La traición de la palabra 

A veces despertamos con un silencio que no viene de fuera. Es un silencio interior. Un vacío que late bajo la piel. Como si la patria —esa palabra tan dicha— hubiese dejado de tener cuerpo. 

Como si el alma del país se hubiese dormido… o nos hubiese abandonado. 

No es enojo. Ni tristeza. Es algo más hondo: una orfandad moral. 

Un presentimiento colectivo de que algo vital se ha roto… y no sabemos cómo nombrarlo. 

Cuando quienes lideran prometen y no cumplen, no solo rompen su palabra: nos rompen por dentro. 

Rompen la confianza. La esperanza. El alma común. Ese quiebre no aparece en las encuestas, pero se siente en el pecho. No se arregla con discursos ni con slogans. 

Las promesas incumplidas no desaparecen. Se quedan flotando como cenizas que asfixian. Se nos pegan a la piel, al rostro de quienes esperaban algo más. Porque cuando se le promete a una nación, la palabra es sagrada. Y cuando se traiciona, deja cicatriz. 

La esperanza también envejece. Se desgasta. Se agota. Y cuando eso ocurre, no hay consigna que la resucite. 

Esto no es una queja. Es un lamento, sí, pero también una invocación. Un llamado desde lo hondo, donde aún vive el deseo de creer. 

Lo que duele no es solo que el techo del país se venga abajo, sino que tal vez fuimos nosotros también quienes dejamos caer los cimientos. 

Primero fue la palabra. Aplaudida, porque le creímos. Pero no fue encarnada. Y una palabra que no se vive, se vuelve ruina. 

Como una casa sin fundamento. Como una nación sin virtud. 

No falló el cemento. Falló la conciencia. No faltó capacidad, sino carácter. No faltaron recursos, sino fidelidad. 

Y ese es el precio: deuda externa… y desarraigo interno. 

Porque cuando se traiciona el alma de un pueblo, todo comienza a colapsar desde adentro. Y lo que crece no es la fe, sino la fuga. 

El éxodo del alma 

Una fuga diaria, callada, que se lleva lo mejor de nosotros: jóvenes que ya no esperan milagros, talentos que no encuentran tierra donde sembrarse, familias que se abrazan por videollamada mientras aprenden a vivir separadas. 

No es solo una migración económica. Es un exilio emocional. Una salida que no siempre se desea, pero que cada vez se vuelve más inevitable. 

¿Y quién puede culparlos?  Si aquí la solución se ha vuelto pose. Y  la política, un escenario de disfraces.  

Se exige sacrificio a generaciones que ya no creen ni en los altares de la fe ni en los actores del poder.  

Porque si la política se volvió simulacro y algunos usaron la religión como espectáculo, ¿dónde puede hallarse hoy una verdad que se viva sin engaño? 

Nos creímos modernos porque teníamos pantallas, pero apagamos los altares. 

Sobrevivimos a pandemias y tormentas, pero olvidamos que el alma también necesita refugio. 

Esto no es solo una crisis de gestión. Es una crisis del espíritu. 

Muchos jóvenes no están perdidos. Están buscando. Una fe que no sea negocio. Una patria que no sea mentira. Una palabra que no huela a hipocresía. 

Lo vemos en la fila de pasaportes. En quienes venden todo, hasta sus tenis, para irse. En la madre que ora en silencio mientras empaca la maleta de su hija. 

No es que no amen su tierra. Es que ya no encuentran tierra firme. 

Como en una casa: si los padres no viven la fe, los hijos se cierran. 

Si no cumplen, la autoridad se quiebra. Y eso mismo ocurre con una nación. 

No se puede exigir virtud a una generación si la anterior la vendió por contratos. 

No se puede predicar la integridad si quienes la predican falsificaron su palabra. 

No bastan las redes ni los slogans. Hace falta ética que no se canse. Compasión que no se rinda. Y liderazgo con alma. 

Recuerdo a un campesino de San José de Ocoa que me dijo: 

“Cuando uno le promete ir al campo y no vuelve, la tierra se pone triste.” 

Esa tristeza ya no es solo rural. 

Está en las ciudades también. En los semáforos, en los hospitales, en las escuelas, en las iglesias. No es sólo pobreza. Es desilusión. 

Aún queda tierra buena. Aún hay lágrimas que la riegan. 

Pero también hay casas cerradas, hogares fragmentados, asientos vacíos, abrazos en pausa. 

La emigración no es ya fenómeno social: es una herida viva.  

Madres criando solas. Abuelos envejeciendo sin nietos. Hijos creciendo lejos de sus padres. Y aún así, los discursos siguen como si nada se hubiese roto. 

Se presume progreso sin mirar los vacíos. Se exhiben cifras sin escuchar los silencios. 

Hablar de unidad sin tocar la fractura es hipocresía. 

Pedir sacrificio sin encarnar ejemplo es abuso. 

Volver a lo esencial  

Volver a escribir sobre esto es cargar una cruz que no se ve, pero que pesa. 

Porque no se levanta una nación con fachadas. 

No se sostiene sin propósito. 

José Martí, con la claridad de los hombres íntegros, dijo: 

“Hacer es la mejor forma de decir.” 

Eduardo Galeano, con la tristeza del que contempla desde la intemperie, escribió: 

“Salí por un momento… y ahora no encuentro la puerta para entrar.” 

Ambas frases se tocan en nuestra herida: 

la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos, 

la nostalgia de un alma que ya no encuentra casa. 

Líderes: aún hay tiempo. 

Tiempo de volver a lo esencial. 

Antes de que se desplome el techo entero. Antes de que la patria se quede sola. 

Volver a mirar de frente: La fe que no adorna, sino que transforma. 

El amor que no exhibe, sino que cuida. 

La palabra que no entretiene, sino que guía. Y se cumple. 

Esto no es un cierre. 

Es una advertencia. 

Si no volvemos al alma, no habrá patria. 

Porque no se pierde un país de golpe, se pierde de a poco, cada vez que traicionamos lo que juramos defender y cumplir. 

Danilo Ginebra

Danilo Ginebra. Director de teatro, publicista y gestor cultural, reconocido por su innovación y compromiso con los valores patrióticos y sociales. Su dedicación al arte, la publicidad y la política refleja su incansable esfuerzo por el bienestar colectivo. Se distingue por su trato afable y su solidaridad.

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