Un nuevo rey, con corona y pretensión de poder absoluto, como los de la antigüedad, se acaba de poner a la cabeza de la primera potencia mundial. Es un rey imprevisible, como las mutaciones del coronavirus, y también muy soberbio. Sus arrebatos, propios de un rey al mando de un imperio decadente, que ve derrumbarse ante sus pies su extenso dominio, son tan frecuentes como inesperados. Los palos que reparte aquí y allá también son muy peligrosos, como la pandemia de la Covid-19.
Otra característica del nuevo rey: es intolerante, odia los obstáculos en su camino, por eso no ha tardado en enfilar sus cañones contra las instituciones de su país, procediendo a suprimir todo programa que huela a inclusión social, ayuda a los desposeídos. A fuerza de decretos, quiere desmantelar lo poco que allí queda del Estado providencia.
Pero el nuevo rey no solo sabe odiar, también tiene sus amores. Cuida su fortuna y la de los suyos, y quiere verlas crecer durante su reinado. Pagar menos impuestos, para obtener cada vez más ganancias.
Para compensar los miles de millones que por concepto de reducción de impuestos dejará de percibir su reino, tiene una genial idea: imponer (violando todas las reglas del comercio internacional) exorbitantes tarifas aranceles a sus principales socios comerciales.
El flamante rey, imitando a algunos superhombres de la historia, Alejandro Magno, (356-323 a. C), Augusto (primer emperador de Roma, 63-14 a.C), Carlo Magno (748-814 a.C), Gengis Khan (fundador del imperio Mongol, 1162-1227) y Luis XIV (1638-1715), no esconde sus ambiciones expansionistas, anexar al vecino Canadá, comprar Groenlandia, retomar el Canal de Panamá, desalojar a los gazatíes de su territorio para realizar allí unos de sus sueños de promotor inmobiliario (su primera vocación), convertir la banda en una especie de Côte d’Azur, para disfrute de los ricos como él, por supuesto.
Pero, de la misma manera que la comunidad científica internacional se movilizó para desarrollar rápidamente vacunas contra la Covid-19, la gente, dentro y fuera de su país, ha comenzado a moverse para defenderse de los imprevisibles golpes del nuevo rey.
La justicia americana, que con imperdonable laxitud permitió su ascenso al poder, pese a sus numerosos actos reñidos con la ley, incluso algunos criminales, se pone hoy en guardia contra la real amenaza de ver pasar el funeral del Estado de derecho del país por la puerta de la Corte Suprema, en Washington DC., y ha comenzado a paralizar algunas de sus iniciativas.
Sus sucios comerciales tampoco se quedan con los brazos cruzados, replican con aranceles a las exportaciones americanas, y multiplican reuniones para coordinar estrategias dirigidas a defenderse de los golpes del enfurecido rey.
Por ejemplo, su pretensión de hacer de Canadá el 51 estado americano, que en principio fue visto por su vecino como un chiste, hoy es tomado muy en serio por el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, quien en un reciente encuentro con el Canadian American Business Council habló ampliamente de su preocupación por las aspiraciones de Trump de apoderarse de los grandes recursos de su país, abundancia de agua dulce (tercera reserva mundial, después de Brasil y Rusia), un recurso cada vez más codiciado en estos tiempos de cambio climático; abundancia de petróleo y gas; y muchos minerales críticos indispensables para la industria tecnológica del imperio.
Pero, para apoderarse de Canadá, el rey confronta un serio obstáculo: la única vía legal para concretizar su plan es la realización de un referéndum, y según los resultados de una reciente encuesta, realizada entre el 6 y el 9 de diciembre 2024, el 82 % de los canadienses rechaza la idea de devenir un Estado americano.
Todavía más, con el sentimiento antiTrump provocado por el anuncio de sus tarifas arancelarias es muy probable que este rechazo haya pasado a ser aún mayor.
Pero este impedimento no le quita el sueño al ambicioso rey. Para materializar su plan le quedan otras dos opciones, ambas bastante crueles, una ocupación militar o un bloqueo económico que paralice las exportaciones del país, con su consiguiente cierre de empresas, desempleo masivo, desplome de su moneda… En otras palabras, a fuerza de patadas en el estómago, forzar a los empobrecidos canadienses a suplicarle la incorporación a su reino.
Pero la anexión de Canadá, por cualquiera de los métodos empleados, le acarreará al rey un permanente dolor de cabeza: por su talla, el vecino país pasaría a ser un Estado tan importante como California, con 54 grandes electores, que sin duda serían del Partido Demócrata, porque el pensamiento político de los canadienses está muy cercano al ala más progresista de ese partido. Sería algo así como regar en su reino un semillero de Bernie Sanders. Uf, en otras palabras, meterse una pulga entre los fundillos.
Del otro lado del charco, en Copenhague, se multiplican las reuniones de urgencia entre la clase política y económica danesa para dilucidar hasta donde irá el nuevo rey en sus intenciones de apoderarse de Groenlandia, territorio autónomo perteneciente a Dinamarca.
Son muchas las reacciones de las altas autoridades danesas a los propósitos del rey, pero me gusta particularmente esta del diputado danés al parlamento europeo Anders Vistisen: “estimado presidente Trump, escuche atentamente: Groenlandia forma parte del reino danés desde hace 800 años. Es parte integrante de nuestro país y no está en venta. Permítame decírselo con palabras que usted podría entender mejor: señor Trump, váyase a la mierda.”
En cuanto a su intención de retomar el control del Canal de Panamá, que se inscribe en su rivalidad con China, los panameños y su gobierno le recuerdan al rey que esta vía marítima no es un regalo de Estados Unidos, que es y seguirá siendo propiedad de los panameños.
Como vemos, al rey se le complican las cosas, pataleo de la justicia de su país, resistencia de los países y territorios amenazados, presencia en la arena internacional de otras potencias con vocaciones imperiales, particularmente el gigante asiático, con su emperador Xi Jinping a la cabeza, y la inmensa Rusia, con su terrible zar Putin al mando.
El desenlace de esta confrontación entre grandes y pequeños y gigantes contra gigantes podría desembocar en una conflagración mundial que, con el arsenal de armas existente, reduciría el planeta a una bola fuego. ¡Qué Dios nos libre!
Pensemos mejor que eso no ocurrirá. Que más bien nos avocamos a validar la sentencia de un tal Karl Marx: la historia se repite, habrá que realizar otro Yalta, donde los tres grandes (esta vez Estados Unidos, China y Rusia) resuelvan sus diferencias por la vía de la negociación, rediseñen un nuevo reparto del mundo. Tarea bastante compleja, porque, además de estos tres gigantes, hay otras potencias emergentes, con sus respetivas aspiraciones expansionistas.
Pero la tarea no solo es compleja, también es poco esperanzadora para la humanidad, porque a la cabeza de esas tres potencias imperiales hay un rabioso y lunático rey, un cruel y ambicioso emperador que reclama ser el legítimo heredero de Qin Shi Huang (primer emperador chino) y un implacable zar que se piensa la reencarnación de Pedro el Grande. ¡Triste futuro para la democracia!