Entre los hechos de armas más relevantes librados durante la época colonial hispanoamericana está la derrota infligida a la gran expedición inglesa a Santo Domingo en 1655. Victoria que asestó un golpe decisivo a las pretensiones de Inglaterra para apoderarse de la isla Española, teniendo que conformarse con la toma de Jamaica. Y a pesar de su trascendencia en el devenir nacional, este episodio admirable ha ido cayendo en el olvido con el paso del tiempo, aunque por su connotación requiere una mayor conmemoración histórica.

La fracasada invasión inglesa formó parte del ambicioso plan de conquista conocido como The Western Design (El plan occidental), que ponía en el punto de mira de Londres tanto a las Grandes Antillas como a Cartagena de Indias, para enrumbar finalmente hacia la Española en consideración a su conveniente posición estratégica en el centro del Caribe.

Eran años convulsos, en los que se debatía con gran hostilidad la hegemonía imperial en ambos lados del Atlántico, aguijoneados por las discrepancias religiosas entre católicos y protestantes, las rivalidades dinásticas y la competencia por controlar las rutas marítimas comerciales.

Bernardino de Meneses Bracamontes y Zapata, Conde de Peñalba. Gobernador y Capitán General de la isla Española.

En ese contexto geopolítico se organizó una poderosa escuadra, ordenada por Oliver Cromwell, Lord Protector de la Commonwealth de Inglaterra, Escocia e Irlanda. La fuerza expedicionaria compuesta por una flota de cincuenta y siete navíos de guerra con nueve mil doscientos soldados y marinos fue encabezada por el almirante William Penn y el general Robert Venables. Era el mayor contingente de tropas que hasta entonces había embarcado para América con el objetivo de arrebatarle a España parte de sus dominios en ultramar. Ante la amenaza que se cernía sobre la Española, su gobernador y capitán general don Bernardino de Meneses Bracamontes y Zapata, el desde entonces célebre Conde de Peñalba, se movilizó rápidamente demostrando una singular pericia como estratega en la defensa de la plaza de Santo Domingo, principal emplazamiento hispánico en la isla.

A simple vista, parecería inconcebible que los ingleses fueran incapaces de incorporar la Española al emergente imperio británico. Sobre todo, si se tiene en cuenta el exiguo número de combatientes y el desvalimiento de las tropas insulares que enfrentaron a los invasores. Esta hazaña bélica que duró veintidós días, a partir del 23 de abril de 1655, fue reseñada por el historiador Bernardo Vega en su libro titulado “La derrota de Penn y Venables en Santo Domingo”, basado en fuentes documentales tanto españolas como inglesas, que describen de manera pormenorizada los desplazamientos de las fuerzas inglesas para apoderarse del territorio insular, así como las estratagemas desplegadas por las autoridades coloniales que repelieron el asedio. Y de este modo desquitarse la afrenta cometida por Francis Drake con su vandálico asalto a Santo Domingo en 1586.

Ante la inminencia de la invasión, España apenas pudo enviar desde Sevilla doscientos soldados con idéntico número de arcabuces y algunos pertrechos de guerra. De ahí que Peñalba solicitó rápidamente refuerzos a Cuba, Puerto Rico y Jamaica. A la vez de convocar a las milicias locales, cavar trincheras y reforzar las guarniciones defensivas de las murallas y sus baluartes, incluyendo los fuertes de San Gerónimo y de Haina, ubicados al oeste de la ciudad capital.  Aun así, Peñalba se hallaba en franca desventaja, pues solo contaba con setecientos hombres de armas para proteger la ciudad capital y demás emplazamientos aledaños, a los que se sumaron unos cuatrocientos lanceros criollos. Es decir, una condición de sensible inferioridad numérica y en equipamiento militar respecto de los ingleses.

El fuerte de San Gerónimo, ubicado a seis kilómetros al oeste de la ciudad de Santo Domingo, donde se libraron encarnizados combates para detener la invasión de Penn y Venables en 1655.

Sin embargo, los avezados lanceros -emulando a los hetairoi de la caballería macedonia de Alejandro Magno en las batallas de Issos y Gaugamela contra los persas-, jugaron un papel determinante en el triunfo del bando español. Gracias a su destreza y efectividad en los ataques sorpresas, al emplear las largas lanzas que utilizaban originalmente para desjarretar ganado, causaron estragos entre las tropas inglesas, como lo demostraron en los combates librados entorno al fuerte de San Gerónimo y las constantes emboscadas a los invasores que se dispersaron en las inmediaciones del río Haina.

