Hoy todo el mundo dice que lee. Las redes están llenas de frases de escritores, de imágenes con citas célebres, de perfiles que parecen bibliotecas. Pero detrás de esa apariencia, detrás del brillo del compartir, hay una pobreza que asusta: la gente no lee, finge que lee. Se conforman con copiar una frase, con abrir un PDF, con mirar una portada. Y con eso ya se declaran lectores. Pero no hay lectura sin compromiso, sin cuerpo, sin tiempo. Leer de verdad es una forma de vivir, no un gesto vacío frente a una pantalla.
El lector verdadero es aquel que habita los libros. No los cita, los vive. Los toca, los subraya, los anota. Un libro leído es un libro herido: tiene marcas, dobleces, manchas. Hay una relación física y afectiva entre el lector y su biblioteca. Cada libro comprado es una conquista, un territorio ganado al olvido. Pero hoy muchos prefieren descargarlo gratis, guardarlo en una carpeta y decir que ya lo tienen. Tener un archivo no es leer. Tener un libro sin leerlo tampoco lo es. Leer es atravesar una experiencia, y eso no se hace a golpe de clic.
Hay quienes creen que la lectura puede reducirse a frases bonitas. Les basta con encontrar una línea que suene profunda para compartirla y sentirse parte de algo. Pero la lectura verdadera no es acumulación de frases: es conversación con la voz del otro. El lector que solo repite citas no piensa, recita. Y ese es el mal de esta época: confundimos el eco con el pensamiento, la apariencia con la experiencia. Leemos menos, pero hablamos más de lectura.
Yo vengo de una generación que veía el libro como un objeto sagrado. Entrar en una librería era un acto de descubrimiento. Había placer en el silencio de los estantes, en el peso de las páginas, en el olor del papel. Cada compra era una promesa: un encuentro, un aprendizaje, una forma de estar a solas con el mundo. Hoy, en cambio, la lectura se ha vuelto una carrera de velocidad. La gente presume de leer cien libros en un año, pero no puede recordar dos ideas de ninguno. Leer rápido no es leer mejor. Leer sin memoria es leer sin alma.
El lector verdadero, el que compra, el que subraya, el que guarda libros como se guardan amores, sabe que leer es un acto de libertad.
El lector de redes no busca conocimiento, busca confirmación. Lee solo lo que le da la razón, lo que coincide con su opinión del momento. No hay riesgo, no hay duda, no hay contradicción. Todo está hecho para el aplauso inmediato. La lectura, en ese espacio, es una extensión del ego: una manera más de exhibirse. En las redes no se comparte lo que nos cuestiona, sino lo que nos hace quedar bien. Pero el verdadero lector no busca parecer inteligente: busca entender. El lector real se deja transformar, incluso cuando el libro lo incomoda.
Hay algo profundamente triste en ver cómo muchos jóvenes —y no tan jóvenes— se alejan del libro físico, creyendo que leer en pantalla es lo mismo. No lo es. El papel tiene una presencia, un ritmo. Uno se sienta, se detiene, se entrega. En la pantalla, todo está interrumpido: un mensaje, una notificación, una distracción constante. La lectura digital produce una mente inquieta, fragmentada, incapaz de sostener la atención. Leer en un libro, en cambio, exige silencio, exige un tipo de concentración que hoy parece un lujo.
Y sin embargo, seguimos resistiendo. Todavía hay quienes compran libros, los coleccionan, los aman. Los que cargan un libro en el bolso, los que viajan con él, los que lo abren antes de dormir. Los que no necesitan demostrar nada, porque saben que cada lectura verdadera deja una marca invisible en la vida. Ese es el lector que importa: el que lee para entender el mundo y no para adornarse con citas.
Yo tengo amigos que presumen de tener miles de PDFs. Me los enseñan como si fueran trofeos. Pero no han leído ni diez. Es la ilusión del saber sin esfuerzo, del conocimiento instantáneo. Esa ilusión es peligrosa porque destruye la curiosidad. El verdadero lector no acumula, busca. No descarga, descubre. No se conforma con tener el libro: necesita leerlo, discutirlo, sentirlo. Leer no es una moda: es una práctica interior, una disciplina del alma.
Hay una gran diferencia entre usar la lectura y vivir la lectura. El lector superficial usa los libros para parecer culto, para justificar una opinión. El lector auténtico se deja usar por ellos, se deja atravesar. La lectura lo cambia, lo sacude, lo obliga a repensarse. Esa es la lectura que transforma una vida, no la que llena un muro de frases. Porque leer no es llenar un vacío de información: es abrir un espacio de pensamiento.
A veces pienso que tener una biblioteca en casa se ha convertido en una forma de resistencia cultural. No por nostalgia, sino por fidelidad. Porque quien mantiene una biblioteca, mantiene viva una memoria. Cada libro comprado es una apuesta por el tiempo, una fe en que las palabras aún pueden salvarnos del ruido. Una casa sin libros es una casa sin sombra, sin profundidad. Y una sociedad que deja de comprar libros es una sociedad que ha renunciado a pensar.
Yo no condeno la lectura digital. Lo que critico es la superficialidad con que se lee hoy. La comodidad de creer que tener un texto equivale a comprenderlo. No es el formato el que empobrece, sino la actitud. Pero no deja de ser cierto que la facilidad con que se accede a los textos ha quitado al lector el esfuerzo, y con él, el respeto. Cuando todo está al alcance, nada tiene valor.
Leer un libro entero es una prueba de paciencia, de madurez. Hay páginas difíciles, pasajes lentos, ideas que nos contradicen. Pero es en ese proceso donde el lector crece. La lectura no siempre da placer: a veces da incomodidad, cansancio, incluso rechazo. Pero también da profundidad, y esa es la palabra que más echo de menos en esta época: profundidad. Vivimos en la superficie, y leer de verdad es hundirse.
Por eso defiendo el libro, y no solo el objeto, sino su ética. El libro enseña lentitud, atención, silencio. Enseña a pensar antes de opinar. En cambio, la lectura de redes enseña rapidez, reacción, olvido. Todo se borra al instante siguiente. Y cuando una sociedad olvida rápido, pierde también su memoria crítica. Tal vez esa sea la gran tragedia: que ya no leemos para entender, sino para exhibir que entendemos.
El lector verdadero, el que compra, el que subraya, el que guarda libros como se guardan amores, sabe que leer es un acto de libertad. Porque quien lee no se deja manipular con facilidad. El libro forma criterio, da herramientas para resistir. Por eso molesta tanto en este tiempo: porque enseña a pensar despacio, a no seguir la corriente. Y ese es el mayor peligro que ve el mundo digital: un lector que no se conforme con los titulares.
Leer, de verdad, sigue siendo un acto íntimo y rebelde. No lo mide ningún algoritmo. No se ve en las redes. Se nota en la manera en que uno mira, en cómo comprende, en cómo se relaciona con el mundo. Por eso sigo creyendo que el libro —el que se compra, el que se toca, el que se ama— es todavía el mejor lugar para salvarnos del olvido.
Compartir esta nota
