Hace unos días, el ministro de Hacienda y Economía advirtió que indexar de forma apresurada podría incrementar el déficit fiscal y la deuda. La afirmación tiene una lógica contable: ajustar salarios o umbrales impositivos reduce ingresos o aumenta gastos. Suena responsable, prudente, técnicamente correcta. Sin embargo, está incompleta, porque no dice quién ha estado pagando el costo de no indexar durante años, ni por qué esa carga ha recaído casi siempre en el mismo lado.
Desde 2017, el país dejó de actualizar —es decir, de ajustar por inflación— el mínimo exento del Impuesto Sobre la Renta, aun cuando la ley contempla ese ajuste de manera explícita. Ese mínimo exento es, en términos simples, el nivel de ingreso mensual a partir del cual una persona comienza a pagar impuesto. Mientras los precios han subido año tras año, ese umbral se ha mantenido prácticamente congelado. El resultado es que trabajadores que no han mejorado su nivel de vida terminan pagando más, no porque ganen más en términos reales, sino porque la inflación los empuja hacia una mayor carga tributaria.
Cuando el salario no se ajusta al ritmo del costo de la vida, el trabajador pierde poder adquisitivo; eso es conocido. Lo menos visible es que esa pérdida se convierte, además, en una forma de recaudación silenciosa. Parte del salario que solo sirve para compensar el aumento de los precios pasa a ser tratado como si fuera una ganancia real. No aparece como un nuevo impuesto, no se discute abiertamente en el Congreso, pero se cobra todos los meses y afecta directamente el ingreso disponible de los hogares.
Pensemos en un caso cotidiano. Ana —nombre ficticio— gana alrededor de cincuenta mil pesos mensuales. No es una ejecutiva de altos ingresos ni una empresaria. Vive con lo justo: alquiler, transporte, comida, escuela, medicamentos. Si el mínimo exento del Impuesto Sobre la Renta se hubiera actualizado con la inflación acumulada desde 2017, Ana no debería estar pagando impuestos hoy. Pero como ese ajuste no se hizo, una parte de su salario, que apenas alcanza para enfrentar precios más altos, queda gravada. El resultado es simple y contundente: Ana paga más impuestos sin vivir mejor. No consume más, no ahorra más, no progresa; solo paga más.
Nadie discute la importancia de la estabilidad fiscal ni la necesidad de manejar con prudencia las finanzas públicas. Pero no existe verdadera responsabilidad fiscal si se ignora la responsabilidad social.
Esta situación contribuye, sin duda, a mejorar los ingresos del Estado y a contener el déficit. Pero conviene decirlo con claridad: ayuda al orden fiscal porque traslada el ajuste a los asalariados formales. Al mismo tiempo, el país mantiene decenas de miles de millones de pesos en gasto tributario —es decir, impuestos que el Estado deja de cobrar a grandes empresas mediante exenciones, incentivos y tratamientos especiales— muchos de ellos heredados, poco evaluados y rara vez revisados con la misma severidad con que se revisa el salario de los trabajadores.
Ahí el discurso cambia. Cuando se trata de proteger privilegios fiscales, la política se vuelve paciente y gradual. Cuando se trata de proteger el salario y el poder adquisitivo, la política se vuelve temerosa y restrictiva. Así se configura un modelo donde el fisco se financia parcialmente con inflación no corregida, el ajuste recae sobre quienes viven de su trabajo y la pérdida no aparece en el presupuesto, pero sí en la mesa del hogar.
Nadie discute la importancia de la estabilidad fiscal ni la necesidad de manejar con prudencia las finanzas públicas. Pero no existe verdadera responsabilidad fiscal si se ignora la responsabilidad social. Actualizar salarios y umbrales impositivos no es populismo; es evitar que el Estado se financie a costa del desgaste cotidiano de quienes sostienen la economía con su trabajo, porque no hay responsabilidad fiscal cuando el Estado se financia erosionando salarios, mientras preserva privilegios tributarios bajo el silencio de la inflación.
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