Entre los capitanes de las milicias criollas se registran los nombres de  Damián del Castillo, Juan de Morfa y Álvaro Garabito, originario este último de Bayaguana; así como Luis López Tirado, Juan Franco y Alonso Estévez de Figueroa, procedentes de Santiago;  Juan de la Vega Torralva y Francisco Jover, de La Vega; Antonio Martín Varroso, de Monte Plata; Esteban Peguero, de Bayaguana y Gonzalo Fragoso, de Azua; además del aguerrido Pedro Vélez Montilla, quien, apartándose de las tácticas de guerrilla, que amparadas por la espesura de los bosques resultaron tan exitosas, perdió la vida al enfrentar frontalmente a los ingleses atrincherados en el ingenio de Engombe, donde estos tenían mejores condiciones defensivas para repeler un ataque a campo abierto.

Causas de la derrota inglesa

Varias circunstancias imprevistas confluyeron para que se produjera el descalabro inglés en la Española. Lo primero fue la ostensible rivalidad y malentendidos entre el almirante William Penn, a cargo de la flota, y el general Robert Venables, al frente del ejército. Esta disputa venía de lejos y se recrudeció al llegar al Caribe en ocasión de discutir el plan estratégico para efectuar el desembarco. Las desavenencias surgidas entre los dos comandantes, permearon a sus lugartenientes y oficiales, incrementadas por la inexperiencia militar de los combatientes ingleses. Pues en vez de conformar el grueso de las tropas con efectivos curtidos en las  campañas europeas,  preferentemente de los participantes en la reconquista de Irlanda entre los años 1649-1654, como sugirió el jefe del ejército, gran parte del reclutamiento fue hecho a la ligera por un cuñado de Cromwell, el mayor general John Disbowe, convocando de forma improvisada a golpe de tambores a gente inexperta de los barrios bajos de Londres, a los que se sumaron agricultores sin entrenamiento militar y faltos de dotaciones, reclutados a última hora en las posesiones inglesas de Barbados y St. Kitts.

Otro fallo logístico importante fue desembarcar en Nizao la mayor parte de los contingentes militares de la escuadra y no en la boca de Haina, que era el propósito original, con lo cual se aumentó -tal y como señala el propio Venables- la “larga y tediosa” distancia de marcha por tierra hacia Santo Domingo, en más o menos 40 millas (unos 64 kilómetros) por caminos inadecuados y calurosos, carentes de agua y tupidos por una densa foresta tropical.

A esto se sumó la falta de provisiones alimenticias, incluso de brandy, que resultaron insuficientes para el número de efectivos militares y marinos. En adición al hambre provocada por la escasez de alimentos, las tropas inglesas fueron diezmadas por la sed y la disentería.  Al igual que por la exigua cantidad de tiendas de campaña, así como por la ignorancia sobre las características geográficas del territorio que deseaban conquistar, al extremo que hasta el ruido provocado durante la noche por los cangrejos al andar sobre las hojas secas en las playas, mantuvo en estado de tensión permanente a los ingleses, haciéndoles pensar en una inexistente superioridad de la caballería criolla. Este último aspecto, aunque parezca un tanto risible, se constituyó en una arraigada versión que perduró en el imaginario popular a lo largo de la época colonial, al punto de confeccionarse un cangrejo de oro conservado en la Catedral y exhibido anualmente en un tedeum para conmemorar la victoria sobre los ingleses.

En adición al intimidante ruido de los cangrejos, la luz de los cocuyos amedrentaba a los centinelas nocturnos, quienes no dejaron de disparar creyendo que la luminosidad de estos insectos eran chispas de pedernal producidas por el enemigo al encender la pólvora de los pistones. Todos estos factores fueron minando las fuerzas invasoras, sometidas a una guerra de desgaste que debilitó sorpresivamente su capacidad ofensiva, imponiéndose el pánico y la retirada en desbandada, hasta desembocar en un estrepitoso desastre militar, que conllevó al mando británico a no insistir en el ataque y ordenar la precipitada retirada de sus tropas.

Oliver Cromwell, Lord Protector de la Commonwealth de Inglaterra, Escocia e Irlanda.

Con motivo de la victoria, el Conde de Peñalba recibió el honor de que la principal puerta de entrada a la ciudad amurallada de Santo Domingo fuera denominada con su nombre. Es la actual Puerta del Conde, que con el paso de los años se convertiría en el altar de la Patria. A la vez, varios de los capitanes que participaron en la defensa de la Española, fueron honrados al designar con sus nombres algunas calles de la capital de la República Dominicana.

