"El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río." —Jorge Luis Borges

Marcel Proust, novelista francés y autor de ‘’En busca del tiempo perdido’’, es el creador de una obra considerada una de las joyas más ilustres de la cultura universal. Un libro extraordinario, legendario. Este letrado, más allá del tiempo, sigue cautivándonos con su estilo labrado en una espiral magnética y barroca. Un artista de la palabra, extremadamente exquisito. Su prosa está colmada de semejanzas y alegorías. Su prosística es heterogénea, extensa y combinada.

En este libro nos enfrentamos a un erudito que nos sumerge en una estética sin igual. En sus páginas se despliega una melodía de belleza diáfana. Nos traspasa en su pseudoautobiografía con un estilo sensible y único. Leer a Proust es una experiencia literaria grata. A pesar de que sus frases son largas y su fraseología no es simple. Sus capítulos son prolongados, con oraciones recargadas. Él crea en este texto un prestigio propio, apartándose de lo acostumbrado dentro del género.

Marcel Proust.

En el libro ‘’En busca del tiempo perdido’’, Proust derrama las confusiones psicológicas en la descripción y las hidrata con su vasta cultura. Adorna su narrativa con múltiples señalamientos y referencias a otros libros, ciudades, lugares y personalidades. Sin duda, Marcel Proust pensaba que donde hubiera libros, se construirían sueños. Con su estilete rebanó la magdalena y la separación. Ese tiempo verbal que encierra todas las acciones vividas en su juventud. Su aoristo le declamó un poema de vida, como si la semilla no germinara exenta de la supervivencia constante, de la rufa estrella reseca de agua, a pujanza de salazón remojando el pretérito, el tiempo coetáneo y lo irreal, todos teniendo la fragancia del mundo.

Con una molestia en un piélago inmunizado a la existencia, imperecedero al astro rubio que diariamente brinda su claridad, buscando el agua para saciarse, ceñido al fuego de un pececillo. Arqueándose como una hiedra, como un arrumaco, como una patada que después de la albarda ignora la voz. Amarrado a la ligadura que desune, luego lo curvilíneo colindante se aorista, estirando la ojiva de una certeza que pasa como silueta reciente. Verificando el rastro que surge tras la puerta del vaho delicado, clareando en la infinitud, en el ahora, en el futuro, aunque hayan sombras.

Regresar al hogar, regresar a lo elemental, a lo minúsculo, a lo afectivo. Regresar a lo delicado de los instantes. Regresar al núcleo, a las huellas de la sencillez. Regresar a subir lento. Regresar a los mimos, al roce primigenio. Regresar a la casa, de vuelta a donde el alma se regocija. Es regresar el corazón a la piel. ¡Cuántos anhelos, cuántos sentimientos profundos en la semilla de su literatura! Algunos, tal vez muchos, piensan que él lloraba con el viento. ¿Tal vez? Pero con alegría en su esencia, su espíritu cantaba. ¿Tal vez?

No todos están preparados para este tipo de libro. Es para lectores adelantados. Algunos dicen que hay que leerlo despacio, varias veces, degustarlo. Esta gran obra, por lo voluminosa que es, requiere esmero y entrega. No es cualquier libro. Es exigente. El lector debe hacer un esfuerzo para adentrarse en su universo, su técnica y su encanto.

La literatura es un arte; es mucho más que una forma de esparcimiento. Vivimos en un mundo donde un libro considerado bueno debe atraparnos desde sus primeras líneas. En estos tiempos hay una especie de fijación por los ‘’best sellers’’, lo cual es comprensible: los autores quieren ser leídos. Hoy en día abunda la narrativa de consumo rápido, de entretenimiento simple. Pero hay una diferencia notable entre esta y la buena literatura. Marcel Proust está en otro nivel.

‘’En busca del tiempo perdido’’ exige un lector agudo. Hay que dar mucho a cambio. Su lectura puede resultar agobiante en momentos, sus laberintos nos pueden perder, su prosa fluir como música envolvente nunca antes escuchada. Muchas veces nos eleva a un universo único, proustiano y enajenante. Creo que no hay que leer esta series de libros de a poco, sino abstraerse en ella y no salir de su zona hasta terminar los siete tomos y sus tres mil páginas.

Es un libro que se ama y se odia al mismo tiempo. Se sufre y se goza. Y quien lo logra leer vivirá una experiencia para toda la vida. Su temática es un canto a la belleza, al amor, a la muerte, al tiempo, a la cultura, a la nadería, a la sociedad. Su profusión expresiva maravilla. Deja una sensación de querer seguir leyendo. No cansa al lector avezado.

