A veces el llamado de Dios no retumba como un trueno. Llega como un susurro, apenas perceptible, que se instala en el corazón y madura con el tiempo. Así lo vivió Leticia Peña Kranwinkel, una joven dominicana de 22 años que, en medio de una vida universitaria aparentemente estable, descubrió que su lugar no estaba donde lo había planeado, sino donde Dios le pedía estar.
Virgen consagrada de la parroquia Asunción de Nuestra Señora, Leticia no tuvo desde niña el anhelo de una vida religiosa. Su historia, como tantas otras, comenzó en lo cotidiano: estudiaba Psicología Clínica y trabajaba en una escuela. Nada en su agenda predecía que un simple domingo cambiaría su rumbo.
Fue invitada a ayudar en conjunto con otros hermanos de su parroquia a ayudar en la Casa arquidiocesana María de la Altagracia, en donde viven su vocación muchas de estas hermanas Fue con una hermana y confiada en que su madre pasaría a recogerla a final del día. Pero la rutina familiar se alteró, y Leticia se quedó más tiempo del esperado. Así comenzó el misterio: quedarse un día más, conversar con las hermanas, escuchar con atención, sentir paz… y luego, regresar. “Fue como un susurro”, cuenta ella. No se trataba de una decisión dramática o repentina, sino de una presencia suave que insistía desde adentro.
Pasaron los meses. Se concentró en sus estudios, recibió una beca, trabajó. Pero en unas vacaciones, aquella promesa olvidada regresó con fuerza. Decidió volver a la Casa de Convivencia. Esa segunda visita coincidió con una consagración y allí, otra vez, el susurro: paz interior, deseo de quedarse, sensación de plenitud.
Leticia le pedía a Dios que le hablara claro. Lo decía en oración, casi como un reto y Dios respondió. En junio de 2022, en una convivencia, durante ese momento litúrgico en el que se hace un llamado abierto al seguimiento, sintió que ya no podía postergar más: “el Señor me habló claro y me levanté”. En agosto de ese mismo año, ya estaba dentro.
Hoy, Leticia vive su vocación como virgen consagrada con gratitud, aunque reconoce que no ha sido fácil. “Yo no sé por qué el Señor me eligió, pero ese es problema de Él”, dice entre risas, con una mezcla de humildad y firmeza. “Aunque vea mis debilidades, mis pecados, aunque no me sienta a la altura, sé que si él me llamó, él también me capacita”.
La vida en comunidad no es solo contemplación. Leticia ha pasado por la repostería, la limpieza, el módulo San Mateo… Se ha enfrentado a días de agotamiento físico, tareas múltiples y misiones, pero que configuran el rostro de una vocación entregada. “Si fuera por mí, nada de eso se haría”, confiesa. “Es el Señor el que lo hace. Él actúa en nuestras manos”.
En una sociedad donde el éxito se mide por títulos, ascensos y likes, el testimonio de Leticia se convierte en una contracultura. Su vida recuerda que hay otras formas de realización, otras maneras de amar, de servir, de estar. La virginidad consagrada no es una evasión del mundo, es una presencia radical en él, desde una entrega absoluta a Cristo y a la Iglesia.
A todos los que sienten una inquietud, Leticia les deja un consejo sencillo: “Solo pídele al Señor que te hable claro y si lo haces de corazón, prepárate, porque él lo hará”.
Y tú, ¿te atreverías a escuchar el susurro?
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