Una cuestión tan fundamental como la eficacia narrativa, anuncia a todas luces el éxito de la novela. Como género abierto en expansión, se decanta en el lenguaje y en la poesía. Sin embargo, cuando el proyecto narrativo no es capaz de emprender ideas y conceptos sobre el interés social, esta se detiene en el tiempo. La ineficacia anuncia pues el atasco, diríamos casi lo mismo que asistir a la muerte de la novela.
Algo tan evidente como que en república dominicana no hay una tradición novelística con calidad que sustente y sea portadora de un corpus teórico y temático y que en cierta medida anule los riesgos a los que está sometida la propia novela, como la falta de calidad. Si hacemos una detenida revisión de nuestra historia narrativa, lamentablemente no se ha concretizado en nuestro país una sola novela que tenga un universo parecido en lo más mínimo a las grandes novelas, ni siquiera a las grandes novelas latinoamericanas del siglo XX, para no exagerar. Gracias a su inmediatez temporal no hemos tenido una novelística que se suscriba a los intereses y a las demandas de lectores pertenecientes a los diferentes estratos sociales y a la variada gama de escenarios geográficos. Durante más de cincuenta años, la novela se olvidó de la ciudad y se concentró en el ámbito de la ruralía. Fue en la década de los setenta cuando Veloz Maggiolo y Aída Cartagena inauguraron el tema de la ciudad en la novela con Los ángeles de hueso y Escalera para electra, respectivamente.
El territorio emocional que a ciencia cierta demanda la novela, tiene situaciones propias y exclusivas como esta: la idea de estar cercana a los sueños, permite también la idea de querer alcanzar la utopía. Esa condición utópica concomitantemente, va convirtiendo al individuo en un héroe secreto, lo que hace que este proyecte a todas luces sus vivencias; luche por ellas, trate de conquistarlas y las comparta con el resto de sus semejantes. Lejos de un estado melancólico, este hecho debe ser más que evidente, para potenciar la ilusión en el marco de una vida plena, cosa que permitirá al individuo abrazar el camino de la esperanza y vivir con alegría.
Es la manera ideal del universo que todos anhelamos conquistar para salvar los destinos de un mundo mejor: Un mundo menos complicado y mejor adaptado a nuestro prontuario espiritual. Un mundo cercano a nuestros deseos y a la naturaleza del entorno cultural. Esa posibilidad solo está ampliamente planteada en el marco de la ficción literaria. De ahí que la novela se convierta en un arte esencial para el trasiego de ideas, para el intercambio de experiencias personales e inquietudes estéticas y colectivas de grupos sociales que forman parte de los deseos, las pasiones y las necesidades de los escritores como portavoces de la conciencia colectiva. Como la novela enarbola, la bandera de la esperanza también está cerca de conquistar los sueños.
Como a la novela dominicana le hace falta soñar, está ausente en ella la condición utópica del héroe. Necesitamos héroes que se confundan con la realidad o que sean protoptipos de ella. Héroes que sean paradigmáticos o que sean modelos estéticos de representaciones sociales. Por sus actos simples los héroes de las novelas dominicanas están muy lejanos de conquistar la dimensión épica. Así que la novela dominicana, como no desafía la historia ni el futuro, tampoco juega con el tiempo.
Una justificación innecesaria sería plantear que por un accidente de la historia, nuestros hechos quizás, no tengan en el fondo ese carácter de epicidad necesaria, tan significativo para trascender en el tiempo, lo que está lejos de alcanzar una extraordinaria grandeza. De lo contrario, nuestros héroes, sí pueden estar cercanos a las condiciones del mito para que estén dotados de cierta poeticidad y ese carácter sólo lo otorga el poder del lenguaje en el orden de la poesía para decirlo con belleza y claridad y en el orden de la filosofía para afianzar el pensamiento. Por eso, en gran medida, nuestra novelística carece de pensamiento y hondura conceptual, porque no está presente en ella el concepto de eternidad, como existe en Pedro páramo de Rulfo.
Al relato dominicano, me refiero al relato literario le falta fe, alma y cuerpo. El relato literario dominicano no prodiga alucinación, por lo tanto, los personajes no cuestionan ni viven espejismos. Así que la novela debe estar dispuesta a hurgar en el interior de las creencias ajenas y colectivas. Debe estar dispuesta a intervenir en el rigor de la vida psicológica y debe tratar de entrar en la visceralidad de la magia, para explorar el mundo de lo oculto y averiguar lo que sucede en el interior de la caverna mitológica como lo hizo el cubano Alejo Carpentier en El reino de este mundo en el año de 1948.