En esta actualidad impera la brevedad, y eso es un freno para tener experiencias literarias que deleiten. Esta obra se introduce en las evocaciones del narrador. ¡Cuántas reminiscencias y conexiones va creando! Hay una fuerza apasionada en su escritura. Marcel Proust escuchó una voz interior con vocablos como arrullos de brisa, conduciéndolo a un espacio donde la imaginación despuntó.

La afasia cómplice y callada dialoga en murmullos de probabilidades inagotables, y el alma, esa ilustre amiga, cantaba al baile de las quimeras y las exaltaciones. En el eco de la brisa halló poesía que danza como bráctea al ocaso. La brisa declama enigmas, música que solo el corazón oyó. En su resuello se originan las quimeras, los anales que el alma cuenta, y en su mudez halla la espátula de pigmentos para colorear sus pensares.

El sosiego es un paño níveo donde el verbo se difumina. Es el lugar donde las quimeras florecen, donde los pensamientos adquieren estilo. Finalmente, el corazón, ese rapsoda interno decreta, oye la música que transporta la brisa. Inspira con sus pulsaciones y crea belleza.

‘’En busca del tiempo perdido’’ es más que una novela: es una autobiografía novelada donde el autor narra sus vivencias, lo que vivió en su niñez, el vínculo con sus padres, sus amigos, su experiencia con la sociedad. Nos muestra, de forma magistral, las emociones de sus personajes, su psicología, tratada con detalles precisos y con una profundidad inusual. Es un artífice en la forma de describir las conexiones humanas.

Las reflexiones metafísicas son tratadas con asombrosa maestría. La psicología, el humor y lo trágico hacen de esta obra una de las mejores del mundo. Proust siempre consideró la escritura como una filosofía de vida. Su amor por ella florecía en su interior, acrecentándose desde sus fluidos, invadiendo su trayectoria, su silencio y sus horas.

Un poema, una melodía en el silencio de los cronómetros. Su literatura brotaba de su propio fulgor. En sus ojos se agrandaba el contorno de su cuerpo. Surcaba, canturreaba entre abetos, tal vez mirando algún vencejo. Su literatura es una manifestación sublime de tantas cosas. Es un tallo entre lo que calla el armazón y la luminiscencia.

Una ratificación de la sensibilidad en el músculo, en el giro del espejo, el discernimiento en la mirada, el escalofrío cierto de las asaduras en la constante turbación entre lo malo y lo bueno. Y la alegría como una quimera entre pedruscos. La literatura fue su oficio y su gran pasión. Su pretensión era eternizarse, dejar una aserción de su vida, de esa época viviente.

‘’En busca del tiempo perdido’’ es una declaración de paciencia, minuciosidad y emoción. No solo narra la vida en su transcurso, también lanza declaraciones al viento, atuendos que se mueven al son del aire. Estos siete tomos parecen tener vida propia, moverse entre nosotros.

¡Cuánto ingenio en la definición de su arte! La estética baila abrazando la creatividad, simetría en la transparencia. Un toque perfecto. En la travesía de este texto encontramos acordes, su olvido, voces queridas que se intensifican, olores de una niñez recordada. Se acercan con cautela, con un bouquet de instantes que alzan ilusiones, convidando a escuchar esos parajes con los sonidos de Combray, marcados en su leyenda postrera.

Esquivando frases como principiante de sus propios pasos, alejándose del frío, de la brisa de los abetos. Eludiendo. Observa figuras de partidas y mariposas. Mira nombres grabados en telas, un panorama mojado por una manía, una fotografía por revelar. Y una firmeza como ofrenda, viendo gente amada anterior y posterior a él.

Pero la cristalera de esos ojos queridos no se refleja en los paños. Hay un huracán que sacude, y no hay culmen en esta trayectoria del recuerdo. Marcel Proust, a veces envuelto en una aureola de enigmas y sentimentalismos, no es más que un trovador del lenguaje que nos obnubila.

A través de su escritura observa con agudeza el mundo que lo rodea, captura el tiempo y transforma lo común en algo excepcional. En sus metáforas nos lleva a mirar con otros ojos los paisajes internos y externos. Vincula lo tangible con lo incorpóreo. Evoca en los lectores emociones y cavilaciones dormidas.

