Lourdia Jean Pierre estaba sola en casa cuando sintió el calor húmedo entre las piernas y vio la mancha roja en su ropa interior. Llamó a su esposo Ronald Jean de 40 años, que trabajaba en una obra de construcción. Él corrió de inmediato, pero cuando llegó, su recién nacido cuarto hijo, estaba limpio, sin cordón umbilical. Su esposa había dado a luz sola a Reginal Jean, un varón sano, en el suelo de su habitación el viernes 9 de mayo de 2025.

Ojalá la historia hubiese quedado ahí, en el milagro improbable de un nacimiento sano, sin asistencia, en el alivio de escuchar al bebé llorar con fuerza y ver a la madre respirar. Pero no. Unas horas después, Lourdia comenzó a perder sangre de nuevo. Esta vez era más intensa, imparable. Ronald la sostuvo entre sus brazos, impotente, mientras el suelo se teñía bajo ella.

Pidió ayuda, gritó, lloró, y sobre todo llamo al 9-1-1. El sistema de emergencia llego a la media hora junto con la policía. Lourdia Jean Pierre murió esa misma tarde, a sus 32 años, desangrada en la habitación donde había dado a luz. Su hijo recién nacido y su hermano, Ronaldo, de dos años, se encontraban a pocos pasos, no ajenos al silencio que había dejado su madre.

Ronald se fue con su recién nacido al hospital Teófilo Hernández —donde había nacido Ronaldo, su tercer hijo, dos años atrás—, tras haber dejado al niño con una vecina y el cuerpo sin vida de su esposa tendido sobre un colchón.

Hospital Teófilo Hernández

Una realidad de miedo

No era que el hospital estaba lejos, ni que no tenía medios para llegar. Lourdia era presa del miedo. Y no un miedo cualquiera. Era el tipo de miedo que te impide hacer nada más que encerrarte, esa sensación que se instala en los huesos cuando tu situación migratoria decide si puedes ser dar a luz en el hospital y salir con tu hijo en brazos o si acabarás detenida, esposada y deportada.

Ellos eran haitianos en República Dominicana, y desde hacía meses, las noticias hablaban de redadas en Friusa, detenciones y camiones de migración en las calles. Y no era que les hacía falta escucharlo, en su mismo barrio, en El Seibo, se habían hecho redadas, durante las cuales tenían que esconderse y pasar horas en el monte tras su casa para poder contar un día más.

Sabían, también, que el presidente Luis Abinader había emitido 15 medidas el 6 de abril de este año, y que, los haitianos, sin sus papeles de regularización al día en mano, serían deportados tras ser atendidos, y los agentes de migración no serían gentiles con nadie, ni siquiera con una embarazada.

La Dirección General de Migración repatrió en ese mismo mes de abril 32,540 ciudadanos haitianos sin sus papeles en regla en el país, para completar la cifra de 119,003 en el primer cuatrimestre de 2025.

La realidad de la pareja era una: su único documento en regla era una carta de perseverancia de la iglesia. Y ellos sabían que eso no sería suficiente.

Ni hospital, ni retorno

—Tenía siete meses y medio de embarazo cuando comenzó a sangrar —dijo Ronald, con los ojos fijos en algún punto detrás de la conversación—. Pero si íbamos al hospital, corríamos el riesgo de que se la llevaran. Y yo no podía permitir eso. —continuó.

Ronald expresó, que no era que ellos no querían ir a Haití, todo lo contrario.

Antes de que se complicara el embarazo, ellos se habían inscrito en un programa de retorno voluntario a Haití, por parte de su embajada, pero el camión nunca pasó por su barrio.

Caminar hasta la frontera era impensable y sabia que si subían a su esposa en alguno de esos camiones, la perdería tanto a ella como a su hijo.

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El suelo donde Lourdia dio a luz

El miedo los dejó atrapados en un país donde no podían ir al hospital ni salir por cuenta propia.

Intentaron buscar ayuda fuera del sistema. Una monja los contactó con una clínica, pero el costo del parto superaba sus posibilidades. Mientras tanto, el cuerpo de ella temblaba. Decidieron esperar. El parto llegó en el piso de su casa, al igual que la muerte de Lourdia.

Forzados a la irregularidad

Tras haber dejado al niño en el hospital con el pediatra, salió un momento a realizar una llamada para pedir prestados 40,000 pesos dominicanos para comprar una caja para su recién fallecida esposa, pues no quería dilatar su entierro. Tras haber conseguido el acuerdo, intentó ingresar nuevamente al hospital, pero dos agentes de migración lo detuvieron y le preguntaron por sus papeles.

Ronald llegó a República Dominicana en 2018, cuatro años después de haber contraído matrimonio con Lourdia tras un noviazgo de dos años. En aquel entonces ellos ya tenían dos hijos, Ronalson y Ginalson.

Había conseguido una visa de trabajo para trabajar como cañero para Central Romana, y siempre que podía iba a Haití para compartir con su familia. Todo estaba en orden hasta 2021, cuando una serie de bandas empezaron a tomar el control de su país.

Entonces, junto a su esposa, tomó la decisión de que ella se mudara con él a El Seibo, en República Dominicana, y dejar a sus dos hijos al cuidado de sus padres en Puerto Príncipe. Y así fue.

