En la vastedad de la historia de la Revolución Haitiana, un episodio ha permanecido en la penumbra, aunque su resonancia moral trasciende los siglos: la participación de la Legión Polaca en Saint-Domingue. Las menudencias de este episodio nos fue contada en una obra extraordinaria : Poland’s caribbean tragedy. Haitian War of Independence 1802-1803. (1986) de Páchonski, J. y Wilson, R. K. En 1802, Napoleón Bonaparte envió a 5.200 soldados polacos al Caribe, no para defender un ideal de libertad, sino para restablecer, en silencio, la esclavitud en la colonia más rica del mundo, construida sobre el sufrimiento de medio millón de esclavos.
Polonia, en aquel entonces, no existía. Había sido borrada del mapa por Rusia, Prusia y Austria en 1795. Los polacos, despojados de su patria, juraron lealtad a Napoleón con la esperanza de que este, a cambio, resucitaría a Polonia de sus cenizas. Sin embargo, al llegar a Saint-Domingue, descubrieron que luchaban en una guerra injusta, en una tierra que era el antítesis de sus sueños de libertad.
En el verano de 1802, los regimientos polacos desembarcaron en la isla bajo el mando del general Władysław Jabłonowski, compañero de estudios de Napoleón en la escuela militar de Brienne y hombre de honor. Pero la expedición se convirtió rápidamente en una tragedia. La fiebre amarilla, el clima tropical y la resistencia de los insurgentes diezmaron a las tropas europeas. Jabłonowski sucumbió a la enfermedad el 29 de septiembre de 1802. De los 5.200 polacos, cerca de 4.000 perecieron de fiebre amarilla y otras enfermedades del trópico. Algunos fueron capturados en Jamaica; otros buscaron refugio en Cuba. Unos , 46 se unieron al ejército de Louis Ferrand en Santo Domingo.
Sin embargo, fueron 400 polacos los que marcaron la historia al desertar y unirse a los insurgentes. ¿Cómo y por qué soldados enviados para sofocar la rebelión terminaron luchando junto a los esclavos? La respuesta se halla en la desesperación, en el desconcierto de una guerra para ellos irracional y en la conciencia moral.
A partir de mayo de 1803, con la declaración de guerra de Inglaterra a Francia y el bloqueo total de los mares a las embarcaciones de Francia, la desesperación cundió en los campamentos franceses. Las deserciones se multiplicaron. Polacos, suizos y alemanes comprendieron que luchaban en una guerra sin gloria. Entre ellos, los soldados del teniente Pretwicz, capturados por Christophe, se integraron a la Guardia de Honor de Dessalines. Otros, como Kazimierz Łukaszewicz, se convirtieron en corsarios, combatiendo bajo la bandera de la nueva república.
Ante el pánico de la derrota, sobrevino la desbandada. Centenares de polacos se pasaron al bando de los esclavos.
Los "Negros Honorarios"
. Un episodio clave fue la Masacre de Saint-Marc (5 de febrero de 1803), donde los polacos se negaron a participar en el asesinato de 500 prisioneros negros desarmados. Este acto les granjeó el respeto de Jean-Jacques Dessalines, líder de la revolución haitiana, quien decidió naturalizar a los polacos en reconocimiento a su rechazo a ejecutar crímenes bárbaros y el apoyo que dieron al ejercito insurgente.
Polonia, a diferencia de Francia, nunca había tenido colonias ni intereses en la esclavitud. Los polacos fueron naturalizados como "negros" bajo el Artículo 14 de la Constitución de 1805, que definía a todos los haitianos bajo esta denominación. Este gesto verdaderamente excepcional les permitió obtener la nacionalidad en un momento en que la Constitución haitiana excluía a los blancos del derecho a la propiedad y a la nacionalidad.
Cuba, 1804: Refugio y tragedia de los Legionarios Polacos
Tras el colapso de la expedición napoleónica en Saint-Domingue, Cuba se erigió como un refugio precario para los sobrevivientes de la derrota. Entre octubre y diciembre de 1803, cerca de 1,300 soldados franceses y polacos —restos de las guarniciones de Jérémie, Port-au-Prince y Môle Saint-Nicolas— arribaron a las costas de Santiago y La Habana. No llegaban como vencedores, sino como náufragos de un imperio desmoronado, condenados a un interludio de miseria y reorganización desesperada.
Los campamentos de Baracoa y Regla, este último bajo la supervisión de Lonchamp, representante francés, acogieron a los fugitivos. Allí, entre el calor sofocante y la escasez de recursos, los polacos compartieron el destino de sus camaradas: el mayor Piotr Wierzbicki y siete oficiales se establecieron en Regla, mientras el general Noailles, con apenas veinte polacos, halló en Baracoa un refugio tan frágil como la esperanza que los sostenía.
