Estimados líderes en la fe,
Reciban un cordial saludo de alguien que comparte la convicción de que la fe debe orientar a la sociedad hacia el bien común, hacia el respeto a la creación y hacia la convivencia pacífica entre culturas. Me dirijo a ustedes con el mayor respeto, pero también con la urgencia que requiere un tema que ha generado confusión y división en la comunidad de Sosúa: la permanencia o retiro de la estatua submarina de Atabey.
Sé que ustedes han expresado públicamente su preocupación de que esta figura represente una “deidad pagana” y que por lo tanto constituya una amenaza espiritual. Esa inquietud merece una respuesta seria y reflexiva, porque la comunidad necesita claridad, no solo desde la ciencia ambiental o el arte, sino también desde una visión de fe madura.
Respetar un símbolo cultural no significa rendirle culto, sino reconocer la riqueza de nuestras raíces compartidas
Permítanme plantear tres puntos fundamentales que espero contribuyan a enriquecer la discusión: la diferencia entre idolatría y respeto cultural, el valor de la creación de Dios y su cuidado, y el papel de la fe como guía hacia la unidad y no hacia la división.
1. Idolatría no es lo mismo que conservar un símbolo cultural
En la tradición judeocristiana, la idolatría siempre se ha entendido como un acto de fe mal dirigida: atribuir poder divino a algo que no lo tiene. Adorar una figura, rendirle culto, creer que controla la naturaleza o la vida humana: eso es idolatría.
Pero mantener una estatua, una escultura o un símbolo cultural no es idolatría en sí mismo. En ningún momento los promotores de la estatua submarina han proclamado a Atabey como una divinidad viva a la cual hay que rezar o adorar. Lo que se ha hecho es rescatar un elemento de nuestra herencia taína para transformarlo en arte y, además, en motor de regeneración ambiental.
No es distinto a cuando en nuestras iglesias conservamos imágenes de santos, de la Virgen María o de la cruz. Ningún cristiano sensato cree que la madera de la cruz tenga poder por sí misma, ni que la piedra de una estatua pueda decidir sobre nuestras vidas. Creemos en lo que representan: la fe, el sacrificio, la memoria, la historia.
Por eso sostengo que respetar un símbolo cultural de otra tradición no equivale a creer en él como dios. Es simplemente reconocer que antes de nosotros hubo pueblos que expresaron su visión del mundo de otras formas, y que esas huellas hoy enriquecen nuestra identidad.
2. La creación de Dios se manifiesta también en la naturaleza que rodea la obra
Más allá de lo cultural, hay un hecho concreto y observable: desde su instalación en 2023, la estatua submarina de Atabey ha comenzado a funcionar como arrecife artificial, atrayendo corales, esponjas y peces que encuentran en ella refugio y alimento.
Retirarla ahora no sería un simple acto administrativo; sería destruir un ecosistema en formación. Y aquí, como personas de fe, debemos recordar que la Biblia misma nos llama a ser guardianes de la creación. En el Génesis, Dios entrega al hombre el mandato de cultivar y cuidar la tierra. En la carta a los Romanos, san Pablo afirma que toda la creación gime con dolores de parto esperando la redención.
Si destruimos aquello que ya está sirviendo de hábitat marino, estamos actuando contra ese mandato divino. Y hacerlo en nombre de la fe sería una contradicción dolorosa: utilizar la religión para justificar la degradación ambiental.
Mantener la estatua en el mar no significa adorarla. Significa permitir que la vida de Dios —la misma que palpita en peces, corales y aguas— se multiplique. Y eso sí que es un acto espiritual profundo: defender la vida.
3. La fe como puente de unidad, no como excusa para la división
Nuestra sociedad enfrenta ya demasiadas tensiones: económicas, políticas, sociales. La religión debería ser un espacio de encuentro y orientación moral, no de imposición ni de rechazo. Cuando desde el púlpito se demoniza un símbolo cultural como “pagano” y se exige su eliminación, se corre el riesgo de dividir a la comunidad, de sembrar miedo y de frenar proyectos que están dando frutos positivos.
La fe, bien entendida, no teme al diálogo con la cultura. Jesús mismo, cuando hablaba en parábolas, utilizaba imágenes del campo, de la pesca, de la vida cotidiana de su tiempo. San Pablo, en Atenas, no destruyó las estatuas de dioses paganos; al contrario, reconoció la religiosidad del pueblo y les habló del “Dios desconocido” que ya intuían. Esa actitud de respeto y apertura es la que hizo posible la expansión del cristianismo sin violencia ni imposición.
Por eso les invito, con todo respeto, a que en lugar de ver en Atabey una amenaza espiritual, la vean como una oportunidad pedagógica: explicar a la comunidad la diferencia entre recordar un símbolo cultural y adorar un ídolo. Enseñar que los cristianos no debemos temer a las imágenes porque nuestra fe no se basa en ellas. Mostrar que podemos convivir con símbolos de otras culturas sin perder nuestra identidad.
Respetar no es adorar.
Conservar la estatua de Atabey no es idolatría. Idolatría sería creer que esa figura tiene poder sobre nuestras vidas o sobre la naturaleza. Pero nadie está predicando eso. Lo que está en juego aquí es respeto cultural, responsabilidad ecológica y unidad comunitaria.
Si la retiramos, perderemos tres cosas:
- Un espacio de regeneración marina que ya está funcionando.
- Un símbolo que atrae turismo responsable y sostenible.
- Una oportunidad de mostrar que la fe cristiana es madura, dialogante y respetuosa.
En cambio, si la mantenemos, ganamos la posibilidad de enseñar a nuestros hijos que no todo lo diferente es enemigo, que el cuidado de la naturaleza es parte de la voluntad de Dios, y que la fe no se debilita con el respeto, sino que se fortalece.
Eliminar la estatua submarina sería destruir un ecosistema en formación y perder una oportunidad de diálogo entre fe y cultura
Estimados líderes, la autoridad espiritual que ustedes ejercen tiene un peso inmenso en la comunidad. Por eso, su voz puede ser utilizada para proteger la vida y la paz o para avivar la confrontación y el miedo. Yo les invito a optar por lo primero: a convertirse en defensores de la creación y en promotores del respeto cultural, en lugar de voceros de una censura innecesaria.
La historia nos juzgará no por las estatuas que derribamos, sino por la vida que defendimos y la paz que supimos construir.
Con todo respeto y esperanza,
Gustavo A. Ricart
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