Vivimos rodeados de pantallas, notificaciones y promesas de conexión. Pero, en medio del ruido de los algoritmos, muchos sentimos lo contrario: una desconexión profunda, un vacío que no se llena con “likes” ni con nuevos dispositivos. Y entonces vuelve la vieja pregunta: ¿para qué todo esto?
Como escribió Albert Camus, “el absurdo nace de esta confrontación entre la llamada humana y el silencio irracional del mundo.” Y ese silencio —hoy amplificado por pantallas y algoritmos— sigue siendo el mismo de su tiempo.
Ese escritor franco-argelino de voz serena y lúcida, nos acompañaría bien en este tiempo. Su pensamiento —nacido entre guerras, exilios y pandemias— parece escrito para nosotros, los hijos del día y del siglo de hoy. Camus no ofrece un dogma, sino una compañía. Una voz que dice: “mira el mundo tal como es, sin adornos, sin mentiras, y aun así, elige vivirlo”. No porque tuviera las respuestas, sino porque se atrevió a mirar de frente la pregunta más difícil: ¿cómo vivir en un mundo que parece no tener sentido?
El absurdo sigue vivo
Camus llamó a esa sensación el absurdo: el choque entre nuestro deseo de entenderlo todo y un universo que no responde. No se trata de desesperanza, sino de honestidad. El absurdo no es un muro, es un espejo. Nos refleja la verdad incómoda de que nada está garantizado y, aun así, seguimos buscando belleza y sentido.
Cuando dejamos de buscar consuelos falsos —religiosos, políticos o tecnológicos— empieza la verdadera libertad: la de vivir sin tapujos ni mentiras.
En los años 40, escribió El mito de Sísifo, esa imagen eterna del hombre empujando una piedra cuesta arriba solo para verla caer de nuevo. La imagen nos invita a mirarlo no con lástima, sino con empatía: ese hombre somos nosotros. Hoy, podríamos imaginar a Sísifo actualizando su perfil de LinkedIn, revisando notificaciones, corriendo detrás de su piedra digital… y, aun así, sigue empujando.
Como escribió Camus, “hay que imaginar a Sísifo feliz.” No por ingenuidad, sino por libertad. Su felicidad no viene del éxito, tampoco de la lógica, sino de la conciencia. Sabe lo que hace y lo asume: esa lucidez es su victoria.
Por eso, Camus no maldecía ni se burlaba de Sísifo. Lo admiraba. Porque, aunque su tarea es inútil, Sísifo no se rinde. Sabe que no hay dioses que lo liberen ni destino que lo justifique, y aun así sube la montaña. En esa rebeldía silenciosa —en esa decisión de seguir empujando sin mentirse— encuentra su dignidad. Y en esa rectitud y dignidad, descubre su libertad.
¿Y nosotros? ¿Qué hacemos frente a nuestro propio absurdo digital?
La absurda era digital
Los algoritmos prometen saberlo todo sobre nosotros: qué queremos ver, comprar, amar. Pero en esa aparente omnisciencia hay una trampa. Nos ofrecen sentido empaquetado, diseñado para entretener, distraer o manipular. “Si no piensas, nosotros pensamos por ti”.
Camus habría visto en eso una nueva forma de evasión. En su época, los totalitarismos prometían redención política; hoy, el algoritmo promete redención emocional. Pero el efecto es parecido: nos roba el silencio interior, esa zona íntima donde podríamos reconocernos y decidir.
Durante la pandemia lo vimos con crudeza. Encerrados, aislados, con cauto temor, muchos descubrimos cuán frágil era todo lo que creíamos seguro. Las horas frente a las pantallas no llenaban el vacío. Descubrimos que el Wi-Fi no sustituye al abrazo, ni el scroll al sentido.
Camus escribió sobre eso en tiempos de La peste: cuando una ciudad es invadida por la muerte invisible, el ser humano se revela tal cual es —vulnerable, pero también capaz de ternura, humor y resistencia.
En medio del caos, el doctor Rieux, protagonista de la novela, sigue haciendo su trabajo sin esperanza de victoria. Lo hace porque es lo correcto. No espera premios, ni likes, ni salvación, tampoco dinero. Solo actúa.
Esa es la ética camusiana: hacer el bien sin garantías. “Lo único que se puede hacer frente a la peste es ser honesto”, escribió. Esa honestidad, en nuestro tiempo, se llama solidaridad.
La rebelión como respuesta
Camus no nos pide resignación, sino rebeldía lúcida. Rebelarse, para él, no es destruir, sino afirmar la vida frente a la nada. Es decir: “Sí, la vida no tiene un sentido dado, pero tiene el sentido que yo construyo al vivirla con coherencia y compasión.”