Proust es un ejecutante de la sensibilidad humana. Su oficio de escritor va más allá de las reseñas, pues profundiza en el análisis de la naturaleza y la psique del ser humano. Su narrativa aborda el amor, la memoria y la redención. Nos invita a un recorrido interior junto a sus personajes. Ese pasado impreso en sus letras es capaz de dejarnos una huella imborrable en este presente.

Un intérprete del verbo indecible. Y es que su voz altisonante, no importa si es cavilosa, a veces llena de saudade, otras veces jubilosa.

Esa voz tan proustiana suena a través de dos siglos y nos recuerda, en sus decibeles más altos, que el “descubrimiento agraciado de un libro favorable puede transformar el destino de un alma”. La belleza que este autor plasma en sus líneas es cautivante. Su verdad vibra y nos conduce a una introspección a través de la conexión humana. En su lírica, los escombros del tiempo pasado cobran vida, y él hace magia en su resurgir. Mira hacia el tiempo ido, en una búsqueda de lo que fue, de lo que vivió, sintiendo en su corazón lo que permaneció tras las aflicciones: esas vivencias, esas sonrisas por los pasillos de la infancia, la soledad tras las muertes, los besos perdidos sin sellar.

Los relojes siempre gritan, y es imposible callarlos, con sus minutos infernales de ausencia que agrietan el alma. El tiempo perdido es polifacético, y son abundantes los daños que el tiempo causa en su transcurrir. Su paso inevitable establece que se disipe en el ayer, aunque no de forma irreparable. Él lo recupera prodigiosamente gracias a la memoria procedimental, ese almacén que resurge de manera inmediata. Marcel se percibe ausente del tiempo. Es una experiencia casi ascética, como si pudiera degustar un poco de perpetuidad. Puede recuperar el tiempo, pero esta restauración en el hoy posee lo irreal del ayer. Proust restablece el tiempo, y no es una alegoría: es una verdad manifiesta. Ese tiempo es parcial, irregular.

Marcel Proust, con un quinqué de torbellinos reducidos, con el grito tenue quizá de muchas luces. Solo un hombre soñando con la ascesis, con la ingenuidad de una criatura sin aurora, con un plato de trigo que no ha estado viendo tras el vitral, con una mano amarrada a los cimientos de los días. Un hombre que va a la pradera a impregnar sus rizomas con la sal de sus ojos. Un hombre colosalmente callado, con el alón recogido de las muchas brácteas que puedan alojar las manos vacías. Yendo por las sendas, encharcando universos de hojas terrestres. Un hombre que se clausura sobre sí mismo como un ápice de cencellada.

Este escritor nos dice que el tiempo se pierde en la nadería, en la trivialidad. Critica a la aristocracia del siglo XX en su deterioro, y la mezcla de la burguesía con la nobleza. Hace una indagación colectiva y psíquica, describiendo de forma alucinante todo lo que ocurría en los salones parisinos: desde el derroche de toda clase de vanidades hasta todo tipo de sentimientos, buenos y malos, incluyendo los más bajos instintos. Hay una escoptofilia narrativa en lo interno de la libido solapada. En esas noches de baile, máscaras, fachadas ocultas, celos, batallas, y el tiempo con su vaivén de dejadez y abandono.

Vuelve el silencio. La oscuridad, con su frío, recorre los laberintos vigilantes de la nostalgia. No ayuda pronunciar ningún nombre. Cuando amanezca, danzarán entre los maderos los condenados por la euforia opaca de los mustios apegos. Y escasamente quedará azogue para redimir la vida. Ocultos tras lo callado de las siluetas heladas germinando gráciles con los brazos sin nada, asomará el corazón virginal. Pero la existencia, con sus dificultades, va colmando de arenas, de huecos, de lastre que a veces no son de nuestra preferencia.

Nos criamos pensando que el bienestar es irrupción, un chillido de júbilo hallado en lo superficial. Pero lo real es un susurro fino. Una calma ligera. Una verdad que tenemos recóndita. No es un golpe de dicha, no es una presea por ganar. Hay que prepararse para sentirse bien consigo mismo, sin pretender escapar. Hallar el sosiego en lo sencillo, en las cosas minúsculas, esas que no tienen que revelar nada. Si estamos impuros, siempre tendremos la opción de purificarnos. Hay que agitar la carga que no es nuestra. Retornar al hogar. Hallarnos de nuevo en nuestra carne.

Este letrado nos desnuda lo que él estima que son los preceptos psicológicos y sociales que dirigen los comportamientos humanos, las razones ocultas tras las actuaciones de sus personajes, sus transformaciones progresivas y agresivas, que destrozan, pero también restauran.