El viaje a Cuba fue, en sí mismo, una tragedia. Un navío con 300 hombres —60 de ellos polacos— se hundió frente a las costas cubanas. Solo cien sobrevivieron. Entre los perdidos, el teniente Bialasiewicz, cuya muerte en los arrecifes de los Jardines de la Reina, devorado por tiburones, quedó grabada en los relatos de sus compañeros. Otros, como Wisniewski, se vieron reducidos a oficios humildes —camareros, aventureros—, malviviendo mientras soñaban con el regreso a Europa. Otros perecieron en las mazmorras británicas instaladas en Jamaica.
La contienda, sin embargo, no había terminado para ellos. El general Noailles, al mando de sus 20 polacos y 15 granaderos, abordó el navío británico The Hazard en un acto de corso audaz, pero pagó con su vida: murió en La Habana en enero de 1804. Mientras tanto, las tropas de Lavalette, ansiosas por escapar, conspiraron para desertar hacia Estados Unidos o Francia. Algunos, como Wierzbicki, partieron hacia Santo Domingo; otros, como Kazimierz Lux, se convirtieron en corsarios, capturando barcos enemigos y vendiendo presas en La Habana. Cuba no fue para ellos ni una tierra prometida ni una tumba definitiva, sino el escenario de una esperanza angustiosa, suspendida entre la fuga y el olvido. Algunos zarparon hacia Luisiana; otros regresaron a Europa. Los más obstinados, como Lux, prolongaron la lucha bajo el mando del general Louis Ferrand en el este de la isla. Para ellos, la libertad no residía en la victoria, sino en el movimiento perpetuo, en la huida hacia adelante.
La última fase: Santo Domingo bajo Ferrand (1803-1809)
La participación de los soldados polacos en la parte española de la isla, bajo el mando del general Louis Ferrand, representa la fase final y más desesperada de su presencia en el Caribe. Tras la derrota en Haití, los polacos que no desertaron encontraron refugio en Santo Domingo, donde continuaron luchando.
A finales de 1803, los polacos llegaron a la parte española de la isla, entonces ocupada por Kerverseau, pero pronto reforzada por los supervivientes de la campaña francesa. Un contingente de 80 legionarios, sobrevivientes de los destacamentos del capitán Golaszewski y el teniente Tarnowski, se unió a las fuerzas de Ferrand tras defender Mirabelais y Grand Bois.
Ferrand asumió el control de Santo Domingo en diciembre de 1803, contando con el destacamento polaco del teniente D. Kaminski. Para asegurar la lealtad de sus tropas, otorgó ascensos, como el del sargento mayor Sienkiewicz, promovido a teniente segundo.
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La defensa de Santo Domingo (1805)
Los polacos participaron activamente en la defensa de la ciudad durante el asedio de Dessalines en 1805. La guarnición contaba con al menos 46 polacos, quienes resistieron junto a otros soldados. Tras la retirada de Dessalines en marzo de 1805, el jefe de batallón S. Golaszewski, con 32 legionarios y 40 piamonteses, persiguió a las fuerzas haitianas. Sin embargo, la fiebre amarilla siguió cobrando vidas: el capitán D. Kaminski, con tres años de servicio en la isla, murió en el verano de 1805.
La presencia francesa en Santo Domingo se prolongó hasta 1809, bajo el asedio conjunto de españoles y británicos. En 1806, el mayor P.B. Wierzbicki llegó con 36 militares para reforzar la guarnición. Los polacos, ansiosos por regresar a Europa, deseaban unirse a la nueva armada polaca que Napoleón organizaba. El destacamento, reducido a 41 hombres, quedó bajo el mando del capitán J.A.B. Varsimmond.
El capitán Jan Baer, último oficial polaco, se casó con una criolla dominicana y fue transferido a un regimiento francés. La derrota de Ferrand llegó en noviembre de 1808, tras la aniquilación de sus tropas en Palo Hincado por las fuerzas españolas. Ferrand se suicidó en la ya famosa cañada de Guaiquía y fue reemplazado por el general Joseph Barquier. Finalmente, en julio de 1809, la guarnición francesa capituló ante los ingleses y ante las tropas conjuntas del caudillo dominicano Juan Sánchez Ramírez. Entre los 1,000 soldados y civiles transportados a Jamaica, figuraban 13 polacos, últimos testigos de una épica truncada.
A diferencia de sus camaradas que se unieron a la causa haitiana, estos polacos no recibieron la "negritud honoraria" de Dessalines. En cambio, persistieron en su servicio a Francia hasta el final, en una lucha que los llevó al olvido y la dispersión. Su historia es la de hombres atrapados entre lealtades rotas y sueños de libertad, cuyo destino se consumió en las Antillas.