La gratificación del Rey de España

Los lanceros criollos que combatieron junto a las tropas regulares españolas eran en su mayoría hateros y monteros dedicados a desjarretar el ganado cimarrón para aprovechar su cuero y sebo. Procedían de las villas y pueblos del interior como Santiago, La Vega, Cotuí, San Antonio de Monte Plata, Bayaguana, Azua de Compostela, San Juan de la Maguana, El Seibo, Salvaleón de Higüey y los valles de Guaba. Gracias a su proeza fueron recompensados monetariamente por la Corona, para lo cual se convocó una Junta de Hacienda con la presencia del entonces gobernador y presidente de la Real Audiencia, Pedro de Carvajal y Cobos y el arzobispo Francisco de la Cueva Maldonado, entre los días 11 al 19 de noviembre de 1661, con fines de realizar el pago de seis mil pesos, cerca de doscientos setenta mil maravedís, como remuneración a cuatrocientos lanceros de los que combatieron en 1655.

Portada del libro del historiador Bernardo Vega que ilustra las largas varas empleadas para desjarretar ganado cimarrón, que permitían al jinete distanciarse de la presa para evitar que tanto él como su caballo recibieran una peligrosa cornada.

Entre los alistados que fueron reconocidos figura una mujer, la valerosa doña Juana de Sotomayor, que “constó haber peleado en la campaña vestida de hombre con armas”. Los nombres de unos trescientos lanceros, “vecinos y naturales de la tierra adentro”, que participaron en la contienda se han conservado para la posteridad en un documento del Archivo General de Indias, publicado en la Colección Lugo, Boletín del Archivo General de la Nación, núm. 40-41 de 1945.

El surgimiento de la identidad

La superba actuación de estos heroicos lanceros, precursores de la guerra de guerrillas en el país, compuestos esencialmente por blancos y mulatos, a los que se sumaron esclavos de origen africano a quienes se les prometió su libertad, demuestra, como han sugerido algunos historiadores, que ya para entonces estaba en gestación una conciencia identitaria o proto-dominicanidad en ciernes, teniendo entre sus connotaciones más determinantes el sentimiento de pertenencia telúrica y la defensa territorial. Además de preservar aspectos relevantes de la cultura que han sido decisivos en cada encrucijada nacional: lengua, religión, tradiciones y costumbres ancestrales. Arraigados valores que constituyen los cimientos esenciales de la identidad, forjan el carácter y templan el espíritu, convirtiéndose en resortes emocionales capaces de gestar la actitud de resistencia y entereza de todo un pueblo que, movido por la senda del sentimiento y el impulso del patriotismo, es capaz de hacer posible lo imposible, afrontando con extremada valentía la amenaza extranjera.

Los indómitos y aguerridos combatientes nativos defendieron con valor e hidalguía la fe católica que profesaban, la tierra en que nacieron y la cultura hispánica que caracterizaba su modo de ser y de sentir. Lucharon con arrojo y sacrificio hasta vencer y sus nombres deben perpetuarse en una monumental tarja de bronce para devolverle a la memoria de los dominicanos esta epopeya de enorme significado histórico. Porque reconocer el heroísmo es el umbral de la inmortalidad que merecen nuestros lanceros criollos.

Manuel García Arévalo

Historiador y empresario

MANUEL ANTONIO GARCÍA ARÉVALO es empresario e historiador. Nació en Santo Domingo, el día 6 de noviembre de 1948. Realizó estudios de Administración de Empresas en UNAPEC y obtuvo la licenciatura en historia en la Universidad Católica de Santo Domingo. En adición a su actividad en el ámbito empresarial y financiero, se ha destacado en el área de la investigación etnohistórica y arqueológica. En 1971 creó la Fundación García Arévalo, entidad que ha patrocinado la instalación de una Sala de Arte Prehispánico, y mantiene un programa editorial sobre temas históricos, antropológicos y de divulgación educativa. Es miembro de la Academia Dominicana de la Historia y de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Ocupa igualmente posiciones de dirección en varias instituciones culturales y de enseñanza superior, al igual que en fundaciones filantrópicas y de desarrollo comunitario y protección ecológica. Es autor de varias publicaciones sobre prehistoria, folclor y la inmigración española en la República Dominicana y el área del Caribe. Ha representado al país en numerosos congresos y seminarios. Como ensayista y articulista es asiduo colaborador de revistas académicas y de la prensa nacional.

Ver más