De ahí que la novela dominicana no engancha con las proposiciones de la teoría del Iceberg planteada por el norteamericano Ernest Hemingway. De ahí que en nuestra novelística no existe el dato escondido, en tanto que no desafía las condiciones intelectuales, ni la inteligencia de los lectores. Nuestros lectores de novelas son silvestres. Son en buena medida, lectores machos, lectores estériles a consecuencia de la ineficacia que prodiga la propia novela. Por eso, está muy lejos de conquistar el universo estético que Alejo Carpentier llamó con mucho acierto, el “estado límite de la creación”. Esta es la razón por la que no pasa de ser una novela apegada a convencionalismos linguísticos mediante el empleo de viejos formalismos, proveniente de infuncionales escuelas que llegaron tardíamente a nuestro país. En consecuencia la novela debe estar dispuesta a desafiar y poner en crisis al propio lenguaje y de hecho, a la propia novela.
No hay que extrañarse. Vivir la novela es gozarla y sufrirla a la vez en lo más hondo, por esta causa lloramos, reímos, amamos y odiamos a sus personajes y de paso, nos quitan el sueño. Para ello, hay que entrar en sus meandros, en sus rincones secretos, en sus abismos y en los atajos y laberintos que ella propone. Sin embargo, esta no es una tarea del lector, sino de la propia novela. Para sufrirla ella debe pues explorar hasta el fondo la condición psicológica. Sujetarse a nuestros sentimientos, adivinar nuestros deseos, despertarlos si es posible, ser capaz de entrar para siempre en el secreto mundo del alma humana, de lo contrario, la novela perdería su rumbo. Bajo estas extraordinarias condiciones, la novela gane quizás a un lector dormido y puede que este sea parte de su éxito, pero lo que cuenta en definitiva es que haya revolucionado el mundo interior del hombre, que haya removido sus fibras más íntimas y que lo haya ayudado a salir de su atolladero emocional en el que vive. Sin embargo, eso se lograría cuando la novela alcance su capacidad de fascinación.
Para que la novela tenga proyección en el imaginario colectivo debe activar en la mente de los lectores una especie de fijación de los elementos constitutivos que componen los procesos de ficcionalización a los que está sometido el acto creativo. En este caso, se refiere al acto imaginario de escribir novelas de ficción. Ese carácter imaginario, eminentemente creador deberá estar concentrado en el mito y en la magia, dos categorías que a toda prueba cohesionan la sociedad del pasado y del presente. ¿Qué otra cosa constituye el valor de la novela, sino minar el campo interior del hombre para explorar los efectos que provoca en él, el sentido de lo imaginario? ¿Qué papel juega el efecto imaginario de la novela en la vida del hombre? ¿Para qué sirven las ficciones? Como diría Jorge Volpi, en su monumental obra La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción (Alfaguara 2024) “las ficciones son juegos colectivos de interacción mediante los cuales ensayamos estrategias y soluciones a problemas futuros y con los que compartimos información socialmente relevante” (pág 61).
En una de las cartas a Felice Kafka llegó a decir: “Yo soy la novela”. Llegó a pensar como nadie en las complejidades interiores del hombre y los efectos psicológicos que ellas contraen. Para Kafka, la novela es el mundo ideal del artista; el campo de batalla del yo que inventa, o más bien, la superposición del estado mental de la conciencia individual del hombre para librar una guerra interminable con sus dioses mas cercanos y con los demonios que día a día lo azotan y de los cuales deberá liberarse para siempre en el papel, en el marañoso juego de la trama, así como en la estética urdimbre de su lenguaje.
En este caso, se podría decir que en el mundo de la novela se concentra el espíritu encarnado del hombre en (Dios), creador de cuantas cosas suceden. Creador de unas criaturas que cuenta que cuentan. Dios que funda una idea y un cosmos (el novelista). Pues su efecto se extiende más allá de la propia realidad en la que vive y se convierte en el creador de las cosas que imagina para abrir un mundo libre de conjeturas y verdades aparentes. El mundo de la esperanza prometida por los dioses y el eterno trajinar de las almas que la novela quiere salvar. Cada novelista se hará eterno en el tiempo gracias al efecto de duración de las palabras que son creativas de realidades nuevas, aquellas que acompañan los sueños y los mitos enchapados en el discurso. Así que en su eterno trajinar, el novelista se conforma con los héroes que inventa día a día y los demonios que la vida le permite liberar.
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