[La patria no es un suelo: es la tambora que sigue sonando en el pecho del que partió.  El alma dominicana que resiste en el Bronx, en Madrid, en París o en Santurce. La patria cabe en una maleta y en el corazón de quien no la suelta, aunque cruce océanos] 

A ustedes, que sembraron versos en tierras ajenas y encendieron con su voz el recuerdo de lo nuestro en plazas, salas y acentos distintos. 

Que el exilio nunca apague la patria que respiran. 

Que el arte les siga siendo casa y la memoria, tambora que no se rinde.  

El viaje que no es solo físico 

Hay quienes se van. 

Y hay quienes parten cargando la patria como segunda piel. 

No es lo mismo. 

Irse no es solo cambiar de suelo: es romper con la esquina conocida, con el café compartido con la vecina, con el saludo que entendía sin preguntar. 

Cuando un dominicano cruza el charco, no viaja solo. 

Lleva la patria doblada en el pecho y el alma hecha bulto. 

 Aunque las aerolíneas no lo midan, en esa maleta van más que mudas de ropa: van oraciones de madre dichas de rodillas, recetas en papelitos grasientos que huelen a cilantro y habichuela con dulce, cartas sin fecha, rosarios de cuentas gastadas y fotos que ya no caben en los portarretratos: la abuela en su mecedora, el abuelo con sombrero, los primos en el río y los amigos frente a casa. 

Lleva también el orgullo de haber salido del barrio sin venderse, y el miedo —ese que no se dice— de no volver igual. 

Va con un nudo en la garganta y una promesa entre los dientes. 

Con la voz del colmadero gritando “¡Cuídate, loco!” 

y la fe obstinada de que algún día regresará con algo que valga la pena. 

Porque cuando un dominicano se va, se lleva el país completo en el alma, como una güira que raspa bajito, pero no se calla nunca. 

Lo que cabe en una maleta: símbolos del alma 

Los que se van no empacan solo cosas: empacan símbolos. 

Llevan un alfiler con una medalla de la virgen, un pote de sazón, una bandera chiquita, un rosario. 

Una botella de ron, reservada para emergencias del alma. 

Pero también llevan lo que no pesa: la forma de decir “mi amor” a un desconocido, la broma de cada tarde en la acera, la sonrisa del amigo, la mano al aire y el grito fiel de un chofer que nombra rutas que el tiempo desvió. 

Y en el fondo, bien guardado: el acento. 

Ese que no se pierde, aunque se sueñe en otro idioma.  

Bronx, Madrid, Santurce: patrias portátiles 

En el Bronx, la patria huele a plátano frito y lucha diaria. 

Se escucha en la barbería donde suena una bachata 

y un joven con la bandera en la gorra repite: 

“Allá se vive mejor… pero no hay de qué vivir”. 

En Madrid, la patria se disfraza de uniforme. 

Dominicanas que limpian casas, cuidan ancianos con acento gallego, y escriben en la madrugada poemas sobre Higüey y mensajes para los hijos que dejaron en San Cristóbal. 

Algunas se gradúan con honores, incluyen a Pedro Henríquez Ureña y a Juan Bosch en sus tesis y aprenden a traducir el alma: a decir “perdón” cuando quieren decir “coño”, a esconder el merengue en los pies y a bajar el acento para evitar preguntas que hieren. 

Porque aunque las llamen “sudacas”, “pata por hombro”, “mojaitos” o “ilegales”, ellas saben a Caribe: a mar, a machete y a esperanza. 

Y aunque las nombren como quieran, responden al nombre de resistencia. 

Allá donde pisan, cruje la memoria del campo que las parió. 

Y en cada paso llevan su barrio doblado entre el alma y la suela del zapato. 

Desde aquí creemos que se fueron. 

Pero no. 

Se llevaron la patria en la voz y en el sazón, 

y cada vez que dicen “Dominicano”, nos devuelven el nombre. 

La diáspora no es distancia. 

Es eco. 

Es herida que canta. 

