, innovación y uso estratégico de los recursos. Sin embargo, el proyecto de ley de fusión, tal como ha sido presentado, no explica de qué manera contribuirá a alcanzar esas metas, ni cómo se integrará coherentemente a ese marco de planificación ya existente
Diversas voces, desde perspectivas distintas, coinciden en advertencias fundamentales. El economista Andrés Dauhajre ha insistido en que la calidad educativa no mejora por reorganización administrativa y que la mayor rentabilidad social de la inversión sigue estando en la educación inicial y en los aprendizajes básicos. Radhamés Mejía, director del CIEDHUMANO-PUCMM, y María Teresa Cabrera, expresidenta de la ADP y figura clave en la lucha por el 4 por ciento, coinciden con EDUCA en advertir que el 4 por ciento del PIB podría terminar integrado en un presupuesto global de función educativa, desvirtuando esa gran conquista social concebida como piso mínimo para la educación preuniversitaria, cuyos objetivos de mejorar la calidad y garantizar el acceso universal a la educación de niños, niñas, jóvenes y personas adultas aún no han sido plenamente alcanzados. La reducción de la inversión educativa nos alejaría todavía más de esos propósitos.
María Teresa Cabrera ha sido, además, enfática al señalar la ausencia de fundamentos pedagógicos en la propuesta y el riesgo de agravar la ya pesada burocracia educativa, razón por la cual considera que la fusión de ambos ministerios debería ser repensada.
Desde el ámbito académico, Radhamés Mejía ha señalado con claridad que el proyecto no introduce una reforma educativa sustantiva. No redefine el currículo, no transforma los aprendizajes, no altera la formación docente ni rediseña el modelo de educación superior. Tampoco crea un nuevo sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación, sino que posterga explícitamente estas reformas para leyes futuras. En la misma línea, Luis Holguín-Veras ha advertido sobre el riesgo de que la educación superior se convierta en un subsistema invisible, subsumido en una lógica administrativa más amplia, sin hoja de ruta clara para su fortalecimiento ni para el desarrollo de la investigación y la innovación.
Resulta especialmente ilustrativo el contraste señalado por Radhamés Mejía entre la versión actual del proyecto y la propuesta elaborada previamente por la comisión designada mediante el Decreto núm. 580-24. “Aquel borrador asumía la fusión como punto de partida para una nueva Ley Orgánica de Educación, abordando explícitamente la calidad, la educación superior, la ciencia y el financiamiento. La versión enviada al Congreso opta, en cambio, por un camino más estrecho, privilegiando la viabilidad administrativa y legislativa”. Todo indica que el trabajo de esa comisión fue ignorado, perdiéndose otra oportunidad para lograr una discusión más integral.
Lecciones internacionales para una reorganización que sirva a un proyecto país
La experiencia internacional es consistente. Los países que han logrado mejoras sostenidas en educación, innovación y desarrollo no han reducido el debate a fusiones administrativas, sino que han subordinado cualquier reorganización a una visión estratégica de largo plazo. El caso de Japón es particularmente ilustrativo. Su Ministerio de Educación, Cultura, Deportes, Ciencia y Tecnología articula políticas educativas y científicas bajo un mismo marco estratégico, con funciones claramente diferenciadas, gobernanza especializada y financiamiento sostenido, orientado al desarrollo de capital humano y la innovación como pilares del crecimiento [5].
La OCDE ha subrayado que la autonomía institucional, combinada con mecanismos robustos de evaluación y rendición de cuentas, es condición indispensable para que la educación superior responda a las necesidades sociales sin sacrificar calidad [6], y que las reformas sostenidas requieren marcos de largo plazo, alineación intersectorial y consensos amplios para producir mejoras duraderas [7]. En la misma línea, la UNESCO advierte que una gobernanza eficaz de la educación superior exige estructuras diferenciadas, autonomía y sistemas especializados de aseguramiento de la calidad [8]. El Índice Global de Innovación recuerda, además, que la competitividad de los países depende menos de reorganizaciones administrativas y más de la coherencia y continuidad de sus políticas públicas [9].
Estas experiencias muestran que, cuando ha habido reorganización institucional, esta ha sido consecuencia de una reforma educativa y productiva más amplia, no su sustituto.
A este debate se suma el análisis reciente de Radhamés Mejía [10], que pone el foco en una realidad evidente que es necesario asumir: invertir más no ha sido suficiente para transformar los aprendizajes, porque el sistema educativo no logra operar de manera coherente y homogénea en cada centro. De esa reflexión se desprenden dos lecciones fundamentales. La primera es que persiste una brecha significativa entre las políticas educativas y su implementación efectiva en las aulas. La segunda, que las diferencias en resultados entre centros responden menos a la disponibilidad de recursos y más a la calidad del liderazgo escolar, la organización de los equipos pedagógicos y el acompañamiento sostenido de la práctica docente.
¿Oportunidad o riesgo?
Si la fusión quiere convertirse en una oportunidad y no en un riesgo, debe traducirse en mayor capacidad pedagógica allí donde hoy el sistema falla: en cada centro educativo. Una vía concreta es dotar al sistema de capacidad efectiva de ejecución, mediante una fuerza especializada de apoyo pedagógico, temporal y focalizada, orientada a fortalecer liderazgos escolares, conformar equipos docentes efectivos e intervenir de manera cíclica en los centros con mayores rezagos, sin descuidar la calidad del conjunto del sistema. De ahí que los centros puedan aprovechar de manera efectiva el tiempo adicional de la jornada escolar extendida, transformándolo en acompañamiento pedagógico, refuerzo de aprendizajes, trabajo colaborativo docente y apoyo oportuno a los estudiantes que más lo necesitan.
A la luz de todo lo anterior, la pregunta no es si el Estado puede reorganizar su estructura educativa, sino para qué y bajo qué condiciones. Para que la fusión del MINERD y el MESCYT pueda convertirse en una oportunidad real y no en un retroceso, debería al menos cumplir con cuatro consensos básicos: blindar la inversión en educación inicial y básica; definir una hoja de ruta clara y financiada para la educación superior, la ciencia y la innovación, en coherencia con la Política Nacional de Innovación 2030; crear una arquitectura autónoma y especializada de evaluación y aseguramiento de la calidad; y construir la reforma desde el diálogo, la evidencia y el consenso, respetando los pactos y planes ya asumidos.
Cuando economistas, académicos, educadores, organizaciones empresariales y actores sociales coinciden en advertencias fundamentales, el problema no es la resistencia al cambio. El problema es el riesgo de cometer un error estructural. La educación dominicana no necesita atajos administrativos. Necesita coherencia, continuidad y decisiones a la altura de un verdadero proyecto país, del país que queremos.
Referencias
[1] Pacto Nacional para la reforma educativa en la República Dominicana (2014-2030)
[2] Informe Medidas Trascedentales 2022-2025
[3] Plan Decenal de Educación Horizonte 2034
[4] Política Nacional de Innovación 2030
[5] Ministerio de Educación, Cultura, Deportes, Ciencia y Tecnología de Japón (MEXT).
[6] OECD, Education at a Glance.
[7] OECD, Education Policy Outlook.
[8] UNESCO IESALC.
[9] WIPO, Global Innovation Index.
Compartir esta nota