El legado polaco en Haiti
Los polacos no solo conquistaron la ciudadanía haitiana; se fundieron con la tierra misma. En lugares como Cazale, donde el tiempo parece detenerse, aún resuenan apellidos de origen eslavo, y en los rostros de sus habitantes —ojos claros, cabellos rubios o castaños— late la memoria de aquellos soldados que, hace más de dos siglos, eligieron quedarse. No fue solo una integración: fue una reinvención.
Pero el legado polaco en Haití no se limita a lo genético ni a lo cultural. Es también una historia de fe y sincretismo. En los altares de los descendientes de aquellos legionarios, la Virgen de Częstochowa —la Matka Boska, la Madre Negra de Polonia— no solo sobrevivió al trópico, sino que se transformó. Para los soldados que la trajeron consigo, era el último vínculo con su patria, un amuleto de esperanza en medio del horror de la guerra y la fiebre amarilla. Pero en Haití, donde el vudú teje lo sagrado con lo cotidiano, la Virgen encontró un nuevo rostro: Erzulie.
Erzulie es un loa, un espíritu intermediario entre las deidades, no es solo la diosa del amor, la belleza y la fertilidad; es la contradicción hecha deidad. Puede ser maternal o caprichosa, generosa o implacable. Se viste de rosa, se adorna con joyas y perfumes, y en su espejo se reflejan los deseos más profundos de sus devotos. Para los haitianos, la Virgen polaca —austera, oscura, protectora— se convirtió en ella. No fue una simple adaptación: fue una revelación. Los polacos, al abrazar el vudú, no traicionaron su fe; la expandieron. Y Erzulie, a su vez, ganó matices: la resistencia de una virgen guerrera, la melancolía de una madre que cruzó el océano.
En Cazale y en otros rincones de Haití , a saber: Les Cayes, Saint Jean du Sud, las imágenes de la Virgen de Częstochowa conviven con las de Erzulie. En los hogares de familias con raíces polacas, las medallas y los rosarios se mezclan con collares de cuentas y ofrendas de ron y flores. No hay contradicción, sino continuidad. La Virgen sigue siendo la protectora de los suyos, pero ahora también es la loa que baila al ritmo de los tambores, la que escucha las plegarias en criollo y responde con el mismo ardor con que una vez consoló a los soldados lejanos.
Esta es la verdadera herencia: una identidad que se niega a ser encasillada. Ni blancos ni negros, ni católicos ni practicantes de vudú, sino todo al mismo tiempo. Una historia que demuestra que, en el crisol de la resistencia, hasta lo sagrado puede renacer.
Al final del recorrido por la obra de Pachonki y Wilson se echan de ver algunas ideas fundamentales.
La deserción polaca en Saint-Domingue no fue un accidente bélico, sino un instante de lucidez moral en medio de la barbarie. Le siguieron los holandeses y alemanes. Su gesto debilitó al ejército francés en su estructura material —por la pérdida de tropas disciplinadas–, pero su efecto más hondo fue simbólico: convirtió a la guerra colonial en un drama de conciencia. Los polacos, al pasar de opresores a aliados de los oprimidos, recordaron al mundo que toda causa de libertad es una sola, sin distinción de raza ni de frontera. Su decisión reforzó a los insurgentes en la hora decisiva, precipitando el desplome de la expedición napoleónica y anticipando la victoria de Vertières, donde combatieron con las destrezas de los atridas. En resumidas cuentas: la desmoralización de las tropas francesas, el debilitamientto logístico y estratégico, la perdida de las ventajas informativas y de inteligencia sumergieron al ejército francés en una atmósfera de fin de reino y de derrumbe definitivo.
Referencias bibliográficas
Dubois, L. (2004). Avengers of the new World. the Story of the Haitian Revolution. The Belknap Press of Harvard University Press.
Hernández, D. (1997). Revolución haitiana y el fin de un sueño colonial, 1791-1803. Centro Difusor y Coordinador de Estudios Latinoamericanos, unam.
Madiou, T. (1989). Histoire d’Haïti (Tomo III). Éditions Henri Deschamps.
Moya Pons, F. (2009). la otra historia dominicana. Librería La Trinitaria.
Páchonski, J. y Wilson, R. K. (1986). Poland’s caribbean tragedy. Haitian War of Independence 1802-1803. Columbia University Press, East European Monographs.
Plumer, B. G. (1984). The Metropolitan Connection: Foreign and Semiforeign Elites in Haiti, 19001915. latin American Research Review, 19(2).
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