Casa de Ronald y Lourdia Jean

Vivían en una pequeña casa de madera y zinc, que era en sí misma, un solo cuarto. Él cocinaba cuando tenía días libres. A veces preparaba sancocho cuando llovía, la comida favorita de su esposa. Cantaban alabanzas para espantar el miedo, cuando no estaban en su iglesia los domingos.

En 2023 tuvieron a Ronaldo, pero a partir de entonces se convirtieron en ilegales, pues el conflicto por el canal en el río Masacre había intensificado las restricciones migratorias y dificultado la regularización de los haitianos en territorio dominicano.

Desde entonces Ronald "echaba el día" cuando lo llamaban a trabajar, ganaba entre 800 y 1000 pesos, junto con un desayuno, pues salía de su casa a las 4 de la mañana.

Sin embargo, el día que su esposa murió, afuera del hospital, Ronald le presentó a los agentes sus papeles: su cédula haitiana y su carné de trabajo. Pero los agentes le reclamaron que estaban vencidos, así que lo esposaron a un hierro detrás del hospital mientras llamaban a un superior. Ronald les explicó la situación: su esposa acababa de fallecer y su hijo estaba ingresado en el hospital. Aun así, recalcó que los agentes, al igual que los dominicanos que había conocido hasta entonces, lo trataron bien y sin violencia. Tras hablar con el hospital, lo dejaron en libertad.

Ronald entró al hospital y encontró que Reginal estaba en perfecto estado. Sin embargo, ya había sido fichado por los agentes de Migración, así que llamó a su prima, que reside en Miches, y le entregó a su hijo, para que lo atendiera. Luego coordinó con los vecinos la recepción de la caja para su esposa, para que pudieran enterrarla sin él, ya que temía que, si asistía al entierro, lo estuvieran siguiendo y deportaran a todos los presentes.

Aun el miércoles, de la semana siguiente, al momento de la entrevista con Acento, Ronald no había visitado la tumba de su esposa.

Un llamado a dos naciones

Ronald Jean saludó al país con una mezcla de respeto y esperanza. Dijo bonjour a República Dominicana, el país que lo acogió, aunque no siempre con los brazos abiertos. Le habla no solo al gobierno, sino a la gente que trabaja, que madruga, que construye el país día a día. Y les recuerda algo esencial: muchos haitianos como él no cruzaron la frontera por capricho, sino huyendo del caos que devora Haití.

“Venimos a cortar caña, a trabajar en agricultura, en construcción. A ganarnos la vida”, explicó. Pero su mirada se nubló. Lo que comenzó como un testimonio de migración forzada, pronto se convirtió en un grito de duelo.

Contó que lo que mató a su esposa no fue violencia directa, sino una política aplicada sin margen, sin tiempo, sin compasión. “No fue un cuchillo, no fue un machete”, repitió. Fue la aplicación abrupta de una nueva medida que dejó sin opciones a muchas personas, especialmente mujeres embarazadas. Su esposa, una de ellas.

Ronald Jean

Él no acusa al pueblo dominicano. Agradece a quienes le han pagado su trabajo, a quienes lo han tratado con respeto. Pero sí pide a las autoridades dominicanas que tengan en cuenta el impacto humano de sus decisiones. “Solo les pido que tomen en cuenta esto, para que otra haitiana no muera como murió mi esposa”.

Ahora, Ronald se enfrenta a una doble carga: la de un duelo sin tiempo para sanar, y la de ser padre solo. “No puedo salir a trabajar y dejar a mis hijos solos. Su mamá ya no está”, dijo con dolor.

Se dirigió a las autoridades haitianas. Les habló con la misma franqueza con la que habló a los dominicanos. Les reclamó su ausencia, su abandono. “Mi país está invadido por la inseguridad y yo estoy trabajando en vano aquí, en República Dominicana. Nadie ve la miseria que pasamos, solo Dios”.

Llamó a la diáspora haitiana, a los defensores de derechos humanos, a quienes viven en Canadá, en Miami, en cualquier parte del mundo. Les pidío que presionen, que hablen, que no olviden. “Queremos trabajar en nuestro país, vivir allá en paz. Pero allá solo hay armas, bandas, caos”.

Para Ronald, la isla no debería estar dividida por el idioma. Haití y República Dominicana comparten suelo, historia, dolor. “Si una nación comete errores contra nosotros, debemos unirnos, no maltratarnos entre nosotros mismos”, dijo. Y propone algo más grande: construir relaciones comerciales, aprender a vivir como hermanos.

Él, como muchos otros, es un ciudadano más en territorio dominicano. Pero también es un esposo que acaba de perder a su compañera de vida en sus propias manos. “El dolor está acabando conmigo. Mis hijos están en condiciones vulnerables. Este mensaje va para el presidente, pero también para las bandas de Haití. Que vean lo que estamos pasando los haitianos por el mundo”.

Ronald quiere que recuerden a Lourdia, su esposa “como una mujer valiente que, como muchos otros, dejó su país buscando algo mejor. Lo único que encontró fue la muerte".

Con la voz ya quebrada, Ronald hizo una última súplica: “Queremos dejar de pasar miseria y vergüenza en tierras ajenas. Queremos volver. Queremos vivir”.

Julio Solano

Periodista y poeta

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