Es abuela que aparece en sueños para recordar 

que uno no es de donde vive, sino de donde no puede irse del todo. 

En Santurce, la patria encuentra hermanos. 

Puerto Rico y Dominicana bailan parejo. 

No se sienten tan extranjeros. 

Son primos del otro lado del canal. 

Y aunque duela no estar en casa, al menos no están solos.  

El alma que recuerda 

Los hijos de la diáspora nacen lejos, pero traen en la sangre palabras que no se traducen: 

“ñapa”, “chin”, “tiguere”, “vaina”… 

Aprenden a bailar antes que a escribir, a decir “bendición” sin saber que es una oración. 

Los padres les susurran cuentos con olor a cautela, 

relatos donde siempre hay que mirar dos veces, 

y les enseñan -como quien hereda una cicatriz- 

a no confiar en políticos, ni siquiera a kilómetros del país. 

Cada diciembre, cuando el alma aprieta, arman un arbolito con luces de Madrid, del Bronx o de París, pero lo adornan con angelitos de trapo traídos de aquí, como quien intenta que la patria 

no se le borre del corazón. 

En cada encuentro de dominicanos hay más que comida y música: hay un rito de pertenencia. 

Un modo de decir: “No estamos solos. 

Y no nos hemos ido del todo.”  

La diáspora como reserva espiritual 

La patria no se encierra en sus fronteras. 

También vive en quienes no la olvidan: en los que mandan remesas, cajas, pero también canciones, mensajes y consuelo. 

La diáspora no solo sostiene la economía. 

Sostiene el alma del país. 

Es un corazón que late a distancia, 

una patria extendida que sueña con volver, 

aunque sea en la memoria. 

Los dominicanos afuera no necesitan solo aplausos en campaña. 

Necesitan sentir que su país no los soltó, que los nombra, los cuenta, los honra.  

Volver no siempre es regresar 

Muchos no volverán. 

No pisarán la tierra negra donde crecieron, 

ni olerán el café recién tostado, ni escucharán el gallo que cantaba antes del amanecer. 

El tiempo aquí siguió sin ellos. 

Y ellos aprendieron a respirar otro aire 

sin dejar de soñar con el de aquí. 

Algunos hijos nacerán lejos del Caribe, 

pero lo llevarán tatuado en la mirada. 

Y cuando oigan una tambora o un acordeón, 

algo en el pecho les vibrará, aunque no sepan por qué. 

Porque hay pueblos donde la alegría baila con la tristeza, y donde la fe no se rinde aunque la vida apriete. 

Volver, para muchos, será cerrar los ojos. 

Y entonces sí, estarán en casa: no en una dirección postal, sino en la patria íntima que les latió en el pecho toda la vida. 

Porque hay patrias que no se pisan, sino que se habitan. 

Y esa es la más fiel de todas: la que no se olvida, la que se lleva como semilla escondida entre los labios, como oración que cruza mares, como mango en el corazón. 

Esa patria invisible, la que duele y canta, vive en los dominicanos del Bronx, en las dominicanas de Madrid, en los abrazos compartidos en Santurce. 

Vive en los que se fueron a buscar lo que aquí no les dieron, pero nunca vendieron su alma por un pasaporte. 

Se siguen nombrando como siempre, como pueblo, como canto, como país: 

con la “r” que no se rinde, con sol en la voz, con lucha en los pasos, y con la memoria viva en cada gesto. 

Volver no siempre es regresar. 

A veces es resistir desde lejos. 

Es seguir diciendo “yo soy de allá” 

aunque nadie allá te recuerde. 

Y sin embargo… 

Cuando un dominicano canta en otra tierra, el suelo tiembla aquí. 

Cuando una dominicana reza en otro idioma, Dios la escucha en dominicano. 

Porque no hay frontera que encierre el alma de un pueblo. 

Y la diáspora, aunque ausente, es también patria viva. 

La más dolida. 

La más fiel. 

La que no olvida. 

Danilo Ginebra

Publicista y director de teatro

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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