El retrato criollo
El dominicano se reconoce antes de abrir la boca. Tiene un radar de alegría que delata su alma: hospitalario, bulloso, generoso con el abrazo y la risa. Si no tiene razones para celebrar, las inventa. Te recibe en su casa como familia, aunque no sepa ni tu apellido. Y sí, también carga con la costumbre de llegar tarde con la excusa sagrada: “el tapón, manito”.
Pero junto a esas virtudes brillantes, arrastra defectos de catálogo: irrespeto a la ley, impuntualidad, y una capacidad olímpica para opinar de lo que sea —desde la guerra en Ucrania hasta resolver problemas complejos con la misma seguridad que un experto de Harvard—. Esa mezcla de luz y caos es parte de lo que nos hace únicos.
El dominicano de viaje
Cuando viaja, se produce la metamorfosis. El mismo que cruza la Duarte en diagonal como un toro, en Madrid espera el semáforo con paciencia franciscana. El que aquí grita “¡motoconchooo!”, en Nueva York hace fila para el bus como si toda su vida hubiese sido un ciudadano ejemplar. Y el que tira la funda de basura en la acera, en Montreal la carga como reliquia hasta encontrar un zafacón.
Es el mismo dominicano, pero tuneado. Eso sí, su ADN se filtra: en cualquier esquina de Queens aparece el “¿y tú ere’ de lo mío?”. La alegría, esa, no la esconde ni con pasaporte europeo.
El laboratorio del metro
No hay que salir del país para ver el milagro. Basta con entrar al metro de Santo Domingo. Ahí se produce un cambio de piel.
Afuera: bocinas y empujones.
Adentro: silencio y “buenos días” bajito.
Afuera: trompadas por un parqueo.
Adentro: “excúsame, jefe”, con sonrisa incluida.
Afuera: “¡Maldito motoconcho!”.
Adentro: tígueres cediendo asientos como si fueran caballeros victorianos.
El metro es un spa cívico: aire acondicionado, limpieza, reglas claras, vigilancia. Un microcosmos donde el dominicano se comporta como ciudadano modelo.
El regreso a la superficie
Pero basta con subir las escaleras y, ¡fuap!, el hechizo se rompe.
El de “excúsame” se reinicia en “quítate del medio, que voy volao”.
El de “buenos días” se enchufa en “¡qué lo qué, tiguerón!”.
El de la fila ordenada se cuela en la guagua como si fuera derecho divino.
Y el que sostuvo la puerta del vagón para que entrara una doña, en la avenida le mete el motor a cualquiera con la Constitución personal del “yo pasé primero”.
El dominicano vive en dos pisos: abajo, ciudadano ejemplar; arriba, maestro del rebú. Es como un actor de novela barata que cambia de libreto en segundos: de caballero europeo bajo tierra a joseador criollo al aire libre.
Sociología con sazón
La sociología llama a esto doble habitus. Yo digo que es el dominicano de dos pisos: metro abajo, calle arriba. No es hipocresía, es pura adaptación.
En el metro hay cámaras, sanciones, aire frío y reglas claras. Afuera hay calor, bocinas y autoridades que miran para otro lado. El dominicano se amolda como agua: toma la forma del envase. Donde hay ley y consecuencias, se comporta; donde no, improvisa y sobrevive.
Esto no es un fenómeno pintoresco: revela el fracaso de nuestras instituciones. ¿Por qué el mismo pueblo que sabe comportarse en un espacio controlado no puede replicarlo en la ciudad? Porque la ciudad no ofrece reglas claras ni garantías. Es la jungla, y en la jungla sobrevive el más fuerte, o el más vivo.
Invitación final
Invito al lector a regalarse la experiencia de bajar un día cualquiera al metro. No basta con leerlo: hay que verlo, sentirlo, comprobarlo con la propia presencia. Porque en ese túnel de luces y raíles, donde la ciudad se recoge bajo tierra, florece un dominicano que parecía extraviado: educado, amable, casi sereno. Como si el alma dominicana renaciera allí, en silencio y en movimiento, recordándonos que todavía somos capaces de reconocernos distintos, aunque sea bajo tierra.
Ojalá también lo hagan los políticos. Que el expresidente Leonel Fernández —propulsor del invento— y los candidatos del 2028 se monten en el mismo vagón, sin escoltas ni lentes oscuros, y tomen nota: el pueblo sabe comportarse, aunque sea bajo tierra.
La gran pregunta es si algún día podremos reconciliar a esos dos dominicanos que habitan en uno solo: el que bajo tierra se comporta con dignidad, y el que en la calle se ve obligado a ponerse la armadura del joseador para sobrevivir.
El verdadero problema no está en el metro —donde ya existe un orden—, sino afuera, donde todavía no hemos construido un escenario digno para representar lo mejor de nosotros mismos y sentir, sin máscaras, el orgullo pleno de ser dominicanos.
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