El reciente intento del Departamento de Guerra de EE. UU. (anteriormente conocido como Departamento de Defensa) de imponer un modelo de "censura previa" a los medios de comunicación que buscan acceder a sus instalaciones, es un ataque directo y profundamente preocupante al libre ejercicio del periodismo en la nación que se precia de ser un faro de la libertad.
Esta maniobra, llevada a cabo siguiendo las directrices de la administración de Donald Trump, representa un peligroso precedente que amenaza con socavar uno de los pilares más sagrados de la democracia estadounidense: la libertad de prensa, consagrada en la Primera Enmienda de la Constitución.
El requisito de que los periodistas se comprometan a no publicar información no autorizada bajo amenaza de perder su acreditación para acceder al Pantágono, y otras oficinas del ahora Departamento de Guerra, es una restricción sin precedentes y una violación clara del espíritu de la Primera Enmienda de la Constitución de EE. UU. Esta enmienda no solo protege las libertades de expresión, religión y reunión, sino que específicamente garantiza la libertad de prensa.
La negativa del The New York Times a firmar el documento propuesto por el Pentágono es una postura editorial valiente y necesaria.
Como bien señaló Richard Stevenson, jefe del rotativo en Washington, esta política amenaza con castigar la "recopilación habitual de noticias protegida por la Primera Enmienda".
La esencia de un periodismo fiscalizador y robusto radica en su capacidad para buscar, verificar y publicar información de interés público, incluso —y especialmente— cuando esta no es conveniente o "autorizada" por el gobierno.
El modelo que el Pentágono busca imponer es, en esencia, una forma de censura previa de facto. Aunque el gobierno de EE. UU. tiene el derecho de gestionar la seguridad de sus instalaciones, intentar controlar el contenido editorial de los medios como condición para el acceso cruza una línea roja.
Esta nueva política otorga al Departamento de Guerra un "amplio control sobre los contenidos difundidos", permitiéndole decidir qué parte de su actividad, financiada con cerca de un billón de dólares de los contribuyentes, puede ser conocida por el público.
Esta es una práctica habitual en regímenes autoritarios, no en una democracia occidental que se precia de ser modelo a imitar en todo el mundo. Cuando una rama del gobierno exige un veto sobre la información antes de su publicación, está asumiendo un rol de editor y censor, reemplazando el criterio periodístico independiente por el interés gubernamental.
Este modelo de censura previa pone en serio peligro la salud de la democracia en Estados Unidos.
Una democracia fuerte depende de una ciudadanía bien informada, capaz de fiscalizar el poder y tomar decisiones en las urnas. Cuando el gobierno restringe la capacidad de la prensa para investigar y reportar sobre cómo se gastan los fondos públicos y cómo operan las instituciones clave, se rompe el mecanismo de rendición de cuentas.
Al limitar el periodismo a la información "autorizada", se fomenta la opacidad en el manejo del Ejército y del presupuesto de defensa.
La deslegitimación constante de los medios de comunicación por parte de la administración Trump, sumada a este intento de control editorial, erosiona la confianza del público no solo en la prensa, sino en la capacidad del sistema para ser transparente.
Esta política establece la peligrosa idea de que el acceso a la información puede ser canjeado por la obediencia editorial. Esto podría ser replicado por otras agencias gubernamentales, asfixiando progresivamente el periodismo de investigación. Es, a todas luces, un abuso de poder.
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