En la vastedad de esta novela, en su búsqueda, en su rastreo, muestra un desplazamiento dual: uno que mueve al centro y otro que escapa. Y para recuperar el tiempo extraviado hay que encontrarlo en lo interno, en ese sitio tan hondo de nuestro ser, para moldearlo con esencia y espíritu. En este estadio dúplex, al analizar ese círculo del tiempo, hay que escabullirse, hay que extraviarse en la intrascendencia de los salones parisinos, para poder encontrarse. Hay que perderse en el tiempo para poder hallarlo.

Proust nos sumerge en formas reflexivas impensables: narraciones, ensayos, poesía, comentarios. En él encontramos un narrador absoluto, omnisapiente, tendencioso y ubicuo. Un gran proyectista de sus espacios prosísticos. Nos ofrece su narrativa en grandes porciones o en pequeñas envolturas biográficas. Hace un resumen afilado de las vivencias de sus personajes, con sus cambios y desgastes. Sumarios de vidas, catalogados por la formidable construcción proustiana que, con estampas recias, sella y descubre. Es un arquitecto que constantemente va cambiando, colocando piezas en un rompecabezas sin fin. Piezas que dialogan con otras en el tiempo, para otorgarles nuevo sentido, contexto y experiencia. Las reprime a una revisión donde el tiempo, sus condicionantes, y otra mirada actúan sobre esas vidas o hechos fragmentados.

Desde esa incorpórea carencia, apartado por los senderos como un menesteroso, amarrado a los cambios de la suerte. Caos tras confusión, nunca señor de albedríos, desde esa piedra consagrada en las alcantarillas donde los indeseables hacen ceremonia, desde ese arrabal donde quizás maltrecho y mugriento encontrándose de nuevo, desde ese basurero donde van las sobras del vacío, desde el postrero de los barrancos, subió el brazo y silenció el extravío.

En su construcción del tiempo, regresar a los sitios es hacerlo con múltiples soportes o curvas que se suspenden en una escritura repleta de redundancias y proporciones opuestas. En lo exacto de su redacción, sus símbolos son dimensionales. Una edificación meticulosa y coextensiva.

¡Cuántas maquinaciones por la galería viviente de Combray y Balbec! ¡Cuántos dilemas en esos sombríos contornos de la homosexualidad! Miedos, vergüenzas, celos y pesadumbres bajo las columnas y capiteles. Debajo de los arcos, la belleza apetecible de las muchachas en flor. Palaméde de Guermantes y Albertine caminando por los pasillos de la pompa.

¿Podemos acostumbrarnos al estilo de Proust, a su maravillosa arquitectura del tiempo?

En los caminos de Swann vive ese Proust de más de cien años. Sodoma y Gomorra ya no sienten vergüenza. Después de casi ciento tres años, están tus letras en movimiento, tu poema que no se ha perdido, tus huellas que no se borran. Porque siempre serás ese escritor con una llama encendida que nunca se apaga. Con esa escritura interminable que traspasa el tiempo prestidigitador, con esa magia con la que jugaste como un mago genial que devolvió el tiempo a su cauce original, en ese reloj extraordinario que pudiste sostener.

Evelyn Ramos Miranda

Poeta y narradora

Evelyn Ramos Miranda. Nació en Santo Domingo un 9 de febrero. Obtuvo una licenciatura en Educación Inicial y una maestría en Administración y Supervisión de Programas de Educación Inicial en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Catedrática de Educación en varias universidades. Ha sido funcionaria en diversas instituciones públicas como coordinadora de Educación en (MINERD, CONANI, IDSS y subdirectora de la Estancia Infantil de la UASD). Es Gestora Cultural. Labora como Coordinadora en la Casa de la Rectoría de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Sus poemas han sido publicados en revistas culturales y periódicos e incluidos en varias antologías, destacando Al filo del Agua, del Taller Literario César Vallejo de la UASD; Sororidad, Poesía y Narrativa (2020). Y Antología: Colección Poética Lacuhe (2022), Antología (poesía y narrativa) Detrás de las máscaras (2023). Tiene dos libros publicados: Al filo del vuelo (2023) y El País de los Dulces (2023). Ha participado en diversas Ferias Internacionales del Libro en Santo Domingo, New York, Colombia y Venezuela, como conferencista y poeta. También en diferentes tertulias y recitales del país y Puerto Rico. Es miembro del grupo poético Mujeres de Roca y Tinta. Egresada del Taller Literario César Vallejo de la UASD.

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