En su ensayo El hombre rebelde, el premio Nobel de Literatura de 1957 advierte que, cuando la rebeldía se convierte en dogma, degenera en tiranía. Lo vimos en los totalitarismos del siglo XX, y lo vemos hoy cuando las redes sociales transforman la indignación en espectáculo. Camus desconfiaba de los fanatismos: el rebelde verdadero no grita por ego, sino por justicia.
Él entendió bien: la rebeldía no equivale a un gesto o a un grito de destrucción, sino a una afirmación de la vida. “Me rebelo, luego somos”. En cada acto de dignidad compartida, el ser humano se encuentra con los demás. La rebeldía, vivida con honor, es una forma de amor.
Un mensaje caribeño
En República Dominicana —como en gran parte del Caribe— tenemos lo que Nietzsche hubiera llamado la raza de los políticos. De derecha, de centro, de izquierda, y aún del más allá. Vivimos entre promesas de progreso y frustraciones cotidianas, servicios que no sirven e impunidad para todo y todos. Las calles llenas, los tapones interminables, el ruido, la lucha por el pan diario: todo parece empujar una piedra cuesta arriba. Soñamos con salir adelante, pero tropezamos con sistemas que parecen repetir los mismos absurdos una y otra vez: desigualdad, corrupción, indiferencia.
Frente a esa loma de absurdos, el pensamiento de Camus puede servirnos de brújula moral.
Él no propone esperar un “cambio total”, pues no sabía de política. Se contenta con proponernos vivir con firmeza y rectitud, aquí y ahora, incluso dentro del absurdo. Ser honestos en un mundo que miente, solidarios en un mundo que divide, conscientes en un mundo que distrae. Porque, como él escribió, “no ser amado es una simple desventura; la verdadera desgracia es no saber amar”.
En una época donde todo parece medirse por resultados o apariencias, y premiarse con transfencias monetarios o con monedas, Camus nos recuerda el valor del acto sencillo y limpio, de quien hace lo que debe sin buscar recompensa. La dignidad, decía, no necesita aplausos; basta con la conciencia tranquila.
Ochenta años después, su voz sigue viva. Cams no hablaba desde un púlpito, sino desde la calle. No buscaba convertir, sino comprender. Su filosofía era humana, hecha de polvo, sudor y mar. Quizás por eso su pensamiento respira tan bien bajo el ardiente sol caribeño, el mismo que le recodaría su Algeria oriunda.
Camus con nosotros
Imaginemos a Camus caminando hoy por el gran Santo Domingo o por cualquier ciudad latinoamericana: vería jóvenes que estudian, trabajan, crean memes, sueñan con irse, pero que también sienten una especie de cansancio del alma. Y quizás les diría: “No hay que tener fe en el mundo, basta con tener fe en los hombres”.
Esa frase, que parece pequeña, lo cambia todo. Porque si esperamos que el sistema o la tecnología nos salven, el absurdo nos aplasta. Pero si apostamos por la amistad, el arte, el trabajo bien hecho, la risa compartida, entonces —como Sísifo— podemos subir la montaña y, por un momento, antes de volver a descender, sentirnos libres.
Estamos invitados a ser felices sin motivo, a amar sin garantías, a vivir sin escapar. Esa es la verdadera rebelión.
Ante el suicidio: vivir con decisión y engaños
El reto no es entender el mundo, sino aprender a vivir en él sin mentirnos. No fingir sentido donde no lo hay, ni refugiarse en la indiferencia. Camus no propone una filosofía para filósofos, sino para todos: para quien trabaja, enseña, cocina, ama, cría, resiste.
En tiempos donde los algoritmos predicen nuestros gustos y las guerras se transmiten en vivo, necesitamos más que nunca esa ética del presente, esa lucidez sin cinismo. Camus no fue un santo ni un pesimista: fue un hombre que amó la vida a pesar del absurdo.
“Vivir es mantener el absurdo”, escribió. Y en esa obstinación por vivir, por amar incluso en medio del caos, se encuentra la mayor forma de esperanza.
En medio del invierno truculento de nuestra época —hecho de guerras, algoritmos y soledad— Camus nos deja su frase más luminosa en Regreso a Tipasa: “En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible”. Y tal vez ese sea su mayor legado para nosotros. Recordar que ese verano interior —esa capacidad de ternura, humor y resistencia— sigue ardiendo incluso cuando el mundo parece enfriarse.
El sentido proviene del sinsentido. Seguir amando, creando y ayudando, incluso cuando todo parece perderse en el agujero negro de la existencia mortal. No por esperanza, sino por amor al simple hecho de estar vivos.
Porque, al final, si la única pregunta sensata de Camus fue saber si uno ha de suicidarse o no, la única respuesta verdaderamente humana —demasiado humana— sigue siendo esta: vivir.
Vivir con otros, vivir con coraje, vivir con ternura.
Seguir empujando la piedra, bajo el sol, hasta encontrar en el esfuerzo mismo nuestra libertad.
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