La historia de la humanidad es también la historia de los imperios: su ascenso, apogeo y eventual declive. Los persas, troyanos, egipcios, griegos, romanos y británicos dominaron sus eras, pero no colapsaron por fuerzas externas, sino que cayeron desde adentro, víctimas de su propia decadencia. Hoy, Estados Unidos —el último gran imperio— exhibe señales claras de agotamiento. La causa no es un enemigo extranjero, sino una progresiva erosión de los valores que lo forjaron.

 

Uno de los síntomas más elocuentes de esta decadencia es el deterioro del capital humano. Grandes empresas tecnológicas, manufactureras e industriales han venido decidiendo no instalarse en Estados Unidos, no por falta de mercado o infraestructura, sino por la creciente escasez de personal calificado y el alto costo de una fuerza laboral que ya no compite sobre la base del mérito y el esfuerzo. Paradójicamente, en la tierra del capitalismo, se ha gestado una cultura laboral distorsionada, donde muchos jóvenes aspiran más a beneficios asistenciales que al trabajo productivo.

 

El llamado “socialismo democrático” ha ido penetrando el tejido cultural estadounidense, promoviendo una expansión del Estado asistencialista que, lejos de corregir desigualdades, ha debilitado los pilares fundamentales del carácter ciudadano. En vez de incentivar el esfuerzo, el riesgo, la responsabilidad y la excelencia, ha generado una mentalidad de derechos sin deberes, de asistencia sin mérito, y de bienestar sin sacrificio.

 

Las consecuencias están a la vista: universidades que gradúan profesionales sin herramientas reales para competir, jóvenes más preocupados por la corrección política que por la competencia, y una población laboral cada vez más cara, pero menos productiva. En muchos casos, son los propios jóvenes quienes desestiman el valor del estudio formal: el número de inscritos y graduados universitarios ha disminuido significativamente en los últimos años, mientras gana terreno una cultura que exalta la inmediatez, el entretenimiento y la “autoexpresión” por encima del rigor académico, el pensamiento crítico y la preparación técnica. Esta tendencia no solo erosiona la competitividad del país, sino que profundiza la desconexión entre las demandas del mercado laboral y la oferta real de talento. Mientras tanto, naciones con sistemas más exigentes y meritocráticos —como India, Corea del Sur o incluso Polonia— están ganando terreno como polos de talento, innovación y producción, gracias a una juventud que sí valora el esfuerzo, la formación y el mérito como caminos legítimos al progreso.

 

Estados Unidos fue alguna vez sinónimo de trabajo duro, innovación, sacrificio y autosuperación. Hoy, sin embargo, una parte importante de su juventud vive convencida de que el Estado debe resolver sus problemas, que toda incomodidad es una agresión, y que el éxito puede lograrse sin esfuerzo. Así se gesta la caída de un imperio: no con armas ni invasiones, sino con la erosión de sus valores fundacionales.

 

Por supuesto, aún hay segmentos admirables de resiliencia, excelencia y espíritu patriótico en la sociedad norteamericana. Pero no se puede ignorar la tendencia dominante: una cultura que protege en exceso, que premia la mediocridad, que ha reemplazado la virtud por la comodidad fácil y complaciente.

 

El problema no es la generosidad estatal. El problema es cuando esta suplanta la responsabilidad individual. Cuando el asistencialismo se vuelve ideología, y la ideología excusa la debilidad, el declive no es una posibilidad, sino una certeza.

 

Aún hay tiempo para una renovación. Pero esta exige coraje, verdad y sacrificio. Y, sobre todo, hombres fuertes. El presidente Donald Trump es un hombre fuerte, no está ageno ha todo esto y muchas de sus políticas buscan precisamente rescatar la fortaleza económica, cultural y estratégica de la nación. Sin embargo, aún no ha priorizado lo más importante: un cambio profundo en la actitud de su juventud. Y ese giro jamás se ha logrado con estrategias de corto plazo. Solo será posible mediante un discurso claro, creíble y contundente, que devuelva a las nuevas generaciones el orgullo del mérito, el valor del esfuerzo y el sentido de responsabilidad individual que alguna vez hicieron grande a Estados Unidos.

 

Como advirtió G. Michael Hopf en su reflexión sobre la decadencia de las civilizaciones: “Tiempos difíciles crean hombres fuertes. Hombres fuertes crean tiempos fáciles. Tiempos fáciles crean hombres débiles. Hombres débiles crean tiempos difíciles”. Este ciclo resume con crudeza el drama histórico de todos los imperios. EE.UU. fue forjado por pioneros, guerreros, innovadores y trabajadores incansables. Pero el confort del éxito trajo consigo la fragilidad moral, la dependencia, el hedonismo y la fragilidad emocional.

 

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

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